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La investigadora Lila Caimari analiza puntos clave de la discusión sobre el tema de la seguridad: el reclamo de los vecinos, el despliegue mediático generador del pánico, el rol de la policía y su capacidad represiva, la falta de control del Estado sobre el territorio. Lo hace en su libro La ciudad y el crimen. Delito y vida cotidiana en Buenos Aires, 1880-1940, pero el siglo que separa al período de su investigación del momento actual sirve para advertir cuántos trazos comunes se sostienen a lo largo del tiempo en una preocupación que siempre se manifiesta en puro presente y genera la sensación de que nunca ha sido peor.
› Por Veronica Gago
Vecinos autoconvocados piden más seguridad. ¿Alcanza con conseguir más fondos para modernizar a la policía? Despliegue mediático del crimen y pánico social. La ciudad está estriada por un mapa del delito que la segmenta. Su repertorio de amenazas prolifera pero, sobre todo, desorienta: ¿quién es capaz de entender y anticiparse a los “nuevos delincuentes”? El Estado se revela incapaz de un control efectivo sobre el territorio y tal constatación dispara el miedo. Estos son algunos de los ejes que la historiadora Lila Caimari (Conicet Universidad de San Andrés) analiza en La ciudad y el crimen. Delito y vida cotidiana en Buenos Aires, 1880-1940 (Sudamericana). Su libro, a pesar de referirse a un período histórico del siglo anterior, no puede escapar al contexto de lectura que impone la agenda de estos días. Tampoco lo pretende. Por el contrario, traza líneas que permiten problematizar la sensación de “puro presente” que, según Caimari, condensa esa frase tan escuchada cada vez que el delito ocupa el centro del debate público: “Nunca estuvimos peor”.
–Hay una estructura conceptual que surge cada vez que el delito se instala en el centro del debate público y que lleva siempre a presentar el tema como puro presente: “Nunca estuvimos en este lugar y nunca estuvimos tan bajo como en este lugar”. Lo dicen los editoriales de los medios y las historias concretas que encarnan o ilustran las formas de una supuesta decadencia moral. La emergencia de la preocupación por el crimen está vinculada a la emergencia de la modernidad urbana. Y, por lo tanto, viene de la mano de las visiones conservadoras o nostálgicas de un pasado imaginario, premoderno, en el cual las complejidades de las interacciones sociales de la gran ciudad no estaban. Se añora un lugar donde las relaciones sociales son legibles, comprensibles, y donde no existe la opacidad y la violencia de la sociedad moderna. En general se trata de una crítica antimoderna: la añoranza del barrio o del vigilante de esquina de antaño, del gaucho matrero en oposición al delincuente moderno, o del delincuente que pone en riesgo su cuerpo en oposición al que usa armas y ya no requiere de ningún arte o saber específico.
–Creo que esto apunta a un desfase que hay en la evolución de las prácticas delictivas concretas, que es una historia que también debe ser contada. No se puede hablar de delito sin hablar de representaciones del delito y al mismo tiempo de las prácticas concretas del delito. Creo que son historias que están entrelazadas porque con cada novedad en las prácticas delictivas surgen desafíos de inteligibilidad. Entonces, esta idea de que antes había códigos y ahora no es una idea que también tiene que ver con la dificultad para comprender cuáles son las nuevas reglas de esas prácticas. En ese sentido, la figura del “pibe chorro” es muy emblemática porque supone una idea de desprofesionalización y desjerarquización absoluta, cuando por el contrario los trabajos etnográficos sobre los pibes chorros de Daniel Míguez muestran que hay reglas, que esa práctica sí tiene sus códigos. Sólo que en comparación a la historia del delito organizado del pasado, la acción de los pibes chorros resulta no inteligible.
–Sí, a mí me interesa entrelazar tipologías delictivas e imaginarios urbanos y geografías del miedo. Estoy tratando de reconstruir la imaginación social en relación con los lugares del desorden social, del delito y de la amenaza. Trabajo dos figuras. Una es la del bajo fondo vinculada a la ciudad del boom de la urbanización vertiginosa del 900, una ciudad que es como una especie de Babel con incrustaciones de bolsones que no están territorializados por el Estado. Bolsones que son oscuros en sentido literal y figurado: no tienen luz eléctrica y son lugares intersticiales donde se aloja lo lunfardo, que es temido a la vez que produce fascinación en periodistas y criminólogos.
–La aparición del conurbano se da cuando la asociación entre temor al delito y desorden es expulsada fuera de la ciudad. De modo que el conurbano se convierte en una figura de la ilegalidad que amenaza a la ciudad supuestamente ordenada o por lo menos controlada por la policía. El conurbano, como idea de amenaza tan naturalizada en la imaginación porteña, surge entre los ’20 y los ’30, y está vinculada a cambios económicos, tecnológicos y sociales concretos. En ese sentido es importante ver cómo ciertas prácticas delictivas son transformadas por el acceso a nuevos elementos de consumo como las armas de repetición y los automóviles, a su vez parte de la dinámica del capitalismo de circulación trasnacional de esas tecnologías. Esto hace posible un nuevo tipo de crimen, más organizado, con otro tiempo, mucho más móvil, que dura pocos minutos, más espectacular, y que es diurno por oposición al crimen nocturno del bajo fondo. Esta nueva forma del crimen se presta muy bien a los nuevos lenguajes de espectacularización.
