¿Existió una revolución sexual en la Argentina? Seguramente los años ’60 habilitaron la discusión pública sobre vetustas pautas de comportamiento sexual que hasta el momento se acataban como correctas y naturales. Más discutible es que pueda llamarse a esos cambios una revolución. La historiadora Isabel Cosse rastrea las percepciones sobre la virginidad, el debut masculino, la relación entre sexo y amor y la concepción de familia, a través de artículos de revistas, encuestas, sondeos de opinión y otras fuentes Aquí, un adelanto exclusivo de su libro Pareja, sexualidad y familia en los años ’60. Una revolución discreta en Buenos Aires (Siglo Veintiuno).
A mediados del siglo XX, la asociación entre la decencia y la pureza sexual de las mujeres solteras estaba en el centro del modelo doméstico. La virginidad era un requisito del ideal femenino basado en el matrimonio, la formación de un hogar y la maternidad, en un esquema que oponía las mujeres “puras” (vírgenes) a las mujeres “pecadoras” (con experiencia sexual). La concreción del ideal femenino dependía del control del deseo sexual o, por lo menos, de las actitudes que lo delataban. Este rasero normativo estigmatizaba las experiencias de numerosas jóvenes –como revela el dato de que, en Buenos Aires, un 14 por ciento de los niños naciera fuera del matrimonio– que se apartaban de este mandato. Dicha discriminación contenía una dimensión de clase. Por un lado, porque las instituciones del noviazgo y el casamiento requerían condiciones económicas y sociales que sólo poseían ciertos sectores sociales, que además se valían de dichas convenciones para la definición de su propio status. Por otro, porque las representaciones sobre la desviación de ese estándar fueron asociadas con frecuencia a las mujeres pertenecientes a las clases populares, encarnadas en figuras como la “milonguita” o la “costurerita que dio el mal paso”, perdidas moralmente por los sueños de ascenso social rápido.
Ese conflicto entre el orden del deseo y los mandatos sociales caracterizó al género del melodrama, que marcó y a la vez expresó la sensibilidad sentimental. (...) A su vez, el análisis del correo sentimental de las revistas femeninas revela el consenso monolítico sobre la relevancia de la virginidad y las formas elípticas para referirse al acto sexual, pero también la importancia de los desacatos a los mandatos.
La expresión “prueba de amor”, una elipsis frecuente para hacer referencia a ese acto en el marco de un noviazgo, podía resultar demasiado explícita. Así lo traslucía una respuesta de la consejera sentimental de Vosotras en 1950, cuando le explicaba a una lectora: “Presumo adivinar totalmente su problema, aun cuando no es del todo explícita en su cartita. Su novio tiene que confiar plenamente en usted. A través de tres años de relaciones, sabe bien de su cariño, de su lealtad y de su honestidad. Por lo tanto, ello debe bastarle para estar seguro de que en su ausencia usted será siempre la misma para él. Nada más ha de necesitar para marcharse tranquilo, y nada más es necesario. Espero me haya comprendido tanto como yo la he interpretado en sus palabras, donde la natural reserva suya me ha dicho, sin embargo, la clase de su conflicto”.
En este marco, la respetabilidad social de las jóvenes se definía mediante las actitudes que adoptaban frente a las convenciones de la doble moral sexual. No obstante, el goce había comenzado a ser valorizado para el fortalecimiento del matrimonio desde los nuevos enfoques sexológicos.
A mitad de siglo XX, el ideal masculino era la contracara del femenino: la condición viril exigía asumir una posición activa y dominante en la seducción del sexo opuesto. El debut sexual de los varones era un rito de pasaje decisivo entre la infancia y la juventud. En palabras de Ernesto Goldar, era un “imperativo categórico impuesto por la vida cotidiana. Se debuta en la casa de uno de los muchachos de la barra, cuando los padres no están, en la trastienda de un negocio, en una obra en construcción”, con una mujer que podía ser una “prostituta profesional” o una “muchachita doméstica”. El número de debutantes podía ascender a diez, pero en forma ideal eran cinco o seis y esperaban turno mientras comentaban en voz baja un “libro de fotos”. De este modo se conformaba un ritual colectivo para enfrentar la iniciación sexual, entre la presión y el apoyo del grupo.
