DESPUES DE LA TRANSMISION EN DIRECTO POR VARIAS HORAS EN LOS CANALES DE NOTICIAS DE LA REACCION DE VECINOS Y VECINAS DE LA VILLA 31 FRENTE AL ASESINATO DE UNA JOVEN POR PARTE DE UN PREFECTO POCO SE DIJO DEL HECHO. SOBREVIVIO, EN CAMBIO, LA SOSPECHA SOBRE LAS VICTIMAS –LA OTRA GRAVEMENTE HERIDA–. EN EL BARRIO SE ESCUCHAN OTRAS VOCES, VOCES CARGADAS DE MIEDO QUE NO IMPIDEN LA CRUDA DESCRIPCION DE LO QUE SIGNIFICA SER MUJER Y VIVIR EN UN LUGAR ESTIGMATIZADO, DONDE LA VIDA VALE MENOS QUE LOS TERRENOS DONDE SE LEVANTAN LAS CASAS.
Después del infierno de la semana pasada, cuando la Villa 31 se convirtió en una pueblada de niños y adolescentes combatiendo a la Prefectura Naval Argentina, el barrio asumió un silencio dolido, que sólo quiebra para pedir justicia por Mabel Guerra, la chica asesinada de al menos dos balazos en el pecho por un suboficial de esa fuerza, y su amiga Marisol, que sufrió una herida grave en un ojo y continúa internada en el Hospital Fernández. Ya no circulan versiones encontradas sobre lo que las jóvenes hicieron de sus vidas la noche del miércoles 19 hasta cruzarse con el Fiat Palio del prefecto Luis Luque y con el caño de un arma apuntándoles a la cabeza. Las amigas de Mabel se empeñan con énfasis en la historia previa a la muerte de “la negra tan querida”, como eligen llamarla, y relatan que ese día Marisol se estaba peleando “fuerte” con su pareja delante de Mabel. Que estaban en la avenida Ramón Carrillo y el Correo Viejo, a la salida de la autopista Illia, que Mabel corrió hacia la calle a pedir ayuda con los brazos en alto, que un auto se detuvo y su conductor empezó a disparar. “Y ésa es la única verdad”, sella el mujerío en ronda, las pantorrillas tironeadas por racimos de niños. “¿De quiénes son todos estos chicos?”, pregunta la cronista. “Son nuestros hijos”, responden a coro. “Todas nosotras tenemos uno o dos hijos, otros están en camino, pero la piloteamos. Son nuestro orgullo.” A metros, Roxana Guerra, la madre de Mabel, se descompone en medio de otras compañeras que ya no saben de qué manera mitigarle el sufrimiento. “No es fácil vivir en la villa”, susurra una cocinera del comedor comunitario Padre Mugica, más conocido como “El Comedor de Tapia”, un referente del territorio que “vive aquí desde antes de la última dictadura”. La cocinera alcanza agua, la toma de los hombros, acaricia la mejilla de Roxana contraída por el llanto y por un sonido que masculló durante toda la radio abierta del martes último, frente a las cámaras de televisión. “Hipócritas de mierda.”
“Lo que pasa es que está muy dolida por el tratamiento que los medios periodísticos le dieron al tema”, explica su abogada, Claudia Ferrero. “Tildaron a las chicas de ladronas y drogadictas. Dijeron que estaban armadas para salir a robar. Terminaron criminalizando a las víctimas, por eso ahora nadie quiere hablar.”
Está la cumbia que alegra el corazón, el rap que despeja enconos, la unión repentina de bandas rivales por la compañera muerta. No se la ve a Verónica, una de las mejores amigas de Mabel que el jueves 20 enfrentó a pedradas los gases lacrimógenos, las trompadas, el spray picante y los manguerazos de los efectivos de la Prefectura. “Está guardada, porque ahora los quías salieron a apretar pibes en el barrio –confía un muchacho que quiere preservar el nombre–. Tienen miedo de lo que puedan testimoniar en el Juzgado” a cargo de la magistrada Fabiana Palmaghini.
“¿Querías saber qué significa ser mujer adolescente y vivir en la Villa 31?”, apura Soledad, una de las amigas de Mabel. “Hoy significa eso, estar guardada y no saber si llegás al fin de semana.”
TENERLAS CORTITAS. A mediados de los ochenta, cuando Gimena tenía 17 años, las cosas eran diferentes en la 31. Las chicas de su edad salían poco y nada solas, los padres conservaban sus trabajos pese al proceso de desocupación creciente y al fenómeno de la hiperinflación y aún quedaban atisbos de cierta organización barrial. Las cosas, dice Gimena, “no venían tan heavies para las chicas como ahora”. A los 34 años, un puesto de barrido y limpieza en una cooperativa subvencionada por el gobierno de la ciudad (“decí que no nos pagan hace cuatro meses”), dos hijos a cargo, sin pareja estable en el horizonte y viviendo con sus padres, prefiere opinar sobre un modelo familiar que añora antes que sobre el flagelo de “las pibas chorras”, un latiguillo mediático que se replicó largamente en estos días.
