Vie 27.08.2010
las12

ENTREVISTA

Simplemente Agnès Heller

Espléndida. De humor envidiable. En la mañana fría de Buenos Aires, la filósofa húngara Agnès Heller se fue a comprar unos guantes mágicos por Palermo antes de empezar la entrevista en el hotel que la hospeda: Be Hollywood! Un nombre raro para esta mujer pequeña de contextura, con un look más parecido al de una abuela que cuenta cuentos que al de una filósofa mundialmente conocida (primero marxista, luego simplemente Agnès Heller, como se definió alguna vez), discípula de György Luckács, sobreviviente de niña de los campos de concentración nazis. Nacida en 1929, es capaz de enumerar todas las modas conceptuales que vio surgir y apagarse con sólo recordar los temas y autores sobre los que la entrevistaron en las últimas cuatro décadas. Aburrida de la institucionalización de la filosofía, dice que nada le gusta más que la vida de pequeña burguesa que puede hacer cuando está en su casa. Vino a Buenos Aires a disertar en el III Workshop de Metaética organizado por el espacio cultural Garrick y el Centro de Estudios Filosóficos y Fenomenológicos Avanzados (Ceffa).

› Por Veronica Gago

Vida y filosofía

¿Cuál es la relación entre la biografía de una filósofa y la teoría que ella construye? ¿Ha notado que cada vez hay más biografías de pensadores? ¿Cómo definir el lugar desde el que se piensa?

—La filosofía es un género literario, tiene sus propias reglas, sus personajes principales; también sustancias, actitudes, accidentes, que siempre van a ser interpretados. Por lo menos en el siglo XIX, los personajes filosóficos jugaban un rol muy particular en lo que podemos llamar el teatro del mundo. Pero el modo en que una filosofía o un filósofo usa estos personajes, el modo en que aplica la gramática o el vocabulario de la filosofía, es fuertemente autobiográfico. Así que creo que un trabajo filosófico puede decir mucho de la vida de quien lo hace, así como una novela. Pero hay que tener en cuenta que, en la filosofía, se trata de una autobiografía escondida. A la gente le interesa la relación entre lo escondido y lo abierto, así es que, para desentrañarla, se pueden usar cartas, diarios, curriculum vitae, todos esos materiales donde el filósofo habla de su vida. Esto se ha vuelto común en el siglo XX justamente por lo que estamos haciendo: la práctica de la entrevista. ¡Era muy raro que un filósofo fuera entrevistado en el siglo XIX! Pero especialmente después de la Segunda Guerra Mundial fueron permanentemente entrevistados. Así es que tenemos un montón de material autobiográfico que funciona como una llave para abrir la puerta de los efectos autobiográficos que pueden verse en un trabajo filosófico.

¿Por qué la Segunda Guerra marcó un punto de inflexión en el interés por las vidas personales de los filósofos?

—Una vida privada no puede entenderse en términos psicológicos. Por eso cuando estamos pensando en la sexualidad, o en la relación con los hijos, en el vínculo con lo que es una familia, es parte de la concepción que se tiene de la buena vida, de qué modo de vida es más afín a un carácter, y también implica cómo se mira el mundo, cómo se perciben los eventos políticos de un tiempo, así como la relación del filósofo con la religión, con Dios. Todas cosas muy privadas en cierto sentido, y muy filosóficas. Por ejemplo, muchos filósofos escriben sobre la amistad, teniendo en cuenta lo importante que era en sus vidas privadas. También escriben sobre el amor y los filósofos, que predominantemente son hombres, por eso hablo en masculino, muchas veces escriben sobre las mujeres. Así que podés reconocer sus prejuicios, que no eran personales necesariamente, en sus conceptos y sus concepciones de época.

¿Hay una perspectiva femenina que pueda detectarse en cómo se piensa la filosofía?

—Creo que las mujeres no pueden evitar introducir una perspectiva feminista. Pero como la filosofía es un género, la perspectiva feminista no puede evitar las preguntas contemporáneas de la filosofía, tal como vemos en Rosa Luxemburgo, en Hanna Arendt o yo misma. No creo que “ser una mujer” sea necesariamente un problema central para una mujer en filosofía.

No un problema, ¿pero sí una sensibilidad?

—Es una sensibilidad. Pero no es solamente en filosofía. Más aun en literatura. En filosofía, la cuestión pasa por los personajes filosóficos del teatro del mundo. Sustancia, esencia, atributo: no tienen género. Así que normalmente hay concepciones sin género. Es totalmente diferente en el caso de una novela y especialmente en poesía. En los hombres que escriben poesía, casi siempre para las mujeres, se explicita una disposición de macho. En las novelas podemos distinguir claramente cuando escribe un hombre o una mujer. Porque las novelas son la representación de diferentes personas de diferente sexo. Las mujeres muy raramente pueden hablar independientemente en una novela porque voluntaria o involuntariamente cuando Tolstoi o Dostoievski presentan un personaje mujer, el personaje está siempre concebido desde la posición masculina. Como hubiese dicho Sartre: la mirada del hombre constituye a la mujer. Es totalmente diferente en el teatro.

¿Por qué?

