Viernes, 27 de noviembre de 2009 | Hoy
RESCATES
En un acto de justicia poética, si la hay, la editorial Adriana Hidalgo acaba de editar la obra completa de Amelia Biagioni. La edición incluye sus primeros poemas y textos nunca publicados hasta la fecha, un universo privado y literario que permite observar mientras se lee cómo es posible transmutarse en nadie, interpelar a la sintaxis y negarse por completo a toda sabiduría o explicación.
Por Marisa Avigliano
Una buena noticia: acaba de editarse la obra completa de Amelia Biagioni. Otra, la foto suya que aparece en la tapa del libro (la sacó Susana Thénon) es preciosa.
La maestra santafesina, la profesora de lengua y literatura de Gálvez, ciudad en la que nació en 1916, empezó a publicar sus primeros poemas cuando ya había pasado los treinta años y lo hizo ocultándose detrás de un seudónimo, Ana María del Pinar. Fue con ese nombre con el que publicó por primera vez. Fue en El Hogar, el 8 de agosto de 1947, y el poema se llama “Color de mayo en Gálvez”.
Poesía completa, editada por Adriana Hidalgo, bajo el cuidado de Valeria Melchiorre, reúne aquellos poemas que no fueron recogidos en libros, la mayor parte de los cuales corresponden al comienzo de su obra, los que sí fueron publicados: Sonata de soledad (1954), La llave (1957) El humo (1967), Las cacerías (1976), Estaciones de Van Gogh (1984), Región de fugas (1995) y “Episodios de un viaje venidero”, el poema póstumo que apareció en La Nación el 3 de diciembre de 2000, Biagioni había muerto unos días antes, el 19 de noviembre, un domingo, como ya lo había profetizado en “La desarraigada”, uno de los poemas de su libro La llave, “Aquí no hay reloj que marque/calma, ni para sufrir./Sólo el domingo a la tarde/puedo morir.”
En el recuerdo hay muchas Amelias, la que aparece posando para la foto en casa de Antonio Requeni rodeada de poetas y amigos –María Elena Walsh, Oscar Hermes Villordo, Jorge Calvetti y Alfredo Veiravé entre otros–, la que se preocupaba porque el ruido del ascensor molestaba el descanso de Augusto Roa Bastos en el Hotel Bauen a comienzos de los años noventa, cuando el escritor paraguayo venía a Buenos Aires a presentar sus libros, la que elegía sábanas celestes para regalarle al hijo recién nacido de un escritor amado al que le atribuía el haberla ayudado a encontrar el título de uno de sus libros: Región de fugas, la que compraba ravioles de espinaca a los que llamaba Popeyes siempre en la misma casa de pastas de la calle Corrientes, la que usaba anteojos negros y llegaba del brazo de su amiga María Victoria Suárez a ver a Olga Orozco, la que cuidaba con devota cotidianidad los geranios amarillos que le había regalado Borges y también aquella otra Amelia, quien ya muerta recibía flores blancas de parte de un antiguo admirador, un galán incondicional de pelo canoso que siempre iba con un ramo gigante a escuchar a Fernando Noy cuando la recitaba.
Sea cual fuese el recuerdo, Amelia, con su pelo lacio lacísimo, suave, fino, primoroso y de color irreal, se mantenía atenta y acompañaba siempre desde el rincón menos visible. Una delicia íntima la entretenía.
Dueña de un humor extravagante y también pueblerino, “A marido regalado/ no se le mira el príncipe”, le gustaba decir que Alejandra (Pizarnik) era la dolorosa, Olga (Orozco) la hechicera y ella la cósmica.
“No importa si la pálida mujer /que en su torre escribe /amontona palabras tibias./Cuando duerme/de un rojo salto/la arrebato y enciendo/la llevo a su selva/le infundo mi dinastía/y la obligo a reinar,
a avanzar segura y espléndida/a apresar bravamente/las palabras amantes o guerreras/y a desdeñar las otras.” Como decía Pizarnik, su poesía es el lugar “donde otros solitarios se reúnen, se reconocen ( en tanto afuera llueve y es invierno.”
Le gustaba volver sobre lo escrito, corregía y volvía a corregir sus poemas ya editados “una palabra corrige al mundo, una coma de más molesta al cielo” pero por sobre todas las cosas le gustaba, amparada en su bucólica timidez, trasmutarse en nadie.
