MODA
Minifaldas, el regreso
Las mujeres argentinas nunca dejaron de usarlas, pero en Nueva York las últimas colecciones imponen subir el ruedo de las polleras. Para algunos es algo más que un regreso de las minifaldas a la pasarela, es un homenaje a Mary Quant, gestora de una moda democrática que deseaban por igual las oficinistas y las hijas de la nobleza.
› Por Victoria Lescano
Durante la semana de la moda de Nueva York, marcada por el clima de preguerra, los diseñadores americanos dictaron el regreso de las minifaldas. Marc Jacobs las rescató en versiones breves de jersey de lana y con explosivas combinaciones de azul eléctrico con naranja –los maquillajes y las puestas de su presentación en Bryant Park citaron las célebres producciones de moda de David Bailey–. Donna Karan tramó faldas cortas de paño gris remixadas con abrigos de silueta espacial. Charles Nolan, diseñador de Anne Klein, las plisó y las combinó con poleras y Catherine Malandrino atiborró un teatro con microfaldas de gamuza.
Además de bautizar el estilo como “era de la ansiedad”, los críticos lo asociaron con un revival de la rebeldía femenina de Mary Quant. La diseñadora inglesa que desde una minúscula tienda llamada Bazaar tramó la revolución de los guardarropas femeninos de los sesenta que desde Londres se extendió por todo occidente, a los 32 años fue condecorada con la Orden del Imperio Británico y su obra fue comparada por Ernestine Carter, editora del periódico Sunday Times, “con los aportes a la moda de Christian Dior y Coco Chanel de otras décadas”.
La construcción del estilo Quant tuvo por un lado la influencia de un novio aristócrata y extravagante llamado Alexander Plunket Greene, cuyos ancestros sirvieron de inspiración a los personajes de sangre azul de Evelyn Waugh –el joven pasó la adolescencia solo en una mansión de Chelsea alimentándose con dieta de enlatados e improvisando looks cuasi drags con la colección de camisas y vestidos de su madre– y también los años de formación en el Goldsmith College of Art.
Bazaar abrió a fines de los cincuenta en un ínfimo local de Kings Road también comunicado con un restaurante con manjares y bandas de jazz en vivo bautizado Alexander, en el que el joven Plunkett invirtió numerosas libras de la fortuna familiar y también recurrió a la financiación del abogado Archie McNair, dueño de uno de los cafés favoritos de la bohemia londinense.
Al principio Mary buscó ropa y accesorios de otros asistentes a su escuela de arte y también los sombreros atiborrados de tules de Flora Russel, una tía de Alexander que escandalizó a Londres por sus pinturas de desnudos masculinos. Pero ante la demanda de las clientas se decidió a tomar clases intensivas de costura y comprar telas en Harrods para dar forma a sus primeros diseños: pantalones cortos y remera con lunares concebidos como pijamas de entrecasa. La impronta de sus creaciones fue menos severa que la ortodoxia de la alta costura del momento y más freakie que las propuesta del mercado masivo.
“La moda no contemplaba al público joven, las mujeres pasaban del uniforme escolar a los trajes de noche y yo quise rescatar un espíritu más fresco. A diferencia de los estilos decorativos de los años 40 y 50, quise desafiar el concepto de que crecer supone renunciar a nuevas experiencias para, por el contrario, jugar con nuevos looks. En verdad fue tan simple como trasladar los vestidos cortos de mi guardarropas y el peinado bob que me había hecho Vidal Sassoon a una producción industrial”, revela la diseñadora en Quant by Quant, su autobiografía. Pronto Bazaar devino en una tienda favorita para las trasnoches, era frecuente que los asistentes al restaurante del subsuelo a la medianoche subieran a probarse vestidos o que ellos sorprendieran con manjares al grupo de artistas y modelos que se reunían para pasar horas experimentado nuevos looks.
La puesta de las vidrieras fue casi tan escandalosa como los largos de las faldas y en ellas participaron desde John Bates –director de arte de la serie “Los Vengadores”– al joven Andrew Oldham, mucho antes de trabajar como periodista de la revista Time y luego devenir en manager de los Rolling Stones.
Dice Quant sobre esas producciones: “Se hacían especialmente los días sábado por la noche y no estaban destinadas simplemente a vender mis últimos diseños, en ocasiones disponíamos fotos, pájaros, peces, botellas vacías con el letrero ‘nos fuimos de picnic’. Recuerdo maniquíes de trapo adornados con remeras deportivas e instrumentos musicales y una escena de pesca con una langosta verdadera adornada con cadenas de oro. Fue una de mis favoritas pero el crustáceo empezó a despedir olor y nos dimos cuenta de que toda la ropa podía perjudicarse. En ocasiones fueron los clientes quienes empezaron a hacer sugerencias para las vidrieras y en la intención de shockear y enterarnos de los comentarios fue tal que inventamos un sistema de micrófonos escondidos”.