Desde Sófocles en adelante, en el teatro cada uno tiene que decir lo que piensa y allí las mujeres hablan por su propia cuenta, por derecho propio. Ni Antígona ni Julieta son constituidas por un hombre; tampoco Electra o Lady Macbeth. Cada una dice lo que piensa, dice lo que necesita decir. Es totalmente distinto el drama teatral de la novela. Claro que hay una forma de autoentendimiento que entra en la fórmula con que se constituye una época. Jane Austen, por ejemplo, presentaba a las mujeres por derecho propio, pero no podía negar la visión de la época en la que las mujeres efectivamente eran constituidas por la mirada masculina.

Vida cotidiana y autenticidad

Usted trabajó de modo pionero la cuestión de la vida cotidiana, un tema central también para el feminismo. ¿De dónde provino su interés?

—Yo tenía dos tradiciones. Por un lado, Heidegger con su obra Ser y tiempo, que realmente me tenía perpleja, también como mujer, porque él decía que había que salir de lo cotidiano para alcanzar algún tipo de autenticidad. Yo pensaba que eso era absurdo. Creía que en el estado cotidiano, en el hacer de todos los días, podía lograrse tanta autenticidad como cuando se sale de él. Mi héroe era la heroína de todos los días. Por eso reformulé el problema de la autenticidad. Hay una diferencia entre dos posiciones o actitudes en la cotidianidad humana: una que se identifica a sí misma como parte del mundo y otra que mantiene una distancia del mundo. Mi otra fuente era Luckács, que en su libro sobre estética dice que hay un pensamiento cotidiano que puede homogeneizarse pensando científicamente o creando obras de arte. Esta es la forma de homogeneizar el pensamiento, pensamiento que se origina en el día a día; él estaba comprometido con la actitud natural husserliana. Así que me dije a mí misma: no puedo tomar esto porque cuando hablamos de pensamiento siempre es inherente a la vida cotidiana. Si todo es heterogéneo en la cotidianidad, también lo es en el pensamiento. Así que leyendo críticamente a estos dos autores me surgió el desafío de pensar de otro modo la vida cotidiana.

Usted, junto a su marido, fueron de los primeros en tomar la cuestión de la biopolítica como problema. ¿Qué pasa hoy con esa discusión?

—Tengo que confesarte algo: estoy totalmente aburrida de la biopolítica. El biopoder es hoy lo que reemplaza lo que en los años ‘60 era la alienación. Hoy la biopolítica es un comodín, la última carta para tirar sobre la mesa. Quiero expresar mi disgusto por la vulgarización y banalización del concepto. Claro que todo concepto puede ser banalizado, pero en filosofía no me gusta la banalidad. Nosotros trabajamos la biopolítica a partir de tres cuestiones. Una: la protección del medio ambiente, que por un lado es algo muy importante y, por otro, se volvió una forma de nuevo pensamiento apocalíptico. Lo segundo fue la revolución y la contrarrevolución sexual: la cuestión de la carne (flesh un término que odio y que hoy todo el mundo usa). ¿Qué pasa con la carne? Es una pregunta importante. Y lo tercero tiene que ver también con el feminismo porque se vincula al cuerpo, pero no pienses para nada que soy una mujer conservadora por lo que voy a decir: hemos llegado a saber todo uno del otro en lo referido a los cuerpos, pero nada del alma. Sin embargo, no era tanto éste el énfasis cuando escribimos sino la cuestión de la salud, que pasó a ocupar el lugar de la moral: las normas dejan de ser morales para pasar a ser saludables. ¡Correr, hacer jogging y no fumar son actividades muy morales! Ante la perspectiva de lo políticamente correcto, una persona que fuma se equipara a lo que antes era un espía ruso. Finalmente, la cuestión del racismo, que no creo que sea sólo una forma biopolítica. La biopolítica es un discurso filosófico sobre estas cuestiones, pero que atañe a dimensiones políticas fundamentales, como la legalización e ilegalización de personas.

¿Por qué cree que es una moda?

—Siempre hay algún tipo de moda filosófica. Para explicarlo de una manera benévola: si vemos cuántas conferencias, cuántos libros, cuántos estudiantes de filosofía hay, podemos decir que si no hubiera una moda central, tal vez no se podría manejar una discusión para la que se necesitan ciertas ideas comunes, cierto vocabulario compartido. Creo que la institucionalización de la filosofía hace casi necesario tener modas filosóficas. Te doy un ejemplo: hace treinta años, todo el mundo me preguntaba sobre Max Weber; hace veinte, sobre Karl Marx; hace quince querían saber qué pensaba sobre Habermas; de repente empezaron a hacerme preguntas sobre Derrida, después Foucault y otros. Ahora todo el mundo quiere hablar de Hanna Arendt.

¿Cómo es su vida cotidiana en Budapest?

Viajo mucho y hay un montón de irregularidades en mi vida. Pero, cuando estoy en mi casa, trabajo como una petit-bourgeois: me levanto a las siete de la mañana y leo los mails. Me siento a las nueve y leo y escribo hasta las cinco de la tarde. En el medio, me como un sándwich en cinco minutos. Después de las cinco, me preparo una cena, o invito amigos o voy a visitar a alguien, o voy al teatro o escucho música y también voy a nadar. Mi día es muy fijo. Pero si no lo puedo hacer me siento muy mal. Hay ciertas urgencias, incluso políticas: acabo de participar en una campaña política (“del partido liberal”, aclara Heller: liberal en el sentido norteamericano del término), pero con la sensación de mala conciencia por no estar sentada escribiendo. Tiene que tratarse de una razón demasiado importante para romper mi rutina sin que me sienta mal por eso.

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