“Todo es diferente para las adolescentes que viven aquí. No hay trabajo, cuesta bancarla, pasar el día, y el estudio a veces se hace bravo de sostener. Las que fuimos adolescentes hace veinte años la pasamos diferente, y muchas seguimos manteniendo esa forma de vida: los chicos, la casa, el trabajo. Vengo de familias a la antigua, en las que delante de los hijos los padres no hablaban. Una se enteraba de las cosas a medida que crecía. Creo que la historia corre por la libertad que le dan a cada uno.”
–Hay que depositar un poquito de confianza en las hijas, es verdad, pero también hay mucha libertad para todo. A mí siempre me tuvieron recortita; si salía el viernes, no salía el sábado. Ahora las pibas de 15 o 17 años son mamás, ¿te das cuenta?
–Qué sé yo. Capaz por la falta de un proyecto de vida, aunque la burocracia del sistema de salud pública tiene gran culpa de todo lo que pasa. Siempre les dan muchas vueltas para entregarles un anticonceptivo. Si te ponés a pensar, nadie las ayuda.
EL GATILLO FACIL. La frase no se hizo esperar entre los habitantes de la villa, que desde hace años padecen lo que definen como “una vecindad amarga con los de la Prefectura”. Tenerlos enfrente, sobre los márgenes de cada calle que delimita el barrio, se convirtió en un muro de sombras. “Si pasás ese árbol”, apunta Johanna con un dedo que parece agujerear la fronda, “te desnudan”.
–Los de la Prefectura, madre, quiénes van a ser. Si salimos sin documentos, a los pibes les quitan el calzado, porque ellos saben que los pibes tienen altas zapatillas, y a nosotras nos hacen sacar la ropa. Nos dicen: “Ah, ¿no sabés quién sos? Entonces sacate la ropa”.
LA ABOGADA. Claudia Ferrero sabe que ese accionar es sistemático y apenas uno de los cauces en que pueden desembocar hechos como el que acabó con la vida de Mabel.
“En todos los casos de gatillo fácil hay una tendencia a encubrir y a plantarles armas a las víctimas. A veces el empeño de los pares de una fuerza de seguridad es tan solidario que llega a ser burdo. Luque declaró que las chicas llevaban pistolones de caño recortado, que lo apuntaron a matar. Dijo cualquier cosa. Y esa solidaridad entre pares se comprobó al día siguiente del hecho, cuando en medio del velatorio de Mabel, un gendarme denunció que fue asaltado en la misma esquina en que Luque disparó. Ese es el modo en que estos individuos se comportan cuando son sus compañeros de fuerza los acusados de un crimen.”
–La utilización de una situación social está unida a que en la Villa 31-31 bis hay grandes intereses económicos para apoderarse de los terrenos, y quieren instalar en la sociedad que hay que barrer a “estos indeseables”.
–Porque algunos medios periodísticos tomaron sus dichos con saña y mala predisposición. En el momento de rescatar las cosas que explicó la familia hicieron hincapié en investigar a las víctimas, y Roxana Guerra fue inducida a hacer declaraciones cuando se encontraba en un estado de gran angustia y dolor. De hecho, se dijo que Mabel quiso pedir ayuda y eso no lo recogió ningún medio.
POR SER MUJERES. Una paradoja: hace veinte años, a Cristian Acuña, el padre de Soledad, un hombre de la Prefectura le metió un tiro en la rodilla, a una cuadra del sitio donde cayó Mabel. Con el arma reglamentaria le recorrió el cuerpo de la cabeza a los pies. Eligió disparar sobre el costado de su rodilla derecha, dejándolo rengo. El episodio le enquistó una huella en la memoria a “la Sole”. Es la que le marca el paso de “no meterse con nadie”, el mismo horizonte que se propusieron siempre sus amigas. “Mabel era muy buena, no se metía con nadie, no tenía problemas en el barrio. La madre le daba todo lo que quería, por eso no creemos que fue a robar. Era una piba tranquila, estudiaba, en el Colegio Padre Mugica, donde cursaba el secundario, nunca hubo quejas. Lo único que se entiende es que estos tipos nos buscan a nosotras.”
–En cada momento de tu día vivido con miedo. Vamos a la escuela en el turno noche y nos jode pensar cómo será el regreso. Hacemos changas de día y nos paran. Lograr ser adolescente aquí es tratar de olvidar el miedo aunque sea por un rato. Cada vez que las chicas nos juntamos en una esquina, viene el patrullero de la comisaría 46ª, te revisa y empieza a preguntarte si tenés droga. Si vas a caminar al río o a la avenida, los de la Prefectura te buscan constantemente. Antes la cosa era con los varones, pero ahora el blanco son las mujeres.
La noche que Mabel y Marisol “perdieron”, como precisan sus amigos, Johanna había salido a caminar con su prima y otro chico. Dicen que los pararon los de la 46ª y les dieron una paliza. “Creo que fue por diversión. Nos pegaban piñas, nos tiraron al suelo, nos agarraron de los pelos y nos patearon hasta cansarse”, relata Johanna. “Yo les decía que pararan porque estoy embarazada, y ellos me respondían si no me daba vergüenza salir a robar en ese estado. ¿Cómo les hacés entender lo que no pueden ver? A esta altura, ni ellos sabían qué querían de nosotras.”