El anecdotario del restaurante contiguo –cerró a mediados de los sesenta cuando la firma de ropa acrecentó su producción– incluye la visita de incógnito del príncipe Rainiero y Grace Kelly, quienes simplemente comieron spaghetti, mientras sus guardaespaldas se dieron atracones de crêpes con salsas exóticas y los vinos más caros. O una fiesta de Año Nuevo en que uno de los presentes, un trabajador del vasto Palacio de Buckingham, lució un vestido de seda y una tiara que pertenecían a la reina.
Además, una escena en que la actriz Kay Kendall, acompañada de seis perros pequineses, decidió probarse una docena de minivestidos en medio del restaurante porque los probadores de Bazaar estaban atiborrados de clientas.
El desenfado de Quant se extendió también a los desfiles: en una participación junto a autores del establishment de la moda como Victor Stiebel, Mattli o John Cavanagh en un hotel de St. Moritz y ante las pasadas de sedas y visones de esos autores, Mary sorprendió con simples vestidos cortos de franela, una banda de jazz en vivo y medias can can de colores como detalle de estilismo. Luego, en 1963, durante la inauguración de la segunda tienda Bazaar –la ambientó el experto del minimal Terence Conran y estuvo ubicada en la elegante zona Knightsbridge– nueve modelos mostraron 40 trajes en quince minutos, combinando las variaciones de minifaldas con botas cowboy, revólveres y libros de Karl Marx bajo el brazo a modo de accesorios.
Además de las competencias por subir los ruedos y ese regodeo de modernidad, las colecciones by Quant simbolizaron la democratización de la moda; no sólo provocaron que las hijas de la nobleza y las oficinistas hicieran cola por los mismos vestidos, la nueva coquetería celebró que decenas de mujeres irrumpieran con el mismo modelo de vestido en una fiesta.
Esos cambios en el consumo llegaron a oídos de Paul Young, un hombre de negocios americano que asesoraba a James Cash Penney, fundador de la cadena de tiendas J.C Penney y les ofreció un contrato millonario para diseñar nuevos uniformes para la juventud a precios muy accesibles.
En 1961, cuando el emprendimiento de Quant ya tenía como logo una margarita en blanco y negro y la denominación social Ginger Group, la pareja asistió al debut de su línea masiva en una cena en Washingtonen la que no circuló ni una gota de alcohol y donde el mismísimo James C. por entonces de 80 años y con atuendo de cowboy, que de no ser por un sombrero stetson con terminaciones de plástico hubiera pasado por algún personaje de un western primitivo, dio un disparatado discurso sobre las nuevas vestimentas para jóvenes.
El salto de las pequeñas producciones con retazos de Harrods y cero proyección comercial del comienzo al mercado masivo tuvo otro segundo golpe de suerte con el surgimiento de nuevos inversores norteamericanos. La oferta fue deslizada por los fabricantes agrupados bajo el contradictorio nombre Puritan Fashion y consistía en una línea Quant para abastecer de minifaldas a las tiendas americanas más selectas.
Pronto, además de diseñar varias colecciones en simultáneo, los equipos de marketing les impusieron el desarrollo de un modelo de desfile que simbolizara el Swinging London para pasear aún por los pueblos más ignotos. Incluyó apenas media docena de sus modelos favoritas y una banda beat llamada The Skunks.
“Hubo un momento en que creímos ser confundidos con los Beatles, a la salida de cada presentación nos rodeaban jóvenes con cajas de golosinas de regalo, poemas, canastos con frutas que cultivaban en sus jardines, también chicas con vestidos confeccionados según los moldes de mi ropa que empezaron a publicar las revistas para jóvenes y me pedían que se los firmara en la espalda. Como complemento de los desfiles se pasaba un corto de diez minutos llamado Youthquake que se filmó en las locaciones más tradicionales de Londres con mis modelos y los de las diseñadoras Sally Tuffin and Marion Foale”, agrega Quant.
Mientras que las publicaciones Life y Seventeen sentaron las bases del estilo inglés en cuanta producción de moda hubiera en sus páginas, el New York Herald Tribune se sumó a la campaña de difusión de las chicas de Chelsea cuando el columnista político John Crosby proclamó: “La chicas que transitan Londres con sus botas a la rodilla tienen mucho que enseñar a nuestras jóvenes, algo tan simple como que ser una chica es una ocupación más interesante que aspirar a dama senadora o esposa de un presidente”.