Viernes, 18 de junio de 2010 | Hoy
En la clase media, sólo el 3 por ciento de los varones no se ocupa de ninguna tarea relacionada con la paternidad. En cambio, 1/4 de ellos no se involucran en ningún trabajo doméstico. En la semana del Día del Padre, es un dato que los hombres aceptaron, decidieron o desearon involucrarse en la crianza pero no en tareas relacionadas con lo doméstico. La socióloga Catalina Wainerman habla sobre la desigualdad más invisible, la que se esconde detrás del polvo y la ropa sucia.
Por Luciana Peker
Habla bajo, pero es una mujer fuerte. Es una de las académicas con más trayectoria y reconocimiento de la Argentina. Le cuesta contar su vida doméstica con sabor a hogar y sin grandilocuencias. Pero cuenta. Ella tiene 76 años y una actual pareja que conocía desde los 15, y con la que pudo reencontrarse. Pide que no lo pongamos. Le pido que sí. Que humaniza las cifras sobre el reparto de las tareas domésticas. Accede sin entender para qué sirve contar algo que no se encuentre en sus libros. No sé si le digo, pero lo sé y se siente como un eco que retumba: a veces la injusticia de las diferencias deja en un camino de resignación o rencor a las mujeres con los varones (y viceversa), y su investigación demuestra inequidades que tajean la vida cotidiana o la vuelven un maratón. Por eso, su propia vida también da cátedra. Catalina Wainerman es la socióloga que se ha dedicado a estudiar quién lava los platos y quién paga los platos rotos.
Y su intimidad la muestra pudiendo ver los logros y las deudas, pero también acordando y disfrutando de los encuentros, como su gusto por el arte, que deja ver en la conversación con la fotógrafa. “¿Para qué te va a servir?”, pregunta ella. Y yo siento en esa pista –su propia vida– una pista sobre qué hacer con el mapa de las desigualdades íntimas. Ni aceptarlas. Ni huir de la cotidianidad compartida. Buscar. Es una enseñanza fuera de los manuales de Catalina Wainerman, la compiladora de Familia, trabajo y género (un mundo de nuevas relaciones) y autora de La vida cotidiana en las nuevas familias: ¿Una revolución estancada? Y directora del Doctorado en Educación de la Escuela de Educación de la Universidad de San Andrés.
–No me identifico como feminista, sino como una persona que ha trabajado desde la década del setenta, desde la investigación y desde una perspectiva de género de la cual todavía no se hablaba en Argentina en esa época, sobre el mundo laboral de las mujeres siempre mirado con relación al mundo laboral de los varones.
–El feminismo es una política y una filosofía. Pero lo que a mí me interesa y preocupa son los derechos humanos y la igualdad de oportunidades, en este caso, de varones y mujeres. Además, lo he vivido y lo vivo. Las mujeres de hoy tienen acumuladas una cantidad de batallas ganadas.
–Yo, en 1964, me fui a estudiar con quien era mi marido, que, en realidad, no era mi marido, porque nunca nos casamos –ni jamás pasé por el Registro Civil porque el señor era separado–, o sea, ya hice la transgresión de unirme con un hombre separado. No era lo más fácil estar con alguien separado, pero mis padres (Adela, ama de casa, y Pascual, dueño de una imprenta) lo aceptaron porque era inteligente y capaz. Y después de hacer la licenciatura en Sociología, en el ’64, nos fuimos a estudiar a Estados Unidos hasta 1967.
–Si yo iba al lavadero, lavaba la ropa. En cambio, si iba él pagaba para que la lavasen. Pero no sólo era la lavada de la ropa, sino la limpieza de la casa. Los dos teníamos iguales becas externas del Conicet (para hacer la maestría y el doctorado) en la Universidad de Cornelle, en el Estado de Nueva York, en un lugar hermoso, con cascadas, donde nos quedamos tres años. Los dos teníamos las mismas obligaciones en los estudios, las mismas responsabilidades en los informes del Conicet y la misma beca en términos de dinero. El grado de exigencia era altísimo. A la vez, la casa se limpiaba una sola vez por semana. En Argentina es mucho más exigente la limpieza que en Estados Unidos. Pero esa única vez por semana la que limpiaba era Catalina. Igualmente, sí se cocinaba todos los días y yo hacía la comida todos los días a la noche (y se comía lo mismo al mediodía). Mientras yo estaba revolviendo la cacerola, él estaba leyendo en un sillón el artículo para el día siguiente. Entonces, yo con una mano cocinaba y con la otra mano tenía el artículo que también tenía que leer para el otro día.
–Yo tenía las pautas de una madre para la que la limpieza eran los pisos, el bronce y todo, pero eso era muy común en la clase media porteña. Yo no enceraba ni hacía nada por el estilo en nuestra casa de Estados Unidos, pero lo poco que se hacía lo hacía yo y César no. Y los dos teníamos las mismas obligaciones.
