CRóNICAS
› Por Juana Menna
A los ocho años, María Laura se enfermó de tos convulsa y faltó a la escuela durante cuarenta días. Sus compañeritos de segundo grado le escribieron cartas. Marisol le contaba que estaban aprendiendo la tabla del 3. A Javier se le dio por unas preguntas que bien podrían ser, vistas en perspectiva, un tema de Babasónicos: “¿Cuándo vas a volver?/ ¿Con quién jugás?/ ¿Qué hacés en la cama?/ ¿Jugás con algún juguete en la cama?,/ ¿Tenés amigos?”. Mariano la cambió por otra: “Hoy vamos a bailar el pericón en la clase de música. Bailaría con vos pero como no podés venir, bailo con Natalia”.
Veinticinco años después, María Laura lleva esas cartas a una cena de reencuentro con sus compañeros y compañeras de la primaria. Fue organizada por la escuela del pueblo. Ella se fue cuando comenzó la universidad y no volvió. Tampoco ha vuelto a ver ninguna de esas cuarenta personas sentadas en una mesa larguísima, armada con tablones forrados con papel blanco. La miran con extrañeza. Ella dice su nombre. No sabe a quién saludar primero. Saca las cartas de un sobre de papel, como una nena que comparte golosinas para hacerse de amistades. Así quiebra el hielo y al rato se siente más cómoda.
La cena es en un club donde les dictaban educación física. La profesora formaba a las alumnitas en fila, marcial, para gritarles que no usaran la misma toalla que sus hermanos porque quedarían embarazadas. No es que la educación sexual impartida por esta mujer haya sido la excepción. De sexo se hablaba poco y ya en la secundaria una docente de Biología exhibía blisters de anticonceptivos para frenar los embarazos adolescentes que luego eran el chisme del barrio. Sólo le hablaba a las chicas mientras los varones armaban avioncitos con hojas de carpeta, ajenos a todo. Su frase preferida era: “Si ustedes cierran las piernas, ellos no pasan”. Ahora, muchas compañeras de colegio de María Laura a punto de ser madres le muestran fotitos de hijos/as más grandes, algunos casi adolescentes, que guardan en el celular.
Sobre el fondo del escenario, un telón decorado con letras de cartulina aconseja: “Detente donde haya bellos recuerdos y vívelos otra vez”. Desde allí arriba el presentador les desea felicidades “a todas las madres en vísperas de su día”. Y le hace señas a don Speratti, el operador, para que largue los acordes del himno de la escuela. En general, los sonidistas están debajo del escenario, a un costado, pero nunca en el centro, como Speratti, que mueve perillas con su suéter gris y su cara de empleado bancario. Después llegan Héctor y su Conjunto vestidos con rabiosas camisas coloradas. Speratti sigue en el medio, impávido ante la música y las luces de colores. El verdadero showman de la fiesta es él.
A la fiesta también fueron invitadas otras promociones. Los veinteañeros de “1999” se sirven vino en las hieleras y se acercan al ritmo de Héctor y su Conjunto a las chicas de “1989”, la de María Laura, que adivinan solteras. El presentador interrumpe e insiste con el himno de la escuela una vez más. María Laura deja de bailar con el hijo de una compañera de militancia en la época de la Alianza, un rockerito rubio que ahora mide casi dos metros y estudia Historia en la misma universidad donde ella se graduó. Los dos cantan a voz alzada “Como Sarmiento el inmortal/ hoy tus alumnos te bendecimos/ te proclamamos madre ideal”.
Ella se sienta mientras la fiesta continúa. En ese pueblo parece no haber mucho más que maternidades varias. Si no te amadrina una mujer, te amadrina la escuela convertida en madre ideal. O te invita a bailar el hijo de una amiga. Así, sin un poco de orfandad, no se puede crecer. Es una razón suficiente, piensa María Laura, para haberse ido de ahí.
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