Las mujeres de la Agrupación Túpac Amaru sospechan de una ideología que intenta desmoronar a las mujeres porque ya lo hicieron antes con los hombres. En su radiografía del barrio, explican que de las 30.000 personas que lo habitan el número mayoritario corresponde a jóvenes, adolescentes y jefas de hogar a cargo de al menos tres niños.
Según Elena, que integra esa agrupación, “todos los días nos toca a nosotras, y de la peor manera: matando a nuestras hijas e hijos. Si esto es tierra de nadie, las mujeres somos la única parte del territorio que les queda por destruir”.
–No escondernos más de los patrulleros, que el Estado proteja a nuestros hijos contra el flagelo del paco. Que bajen los recursos para poder capacitarlos y para que puedan trabajar. En esta situación, criar a los chicos como quisiéramos es imposible.
LAS REQUISAS. Esta semana la música no sonó fuerte en las manzanas de la 31. A Carla Lobos, la hermana de Marisol, cualquier sonido empezó a dañarle los oídos. No quiere escuchar “porque lo único que suena son nuestros cuerpos cuando nos arrastran. Estamos cansadas de que no ingresen las ambulancias, de que hombres uniformados nos revisen, nos toquen el cuerpo. Tengo asco”.
El rechazo se le hace insoportable en verano, cuando la ropa aligera los sentidos y hay que estar atentas a que esas manos con chapa al servicio de la comunidad no les insulten la piel. Johanna asiente. “Es la peor época del año porque el clima se caldea para todos, y con las minas es doblemente malo. Los prefectos nos paran por la costanera y piden plata para dejarnos ir. ¿Qué plata vamos a tener? Entonces nos dicen ‘dame otra cosa’. Se aprovechan de que somos pibas y nos hacen callar, que cerremos el pico. Calladitas y a hacer lo que quieren.”
–No cambia nada porque no les importa nada. Somos cosas de tamaño más chico o más grande. Sólo eso.
LA PARALISIS. Fátima Cabrera fue una de las primeras catequistas adolescentes que trabajaron junto a Carlos Mugica en los sesenta. Tenía 13 años y una fuerte concepción sobre ese mundo nuevo que les pintaba “Carlitos” en las misas de las seis de la tarde. La mano negra de la Triple A y más tarde el embate de la dictadura militar la erradicaron al complejo obrero de Villa Soldati, al secuestro, la tortura y a la detención en la cárcel de Devoto como menor de edad. “Después vino el exilio, y en el regreso a la Argentina quise volver a vincularme con las villas, que en definitiva son mi mundo. Desde 1993 trabajo en un programa de alfabetización y capacitación laboral, que involucra en mayor porcentaje a las mujeres jóvenes.”
–¿Qué perspectivas tienen las mujeres de la Villa 31?
–Difíciles, con pocas posibilidades después de la gran desocupación que hubo y por la tremenda discriminación que sufren. Son las que menos trabajo consiguen y las que más responsabilidades tienen. El hombre está ausente, perdió la autoridad, y las madres son las jefas de hogar. Ellas saben que el estudio da otras herramientas, que las ayuda a ser mejores personas, pero sobreviven dentro de muchos infiernos. El de estos hechos de gatillo fácil, que paralizan, es uno. El otro es el de las adicciones, con familias que sobreviven en medio de un negocio perverso. Chicas y chicos en segundo año del secundario están volviendo a alfabetizarse. Los temblores de las manos les permiten escribir a duras penas. Pienso que se rompió todo tipo de lazos.
PALABRAS. El 24 de junio de 2007, otra adolescente de Villa 31 fue ejecutada de un tiro en la nuca por un cabo de la Prefectura. Judith Alice Jiménez tenía 16 años y estudiaba en la escuela Padre Mugica. El asesino, Federico Sandoval, la conocía del barrio y quiso entablar un vínculo que se transformó en obsesión. Esa madrugada, a la salida de una fiesta de cumpleaños que se celebraba en el comedor Los Bronquitos, Sandoval comenzó a amenazar a la joven a los gritos y la asesinó a quemarropa. Gumersinda Jiménez, la madre de Judith, lamenta que el caso fuera tratado como “un crimen pasional, porque cuando la desgracia nos toca a las mujeres, siempre se usan los mismos términos. Si te mata un gendarme porque sí, sos piba chorra. Si el tipo te busca para otra cosa, es pasional. A Sandoval le dieron una condena vergonzosa de once años y hoy la Corte Interamericana de Derechos Humanos está analizando el caso. Eso me conforma un poco. Pero como habitante de esta villa, me repugna la actitud que adopta la Justicia cuando el fallo involucra a víctimas mujeres y adolescentes, y me rompe el alma la indiferencia de las autoridades cuando una les pide ayuda para que no se victimice más a las chicas”.
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