Desde los años ’30, el cine había denunciado el abuso sexual de las “sirvientas” por parte del varón joven de la casa, como se ve en los films de Manuel Romero de fines de esa década. Estas historias en que la moral recta de los pobres se oponía a la inmoralidad de los ricos asumieron un nuevo sentido con el peronismo, cuando se radicalizó la polarización moral y de clase, y el gobierno asumió un discurso de redención de los desposeídos y de dignificación de sus formas de vida. En estos esquemas, como mostraba Mundo Peronista, la clase alta se había convertido en la oligarquía y la “mucamita” era reivindicada por la mano justiciera del peronismo. En estas imágenes se unía la crítica a la explotación sexual y social con la denuncia de la doble moral en un discurso que oponía a la oligarquía y a los pobres, y al país anterior y posterior al 17 de octubre de 1945.
Sin mencionarlo, esa crítica de Mundo Peronista trascendía a la oligarquía. Se extendía a las familias de clase media en condiciones económicas suficientemente buenas como para tener una empleada doméstica, concebida como una solución al problema de la iniciación sexual de los varones.
(...) Los padres eran los responsables de garantizar la correcta iniciación sexual. Como expresaba un periodista de Vosotras, ellos debían extirparles las “semillas de la cobardía” y curarles el “afeminamiento que las blanduras” de la madre podían haberles dejado.
La castidad masculina se asociaba con potenciales enfermedades y desviaciones, como la masturbación y, en especial, con la homosexualidad, que en las décadas del ’30 y del ’40 fue concebida como la anormalidad en términos morales y nacionales. De hecho, la homofobia hizo posible que el peronismo apoyara la reapertura de los prostíbulos por la necesidad de garantizar la conformación de una pauta heterosexual, como criticaban los panfletos católicos (en desacuerdo con esa reapertura, desde luego, pero también con la presunción de que los varones no pudieran contener su deseo sexual).
A principios de los años ’60, la virginidad femenina estaba en el centro de la moral sexual. Por eso, cuestionar su importancia significaba una definición simbólica frente al paradigma instituido basado en la doble moral sexual. De allí que el tema haya sido infaltable en las encuestas que, al estilo de etnografías locales, evaluaban el grado de transformación de las costumbres sociales.
En 1963, Primera Plana inauguró ese tipo de sondeos, representativo del nuevo estilo periodístico, recogiendo las opiniones sobre sexo de un grupo de mujeres. Según los resultados, las relaciones sexuales prematrimoniales eran aceptadas por la mayor parte de las entrevistadas (aunque no sucedía lo mismo al observar sólo las respuestas de las solteras, entre las que predominaba el rechazo) con el argumento de que garantizaban una correcta elección matrimonial. La nota desató un debate en la columna de lectores que –real o provocado– mostraba que ese tipo de posturas generaba rechazos. Unos meses después, los varones opinaban de modo semejante: aceptaban las relaciones “prenupciales” con la “novia”, pero en el caso de que ellas ya no fueran vírgenes, les exigían explicaciones de la situación en la cual habían perdido esa condición. En los años siguientes, otros informes reflejaban una opinión dividida, sobre un trasfondo también moderado.
(...) La batalla estadística por la construcción de la realidad quedó de relieve cuando Para Ti, unos meses después, en 1970, asumió la contraofensiva y publicó su propia encuesta de opinión pública. Ella mostraba, como es posible imaginar, que la mayor parte de los jóvenes rechazaba las relaciones sexuales prematrimoniales (82%) y valoraban la virginidad de las mujeres. La nota subrayaba que la encuesta había sido realizada a jóvenes de ambos sexos que tenían entre 16 y 25 años y que pertenecían a la “clase media baja”, la “clase media alta” y la “clase alta”. No se explicaba qué significaba esa segmentación, pero sí que todos los encuestados trabajaban o estudiaban. Lo interesante es que los comentarios, a diferencia de lo que sucedía en el nuevo periodismo, adquirían un tono propedéutico y moralizante explícito.