Indudable en el soneto y en general en las formas tradicionales, Amelia Biagioni desplegó durante algún tiempo un cortés subjetivismo nostálgico, pero después, presurosa, lúcida y afinadísima en “la música vidente”, se lanzó definitiva hacia una indagación metafísica y se adueñó de una sintaxis vertiginosa, insinuante y quebrada.
“Y a extremas veces/mientras sobrecavándome/descubro al fondo mi/fulgor inmóvil ojo/de cerradura inmemorial, /soy avellave en el cenit/ejerciendo/mi remolino.”
La obra de Biagioni se gesta en “un lugar de desajuste”, con una lucidez que desdeña cualquier elemental aclaración, la obra de Biagioni sumida en el mundo que la rodeaba, no necesita explicaciones literales. “Señor del fiat/ sálveme/ soy culpable pero inocente. /Me persiguen fusiles/ porque amé demasiado por un lado/ y nada por el otro. Lléveme a una embajada /por el mayor favor. /¿De qué color? /Una embajada blanca. /No le gusta una negra?”
Como escribió Nicolás Rosa, “si la poesía es un no-saber, y yo creo que lo sea en contra de una venerable tradición que la vincula al conocimiento o a la sabiduría, es un no-saber en acto, en acto que fracasa. Es ese no sé qué decir, o ese no quiero saber nada de eso que yugula el nudo de las significaciones y deriva en los restos de un naufragio del sentido.” Es precisamente ese naufragio el botín más preciado en su poética y el ritual que, con decoro silencioso e insolencia por lo establecido, Biagioni ofrendaba cada día, “Señor, mi tiempo da lobos y hombres/que no comprenden las estrellas. (...) Este es el negro valle de la guerra. / Sólo de muertos es su crónica. / De sus violentos huesos no me arranques. Tus jueces siguen en la tierra. / Abro un lienzo de estrellas. Soy Verónica /sobre las huellas de los tanques.”
Mucho se ha escrito (no lo suficiente) sobre el itinerario que Biagioni inicia desde lo privado para entregarse a lo sideral, ideal recordar entonces a Enrique Pezzoni, su editor de Las cacerías, un libro extraordinario, una obra maestra: “su ritual celebra el encuentro del fragmento con el todo, de la cercanía con la distancia; son las nupcias de lo irreconciliable consigo mismo. Los versos oscilan así, entre el himno y la fórmula mágica que ilumina sin cesar la creación, mostrándola inclusive en sus aspectos más feroces: a través de la muerte, todo está en marcha hacia sí mismo.”
Ahora, estas palabras completas, la dicha de este libro entre las manos, recitan en voz alta enumeraciones caóticas que encuentran un lugar en el listado de la identidad total, gracia poética que dialoga con Arlt y Macedonio maravillados de escucharse, con Bach, Villa Lobos y los pasos de los diversos que comparten aura sólo para que delire Alonso el Bueno y para que Van Gogh sea dueño de su espalda. Soberana del monólogo múltiple, Biagioni atraviesa lo oscuro “perdiendo oscuridad y siglos.”
En los soles culebras grullas sollos
no me aguarda lo negro:
la muerte no es la muerte
es un salto cromático
en la infinita metamorfosis.
La noche es sí la noche
ese pozo que pasa deletreándose
para que yo degluta
la oculta historia de la luz.
Cuando me lame con sus ojos y cabellera
me despilfarro
me ubicuo
profetizo
y traduzco los humanos poemas
todavía no escritos.
Y hay un río en la luna desde donde
aparezco y desaparezco
en todas las orillas de la tierra
capaces de croar.
Las palabras de sus poemas cubren todos los cielos, “Tengo una herida siempre verde/que reconoce el filo/del nombre oculto en la neblina”,
leer a Amelia Biagioni augura diccionarios perfectos donde la definición no tiene género ni uso, ahí dentro no hay límites, el tiempo lo marca el reloj de la espera angustiosa, arruinada por la esperanza y la voluntad, pero de golpe, esa misma espera que era todo caos, se vuelve fastuosa, planetaria, cósmica y entonces, a nadie se le pude ocurrir que esperar no sea un privilegio, un don. Las palabras de sus poemas son talismanes que brillan y estallan, como un ópalo.
Justicia poética que un libro de Amelia Biagioni llegue a la mesa de novedades de las librerías para quedarse después, sublime Amelia, muy cerca de dónde estemos.
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