–Yo me doy cuenta de la desigualdad. Pero fui criada en valores que no correspondían a que una mujer estudiara, obtuviera una beca y se fuera a Estados Unidos a hacer un doctorado. En mi infancia, recuerdo a mi madre avizorando desde el balcón cuando estacionaba el auto mi padre al mediodía –porque, en ese momento, se volvía a comer a la casa– para, rápidamente, prender el horno, la plancha o lo que fuere y que la comida estuviera en la mesa en el momento en que él se sacaba el saco. Después de años de ver eso, aunque yo lo criticaba, se te mete en las tripas. Además, mi ex pareja –que era primo del Premio Nobel Cesar Milstein– vivía en una pensión, entonces no tenía una mamá que le enseñase a ordenar su placard, poner la mesa o lavarse las medias. Y entonces él no tenía idea de nada. Un año y medio después de vivir en Estados Unidos nos vienen a visitar mis padres. Yo me voy a buscarlos a Nueva York por cinco días. Mi preocupación era qué hacía él con la casa. Por primera vez, enceré los pisos para que a mi madre no le diera un ataque (risas). Pero ahí sí limpié más de dos horas y dejé todo impecable. Y le recontra recomendé a mi pareja que cuidara la casa. El pidió ayuda a unos amigos. Y cuando vuelvo con mis padres, abro la puerta y está todo en orden. Cenamos y los dejamos en un hotel. Cuando volvemos y veo la cama –que tenía el cubrecamas extendido– me doy cuenta de que no había nada debajo porque no sabía hacer una cama. ¡Mirá que hay que empeñarse! ¡Tenés que poner esfuerzo en no aprender a hacer una cama!
–Creo que ha habido cambios. Hay una mayor participación y conciencia, sobre todo en los sectores medios más educados, sobre los derechos de ambos, fundamentalmente porque ha habido un aumento sustancial de hogares de dos proveedores, respecto del modelo de hogar tradicional de un solo proveedor varón. Hay más conciencia de los derechos de las mujeres en ciertos grupos, aunque son minoritarios. En todo el mundo, además, se diferencia la esfera del hogar de la esfera de los hijos.
–La paternidad es mucho más aceptada que la domesticidad. O la domesticidad sigue siendo más rechazada que la paternidad. Eso se puede ver: cuando vas a las reuniones llamadas –eufemísticamente– de padres ves una abundancia de padres. Hay una gran diferencia con mi época: hay muchos padres en la puerta de la escuela llevando o trayendo a sus hijos. Y hay una diferencia muy grande entre los actuales varones y sus padres. Nosotros hicimos un cuidadoso análisis en doscientas familias para ver cuánto participa cada integrante en las tareas domésticas y de las tareas de los chicos, y las mujeres seguimos siendo las que tenemos la mayor participación, tanto en los hogares de un proveedor como de dos proveedores y con chicos chicos, que es cuando la situación se pone más al rojo vivo. En general, las mujeres, salgan o no al mercado de trabajo –igual que los varones–, siguen teniendo la mayor responsabilidad en las tareas del hogar y de los niños, salvo en el cuidado del auto o lo que yo llamo el cambio de los cueritos o el arreglo de la plancha, que sigue siendo dominio masculino, aunque ha crecido la participación de las mujeres, según la encuesta en doscientos hogares que hicimos en la ciudad de Buenos Aires y el Gran Buenos Aires.
–Ha crecido la participación de las mujeres en esos arreglos. También antes era exclusivo de los varones el manejo de los varones y la obediencia de los chicos con eso de “ahora cuando venga tu padre vas a ver” y ahora, también, las mujeres participan más. Mientras que hay una mayor participación de los varones, sobre todo, en el cuidado de los chicos.
–Por todo eso. Pero que ha habido un cambio de valores y de discursos es seguro. En la Argentina, además, el psicoanálisis ha puesto de relevancia el papel de los padres en la crianza de los hijos. Todo confluye en que haya mayor sensibilidad en el ejercicio de la masculinidad. Y, por otra parte, puede ser que dé más satisfacción.
–No me cabe duda. Pero así como se les enseñaba a los varones que no podían llorar, también se les enseñaba que no podían mostrar la debilidad de sus sentimientos. Un hombre no podía decir en el trabajo “falto o llego más tarde porque voy a la fiesta de fin de año del colegio de mi chico”, pero hoy se puede. Me acuerdo cuando, en los principios de los ochenta, un colega economista se negó a ocupar un cargo porque ese año lo iba a acompañar a su hijo en la preparación para el ingreso al Buenos Aires, yo me quedé de una sola pieza.
–No te lo puedo responder. Yo soy una investigadora y me gusta hablar de lo que investigué. En este punto hablo como lectora de diarios: es más frecuente leer sobre la violencia doméstica, la salud sexual y reproductiva (que ha sido motorizada por gente del mundo de la academia) que del tema laboral y la división del trabajo, que está muy poco visibilizado.
–Coincido con vos, como lectora, en que no es algo tan visible. En Suecia y Noruega –que son países modelo– hay leyes al respecto, pero acá ni siquiera es un discurso muy escuchado.
–La cosa funciona de manera diferente en los sectores bajos y medios educados. En los sectores bajos, la maternidad está valorizada como algo muy importante. El tema de la realización personal es un invento de los sectores medios. Las mujeres que, por ejemplo, tienen que salir a trabajar como cartoneras dicen que se quedarían con gran placer con los hijos. Ellas valoran la familia y la maternidad. Las mujeres de los sectores medios tienen puesto el casete –porque es un casete que se reitera–, es el discurso que encontrás en las revistas femeninas modernas y aggiornadas “una no tiene por qué elegir y yo no dejaría mi trabajo”.
–Son las dos cosas. Por un lado, tienen valores claros. Y la otra es que cuando mirás sus condiciones objetivas te das cuenta de que no se van a realizar siendo empleadas domésticas de la peor especie: lavar la roña de los demás y comer las sobras de la comida ajena o trabajar de cartoneras. Entonces, si tienen quién las provea y se pueden quedar en su casa con sus chicos, no hay duda sobre qué elegir. Hay valores y circunstancias objetivas.
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