En términos cuantitativos, para la observación de estos cambios suele recurrirse a otros indicadores, como la proporción de mujeres casadas embarazadas y la natalidad extramatrimonial. (...) En la Argentina, los altos índices de nacimientos extramatrimoniales constituyen un patrón de larga duración que expresa la diversidad de comportamientos familiares. En 1950, la natalidad extramatrimonial era del orden del 27,8 por ciento en todo el país, pero se ubicaba en el 11,2 por ciento en la Capital, con una tendencia a la baja. Esta tendencia se revirtió en los años ‘60. Los nacimientos extramatrimoniales pasaron del 14 por ciento en 1962 al 20 por ciento en 1975. Susana Torrado ha mostrado que en 1980 los índices asumían diferente importancia según el estrato social: eran más altos entre los estratos de obreros no calificados (situados entre el 27 y el 29 por ciento) que entre los estratos medios (ubicados entre el 7 y el 11 por ciento).
Los cambios en la valoración de la virginidad y del debut masculino estuvieron íntimamente unidos a las mutaciones en las relaciones sexuales pre y no matrimoniales. En los años ’60, desde diferentes posiciones se sostenía una convicción compartida: los jóvenes se sentían desafiando un sistema moral basado en la represión sexual. Dicha convicción no sólo involucraba el hecho de que los jóvenes habían empezado a tener sexo sin estar casados sino que, también, defendían esa posición desde un ángulo moral. Pero no lo hicieron del mismo modo.
El primer patrón de cambio estuvo organizado por la aceptación del sexo en el marco de la preparación para el matrimonio. Se pensaba que el compromiso personal y social de casamiento era considerado una garantía de seriedad de la relación, que permitía avanzar sobre la intimidad sexual. La legitimidad social ganada por este patrón estuvo unida a dos fundamentos: la compatibilidad sexual era central para la felicidad conyugal y la armonía familiar, y el noviazgo debía servir para el conocimiento mutuo con el fin de garantizar la correcta elección matrimonial (...)
Esto condujo a desacreditar la luna de miel como espacio para la iniciación sexual de la mujer y de la pareja. Las advertencias se hicieron cada vez más frecuentes. En 1962, Florencio Escardó atribuía los traumas a los temores de las recién casadas al “desenfreno” sexual del marido (producido por el deseo contenido durante el noviazgo), a los limitados conocimientos sobre la fisiología y las técnicas amorosas, y a la falta de comunicación entre la pareja. Por otro lado, la importancia adjudicada al conocimiento mutuo en las más variadas circunstancias durante el noviazgo condujo a incluir la sexualidad entre los aspectos de la relación que debían ser probados.La idea también sería planteada, en 1973, por María Luisa Bemberg, la escritora y militante de la Unión Feminista Argentina fundada tres años atrás, en Claudia. Defendía el carácter individual y subjetivo de la decisión de tener relaciones sexuales, aunque consideraba: “De la misma manera que uno visita una casa antes de comprarla, me parece lógico que quiera saber cómo responde sexualmente su pareja antes de casarse”.
Estos argumentos no convencieron a la Iglesia Católica, que combatió las relaciones prematrimoniales (...).
El amor legitimó el sexo más que cualquier otro argumento. En 1963, según la encuesta de Primera Plana, el 64 por ciento de los varones se manifestaba a favor de las relaciones prenupciales con la novia, pero el 83 por ciento de ellos pensaba que era imprescindible la autenticidad sentimental y en muchos casos supeditaba la aceptación a haber tenido relaciones sexuales en el marco de una relación “auténtica” y “profunda”. También en 1965 este argumento podía encontrarse en Secretos, la revista de fotonovelas, donde una periodista, en pos de entender los supuestos conflictos interiores de una lectora, explicaba que muchas jóvenes creían que la paulatina emancipación de la mujer había creado un nuevo “idioma en el amor”, en el cual la decisión de tener sexo era un acto de voluntad y no el resultado de abandonarse al impulso. El artículo alertaba a las jóvenes sobre los peligros (embarazo, abandono, desamor) de esa decisión concebida como un “derrumbe”, pero no dejaba de proponerse guiar a las que no podría convencer: “La pregunta que deben responder las lectoras como la que escribió es: ¿nos amamos? ¿Es posible postergar la necesidad física, fortaleciendo nuestra unión? ¿O estamos convencidos de que una entrega total nos hará más fuertes, acelerando la madurez?”.