–Estos crímenes no son estadísticamente muy numerosos. Pero lo que importa es el régimen de visibilidad de los crímenes de cada momento. Y acá hay un salto claramente: estos nuevos crímenes funcionan muy bien en los medios gráficos, sobre todo en la prensa sensacionalista. Hablo de un momento pretelevisivo que usa una artillería de recursos gráficos en papel como la crónica, la historieta, la fotografía y el fotomontaje.
–No, un gran crimen alcanza para llenar espacio periodístico por semanas. Esto no quiere decir que sea pura invención de los medios. Insisto: lo que hay que ver es de qué delitos se habla en cada momento y relacionar esto a las economías de los medios de comunicación comercial.
–Absolutamente. Sobre todo porque el crimen es una experiencia que circula siempre mediada. Estadísticamente, siempre nos llega a través de alguien, muy pocas veces se trata de una experimentación de primera mano. En este sentido, la figura de los mediadores es clave en la selección de crímenes. Es muy interesante, como práctica y como historia, la emergencia del secuestro extorsivo por ejemplo porque cambia la imaginación sobre el crimen. Ya que, fundamentalmente, cambia la amenaza: pasa a ser la amenaza del otro, una amenaza de tipo hobbesiana que difunde el miedo. Al mismo tiempo, el secuestro moviliza todo el imaginario familiar y familiarista. ¿Quiénes son los protagonistas de un secuestro? No es tanto el secuestrado como sus parientes. Además, está la potencia del lazo empático que el secuestro genera: es mucho más fuerte que otras prácticas delictivas que no son tan noticiables. Y en este sentido debemos volver sobre los medios de comunicación: ¿qué tramo del crimen es el que se selecciona para relatar? Esto tiene que ver también con qué tramos son traducibles al lenguaje periodístico, porque hay crímenes que francamente no funcionan: por ejemplo, los crímenes de cuello blanco no arman relato y los periodistas tienen que entregar una nota. Hay una materia prima que provee el crimen que a veces funciona y a veces no: sólo lo hacen ciertos crímenes, en ciertos momentos y en ciertos contextos interpretativos.
–Esto justamente es lo que produce muchísima ansiedad. Porque cuando irrumpe una nueva forma de delito genera una ansiedad que es la de no conocer aun las reglas de su funcionamiento. Ahí es donde se dice: “No hay códigos”. Esto sucede hasta que se acomoda la decodificación de tal práctica. Cuidado que puede pasar que no se acomode nunca, que no se naturalice tal tipo de prácticas. Los secuestros extorsivos, cuando surgen en los ’30, son importantes porque suponen un salto operativo y una selección de víctimas: se trata de familias de clase acomodada, en un contexto de polarización ideológica y de crisis del liberalismo, y en un clima nacionalista antimigratorio. Son contextos de lectura que marcan todo. Del mismo modo que el contexto actual marca una forma de lectura de mi propio libro, que es difícil que escape a las reglas de lectura de su tiempo. Pero efectivamente el secuestro desestabiliza la idea de lugares de peligro delimitados. Es una ruptura que se vincula a la nueva movilidad en las ciudades y a sus afueras.
–El crimen, por un lado, rompe lazos sociales porque genera miedo y, por otro, genera lazos punitivos, incluso puede generar movimiento social de pedido de castigo. A mí por eso me interesa la historia de ese periodismo que relata el crimen porque es la historia de qué se relata y cómo se relata. Después hay toda una historia, que es como de trastienda, que es la relación entre el periodismo y la policía. Esta es otra dimensión a tener en cuenta porque es una de las condiciones de posibilidad del relato y de la información. El periodismo, por un lado, tiene una relación siempre crítica con la policía y, por otro, la necesita como proveedora de datos.
–El crimen pone en crisis la ilusión de que el Estado controla el territorio. Eso es lo que en un principio termina conduciendo a la creación de la Policía Federal. Otro mito, que se repite en los momentos de crisis, es que la policía de antes no era corrupta: lo era de distintas maneras, pero claramente no hay un pasado de pureza. El problema que se detecta entonces es una suerte de enjambre jurisdiccional por el cual una policía no puede atrapar a estos delincuentes más móviles, que pasan de una jurisdicción a otra, y que terminan produciendo una cantidad de internas y reyertas entre las diversas policías. Esto obliga a un cambio tecnológico de la propia institución: la adopción de patrulleros por ejemplo debe entenderse como la adopción de formas móviles de vigilancia del territorio. Lo mismo vemos hoy respecto a las cámaras de seguridad. Son formas que procuran suturar la ruptura de una ilusión de control de la ciudad por parte de la policía. Insisto: lo que la policía puede producir es la ilusión de control. Pero lo que las nuevas formas del delito ponen en evidencia es su endeblez. De allí proviene la exasperación de la protesta social por la seguridad: “¡¿Cómo no controlan!?”. Sin embargo, el control de estos crímenes sólo puede ser reactivo. Esto quiere decir que lo que la policía hace es perseguir muy imperfectamente a los tipos que ya se recontra escaparon y eso hace visibles todas sus fisuras. Se puede reprimir, claro, pero reprimir no es controlar.
