URBANIDADES
› Por Marta Dillon
El último escándalo que protagonizó Elisa Carrió tuvo todo el folclore que ella misma ha sabido imprimir a su figura: silencio dramático, cambio abrupto de tema, gravedad súbita en el tono y ese revoleo de ojos que panea sobre la audiencia para comprobar que está generando el efecto buscado. Y entonces, la bravuconada: “Es terrible que se vote la ley para la extracción compulsiva de ADN en la búsqueda de identidad. Esa ley no está dirigida a proteger los derechos humanos, sino que está dirigida —y tiene nombre y apellido— a los hijos de la señora (Ernestina) Herrera de Noble. Quiero denunciar al matrimonio. Esto es fascismo puro. El principio de la integridad y de la autonomía personal están por encima. Es una ley de persecución. Están violando los derechos humanos para una venganza personal”. Hablaba, en el primer día después de una supuesta alta médica, después de un supuesto diagnóstico de estrés —“Estoy espléndida, como verán”, se había jactado—, de la ley que permitiría tomar muestras de ADN para la identificación de quienes fueron apropiados siguiendo un plan sistemático de la última dictadura militar, a través de métodos alternativos a la extracción de sangre. Indiferente a su propia ignorancia sobre esta ley que cumple con disposiciones de la Corte Suprema y que además surge de un acuerdo amistoso entre Abuelas de Plaza de Mayo y el Estado nacional en la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la ahora diputada electa, volvió a montarse en uno de sus caballitos de batalla, esas frases célebres que han forjado su estilo de persona iluminada que graciosamente acude al vulgo a revelar la verdad: habló de otra generación en términos de hijos. Claro que si antes decía que “esta sociedad se come” a los suyos en relación a las víctimas de la dictadura, ahora “los hijos de la señora de Noble son nuestros hijos”. Es que para ella, antes y después, apenas unos años antes y unos años después, no es una cuestión de tiempo sino de giro ideológico. Antes fue, por ejemplo, en 2003 cuando le ofreció a la propia Estela de Carlotto ser parte de su oferta de candidatos. Antes fue cuando usó la frase canibal para referirse a los y las jóvenes que murieron en el incendio de Cromañón. Usó la metáfora, incluso, cuando asesinaron a Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. Pero, claro, “antes” todavía podían advertirse algunas hebras de discurso progresista entre la maraña de palabras que solía soltar. Eran épocas en que denunciaba los acuerdos “espurios” alcanzados en el Congreso para votar “la ley Clarín”, según sus propios dichos, que eximía de quiebra a las empresas culturales. Qué tiempos aquellos. Todavía, además, se podían encontrar en su discurso algunas referencias de cierta perspectiva de género acuñadas, según ella, en la experiencia personal de haber sido una mujer que sufrió violencia doméstica y que pagó con divorcio, desarraigo y separación de sus hijos el precio de haber construido una carrera propia. Nada queda de eso, ni un solo rastro. Su figura parece encarnar, al contrario, todos los estereotipos del género según la más anquilosada mirada masculina: incapaz de sostener alianzas —ya se deshizo de Margarita Stolbizer y ahora parece despegarse de Patricia Bullrich, últimas en una lista infinita de leales compañeras de ruta que quedaron en el olvido—, incapaz de mantener la coherencia; mostrarse “espléndida” para ella parece ser lucir bronceada y con unos kilos menos —aunque es cierto, siempre se los están contando—.
Carrió, la misma que ha sido capaz de dar vuelta todas y cada una de las afirmaciones sobre las que empezó a hacer política, como un gesto de magia propio del “nada por aquí, nada por allá”, ha dado una vuelta macabra a una de esas frases célebres sobre las que hizo cabalgar su discurso. Ahora es ella la que se ha tragado a los hijos de esta sociedad. En su bravuconada quiso deglutir de un mordisco a toda esa generación que seguirá tambaleando desde sus cimientos mientras siga habiendo jóvenes con dudas sobre su identidad, mientras la verdad no se inscriba en la historia, con el nombre y el apellido de cada uno, más allá de lo que cada cual quiera hacer con esa verdad. Puede ser cierto que los hijos de la señora de Noble sean hijos de todos, de todos los que aún buscan a hijos o hijas apropiados, de todos los que sostienen la esperanza y la alimentan cada vez que alguien más recupera su identidad. Pero ellos no merecen —nadie merece— esa historia inabarcable, ellos merecen la propia, la que se construye en esa alquimia vital que combina la herencia con el deseo personal, lo que nos dejaron con lo que cada uno y cada una logra hacer con eso. Cualquier otra suerte, para estos jóvenes y para todos los que comparten historia y generación, estará mucho más cerca del fascismo que Carrió proclama que la verdad más cruda.
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