CRóNICAS
› Por Juana Menna
“Ay, cómo me duelen las ballenitas”, dice Susana mientras se frota la blusa, al costado de ese par de senos gigantes, maternalísimos, que tiemblan en el borde del escritorio, donde casi no hay lugar para nada más, en medio de biromes, formularios, un té que se enfría y una medialuna con mordisco. Le pregunto por qué usa corpiño con ballenitas si le molestan. “Pero no, nena —responde—, las ballenitas no son del corpiño.” Y se levanta la blusa del todo, mostrando un corset ortopédico. “Es que tengo un pinzamiento entre la cuarta y la quinta vértebra”, explica. Hace un calor de locos en ese Centro de Gestión de Villa del Parque. Es noviembre. Susana deberá usar el corset hasta febrero. “Tengo tiempo para rascarme”, se ríe. Y continúa llenando un formulario con caligrafía cuidada.
El CGP es pequeño. En la puerta, varios carteles escritos con fibrón insisten: “Se atiende sólo con turno”. La cola de espera llega a la puerta. Ahí se hacen trámites vinculados a DNI. Así que podés retirar el documento de tu hijo, pedir una copia nueva si tu original está perdido o, como es mi caso, estampar un cambio de domicilio. Yo nací en un pueblo del sur de Santa Fe y luego me mudé a Rosario. Eso consta en el DNI que llevo. Nada dice del por qué de esos tránsitos pero yo sí sé.
En uno de los cuatro escritorios laterales atiende Susana, pelo colorado, el rímel que le endurece las pestañas como las de una muñeca, la lengua quitando migajas de los dientes en su boca cerrada que por momentos se abre y libera una voz finita, quebrada cada tanto por una tos que, dice, es de los nervios, de atender gente todo el día.
“Tengo 46 años y me falta mucho para jubilarme”, sigue cuando le pregunto si puede pedir una licencia por su problema de salud. No responde mi pregunta pero se despacha con lo siguiente: cuando una persona necesita un trámite vinculado al DNI, tiene que llamar al 147. Ahí te otorgan un turno, al que aluden los carteles de la puerta. El problema es que las operadoras del 147 acomodan esos turnos cada diez minutos. Antes, cada turno eran quince minutos. Los cinco minutos de diferencia, asegura Susana, son preciosos “porque nunca se puede atender a alguien a los apurones y, al fin, la gente se acumula”.
Un hombre del costado la mira y asiente. El es un señor mayor que arrastra un bastón y que le muestra a otra empleada unas fotos para su documento, cuyo formato no es de cuatro centímetros por cuatro, como pide el formulario. La empleada traza el cuadradito en el aire para explicarle por qué las fotos que trajo no sirven. El hombre la mira sin entender.
Más allá una mujer dice que ella no tiene impuestos ni contrato de alquiler a su nombre para corroborar que se mudó donde dice que se mudó. Y en el escritorio del fondo, una chica con una beba colgada de su seno (un seno magro, no como el de Susana, una chica triste) balbucea que ella no puede firmar porque no sabe escribir. Está claro que, por más que se trate de trámites estandarizados, cada quien tiene sus propios problemas. O sea, los diez minutos asignados no sirven. Así es como la gente se amontona.
Susana me entrega el documento doce, se certifica que ahora soy ciudadana de Buenos Aires. Ella no sabe cómo ni por qué estoy aquí. No hay razones para que lo sepa. Todo lo que le importa es el escozor de sus ballenitas y el té ya frío que apura de a sorbos. Yo le agradezco. Es que la risa que escapa de su escote es toda la bienvenida que necesito, su bendición materna, pagana. Su modo de echarme a los brazos de esta ciudad indómita de la que ahora, al menos en los papeles, soy parte.
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