–La exasperación del griterío vernáculo es un pedido casi infantil hacia el Estado. Digo infantil porque el Estado mismo se construye sobre la ilusión de que controla el territorio. Cuando se hace evidente a ojos de todos que esto no es así surge esta exasperación, especialmente en momentos como los actuales donde estamos ante una crisis de credibilidad de ese poder estatal. Y esto es así en todas las ciudades del mundo, no sólo en Buenos Aires. Ojo, yo no digo que la policía no puede hacer nada en este momento. Tampoco digo que lo que ocurre ahora es trivial porque ya antes ocurría. Creo que el momento actual es especialmente complicado porque se da en una sociedad fracturada. Algunos de los crímenes que yo estudio en los ’20 o en los ’30 son crímenes vinculados a la fantasía del ascenso social, de una sociedad que tiene un imaginario de salto al progreso. Ahora, en cambio, los delitos se inscriben en una sociedad donde no hay perspectiva de futuro. Esta es una diferencia brutal.
–Esto lo discutimos mucho entre colegas. El pánico al crimen en la Buenos Aires actual es infinitamente mayor que en ciudades de Brasil y allí las tasas de crimen son mucho más altas. Lo mismo podríamos decir de Bogotá o México. Esa comparación por un lado ayuda a poner en perspectiva el griterío local. Aunque también es cierto que estamos comparando con las ciudades más violentas del mundo. Pero sobre todo lo que nos permite ver es que la relación cultural con la violencia es totalmente diferente en un lado y otro. Por eso es interesante comparar a Buenos Aires consigo misma y construir un repertorio de las figuras y las amenazas delictivas que se han sucedido para ver cómo van cambiando y para desarrollar una reflexión sobre el presente. Me refiero a ir más allá de esta emoción de puro presente de la que hablábamos al principio.
Vos marcás que la criminalización del anarquismo se promueve trazando su analogía con el delincuente común. Es un movimiento que pretende al mismo tiempo homogeneizar planos distintos a favor del orden social. También se pueden ver hoy formas de superposición de elementos heterogéneos que quedan impensadas bajo el pánico general: la criminalización de ciertos movimientos sociales o la indiferencia frente a la represión policial a los jóvenes en los recitales no problematiza el pedido de seguridad más difundido por los medios...
–Se crean Constructos con elementos diferentes, a veces totalmente incompatibles entre sí y que es necesario distinguir. A mí me interesa cómo se construyen las categorías que definen la “peligrosidad” y que permiten, por ejemplo, ubicar al anarquista con el delincuente común en tanto amenazas al orden social. ¿Qué hay en esa etiqueta de peligroso que moviliza todo un andamiaje criminológico y conceptual y permite que se expanda a otras áreas como el disidente político o a cualquier forma de alteridad? Son formas de trazar y diferenciar un adentro y un afuera. En cada momento tenemos que ver qué clase de galerías de amenazas construye una sociedad y las modificaciones que se van produciendo de ese archivo social. Hay argumentos estructurales, en general conservadores o reaccionarios: contra los migrantes, contra los cambios en las sexualidades, etc. Este es un tema que ha sido siempre de la derecha, aquí y en todo el mundo. Pero me parece que no tenemos que quedarnos con que es un argumento de derecha. Si desde el progresismo no se genera un espacio de reflexión que sea algo más que la negación del tema, seguiremos estando en graves problemas. Es necesaria una discusión compleja que sea más que un intercambio de insultos. A la vez, hay que tener en cuenta que es muy difícil que estos discursos compitan con la inmediatez dramática de la próxima víctima y con su legitimidad moral. Entonces, tiene que haber una decisión política para que esta discusión tenga lugar.
–Y sí, porque hay algo propio de la lógica comercial, casi constitutivo, que tiende a ir en esa dirección.
–No es estructural pero tampoco es nueva. La idea del “menor” por oposición al niño escolarizado, insertado en una familia, surge a comienzos de siglo. Es el niño no controlado por el Estado ni por la familia, el niño que tiene que ser institucionalizado, como parte del avance del Estado sobre la sociedad. Allí se crea la figura estigmantizante del menor como niño peligroso. Está sustentada en la idea de que ellos son los futuros delincuentes.
–Existió desde un principio, incluso hay interpelaciones en forma de proyectos a su participación armada. Son siempre momentos en que la policía se siente desbordada por amenazas delictivas o políticas. Sin embargo, queda mucho por investigar al respecto. Porque hay un problema de archivos, que están custodiados por la policía. Hasta que no se den a disponibilidad de los investigadores y se sepa exactamente lo que hay (porque sólo sabemos lo que nos permiten ver), hay muchos capítulos de esta historia que no podremos escribir.
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