Pero fue recién a principios de los años ’70 cuando el sexo integrado al flirteo asumió creciente visibilidad. En 1970, David Cooper, el psiquiatra autor de La muerte de la familia, que lideraba en Londres una comuna “político-terapéutica”, hacía gala en Buenos Aires de sus collares y su cabello largo, y proponía sacudir las “rígidas estructuras” de los psicoanalistas argentinos. Para ese entonces, en los ambientes del rock, los jóvenes podían sentirse parte de una “patria internacional” –como manifestaba una artesana– a la que intentaban reeditar en Woodstook a escala local, y debían cuidarse de las redadas masivas de la policía contra las drogas y la subversión. En 1971 era estrenada en el país Hair (la famosa comedia de rock asociada con el hippismo, con producciones en todo el mundo), y El tercer sexo se divierte (The Gay Deceivers) se había convertido en un éxito de público y un tema obligado de debate en ambientes intelectuales. Como planteaba la revista Panorama, Buenos Aires daba la ilusoria sensación de ser “un verdadero reino del desprejuicio y la tolerancia sexual”, si no fuera por el reforzamiento de la represión y la censura.
En este contexto, tener sexo fuera de una pareja constituida fue una pauta que se expandió en ciertos círculos sociales, como los estudiantes politizados y la cultura del rock.
(...) Estos patrones modificaron el lugar que tenía la sexualidad en la vida cotidiana de los jóvenes: exigieron nuevos espacios de intimidad y trastrocaron la percepción del placer sexual. La mayor parte de los jóvenes seguía viviendo con los padres bastante tiempo después de haber descubierto el sexo, aunque, como se analiza en el capítulo siguiente, comenzó a ser posible que desearan independizarse, más allá del casamiento. Tal permanencia en la casa paterna, a diferencia de lo que sucedía en Estados Unidos y en ciertos contextos europeos, enfrentaba a los jóvenes cotidianamente con el control de los padres y la necesidad de encontrar espacios apropiados para la intimidad sexual. Los tradicionales lugares de las calles, los parques, las plazas y los intersticios de intimidad en los hogares paternos seguían siendo recursos habituales. Pero las mutaciones se expresaron paradigmáticamente en los nuevos escenarios de contactos sexuales entre los jóvenes: los automóviles y los albergues transitorios.
La asociación entre la conquista, el erotismo y el automóvil fue consustancial a la aparición y expansión de éste en las primeras décadas del siglo XX. A mediados de siglo, el auto dotaba de glamour y modernidad a las heroínas de clase alta de los melodramas, que intentaban fugarse de las convenciones sociales. Su significación se renovó en los años ’60, cuando se profundizaron.
Los hoteles alojamiento se convirtieron en el espacio paradigmático del sexo furtivo, más democrático y cómodo que el coche. En 1960, en la ciudad de Buenos Aires se aprobó una ordenanza que habilitaba a los hoteles para alquilar habitaciones por horas, lo que dio lugar al surgimiento de emprendimientos dedicados exclusivamente a ofrecer cuartos por hora para tener sexo. Tal habilitación contó con el rechazo de las organizaciones católicas, cuya movilización logró que los hoteles debieran estar alejados de las escuelas y las iglesias, pero no la derogación de la norma. La pidieron una y otra vez, explicando que los albergues se usaban para “algo” que era contrario a la “moral natural”, fomentaban las uniones por “el mero goce sexual” y sustituían el “fin noble del matrimonio por la sola satisfacción de las pasiones”. Los enconos moralistas no tuvieron éxito. En 1960 existían 169 hoteles por hora, que ascendieron a 420 en 1965 y a 769 en 1967, a los que había que sumar los 50 nuevos hoteles construidos en el cordón del Gran Buenos Aires.
Más allá de las exageraciones, para ese entonces, nuevos patrones de comportamiento habían quebrado ya la natural asociación entre el sexo legítimo y el matrimonio. Podría pensarse que las transformaciones significaron una revolución y que se había erigido un nuevo mandato que ordenaba luchar contra la asociación entre la sexualidad y lo pecaminoso o prohibido. De hecho, se había cuestionado que la virginidad fuese necesaria para la respetabilidad femenina y requisito para el matrimonio, y legitimado, en forma simultánea, tres nuevos patrones de conducta: la aceptación del sexo entre los jóvenes solteros como prueba para el matrimonio, como expresión del amor y como parte del cortejo. Sin embargo, también resultaba innegable la discreción de las impugnaciones al paradigma sexual instituido, puesto que se mantenía la centralidad de la pauta heterosexual, de la sexualidad unida a la afectividad y de las diferencias de género.
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