Vie 25.01.2002
las12

TELEVISION

Love Lucy

Poder ver “I Love” Lucy en Uniseries permite advertir que la pelirroja Lucille Ball sigue haciendo reír a mandíbula batiente. No en vano fue una actriz cómica de inusuales destrezas físicas, ilimitada capacidad de ridículo y una inteligencia para construirse como personaje sólo comparable a la de nuestra Niní Marshall. Ella solía decir que no era graciosa, sino valiente y era cierto.

› Por Moira Soto

Si verdaderamente la risa es salud, en la década del 50 debe haber mejorado el sistema inmunológico de las decenas de millones de norteamericanos que miraban los lunes a la noche, en horario central, I Love Lucy, la muy exitosa sitcom que superó en rating a la asunción de Eisenhower como presidente o la coronación de la reina Isabel IX de Inglaterra. Si, como aseguran estudiosos del tema últimamente, la risa hace segregar al hipotálamo la beta endorfina –una enzima que alivia tensiones, dolores y depresiones–, entonces Lucille Ball, protagonista de la citada serie, cuyo suceso se extendió por todo el mundo (la serie fue doblada incluso al árabe y al japonés), puede ser considerada una gran terapeuta del siglo XX, cuyos efectos benéficos se extienden al XXI gracias a la repetición de sus gracias televisivas (por la señal de cable Uniseries, I Love Lucy se emite diariamente a las 14, con reminiscencia a las 6).
Payasa del alma, cómica intuitiva que ignoraba olímpicamente el ridículo, Lucille Ball se impuso tardíamente en la TV (había cumplido los 40 cuando empezó la sitcom), quizás porque hasta esas fechas la práctica del humor en el espectáculo parecía un exclusivo patrimonio masculino. En el cine, ya en solitario (Chaplin, Buster Keaton, Harold Lloyd, Bob Hope), ya en pareja (Laurel y Hardy, Abbott y Costello, en los 50 Dean y Jerry Lewis) o en grupo (los Hermanos Marx, los Tres Chiflados), la comicidad venía con signo masculino (si se exceptúan las actrices que servían de apoyatura, para valorizar el chiste del protagonista). En el cine norteamericano, la única intérprete que había descollado en la comedia –en los 30– era la genial Mae West, actriz y escritora con agudo sentido del humor, sin duda, pero lejos de las bufonerías físicas de una Lucille Ball. Porque Lucille fue una loca linda, con antecedentes en la comedia musical, que además de ser buena actriz dramática (como todos/as los/as comicos/as) era capaz de cualquier mamarrachada, de la contorsión más exagerada para hacer funcionar a su personaje dentro de una situación, y en consecuencia, provocar carcajadas en el público.
Pero Lucille no estaba tan sola en el mundo, allá en la mitad del siglo pasado, en esto de hacer payasadas: cuando la diva pelirroja empezó en la tele, después de un suceso radial, ya entre nosotras la prodigiosa Niní Marshall estaba haciendo descostillar de risa a los argentinos con sus creaciones inmortales. Recordemos en este párrafo–homenaje que Niní, como Mae West, escribía sus propios guiones –en la radio, el cine, más tarde en el teatro– y los interpretaba con gracia impar. Lucille Desireé Ball nació en Celeron, estado de Nueva York, el 6 de agosto de 1911. A los 15 ya se había anotado en la escuela de teatro de John Murray Anderson, y al cabo de unos años se dio una vuelta por Broadway, presentándose vanamente en varias audiciones. Probó entonces trabajar como modelo para las revistas y publicidad. Así fue que en 1933 fue consagrada Miss Chesterfield y poco después obtenía un papelito en el film Roman Scandals (ahí fue cuando perdió las cejas para siempre), de Frank Tuttle. La productora RKO le extendió un contrato para películas de bajo presupuesto. Lucille se salía de la vaina por hacerse la chistosa, pero su hora aún no había llegado. Empero apareció en musicales de Fred Astaire y Ginger Rogers, como Roberta (1935) y Sombrero de copa (1935). Y a fines de los 30 se hizo notar en su propia salsa, junto a los Hermanos Marx en Cuarto de hotel. Más tarde la actriz trabajaría con dos populares cómicos: Red Skelton y Bob Hope.
En 1940, Lucille Ball conoció a (y cayó enamoradísima de) Desiderio Arnaz, un músico cubano en el exilio después de la revolución de Batista, seis años menor. No eran épocas en que los latinos tuvieran prestigio en Hollywood –salvo Xavier Cugat, claro– pero Lucy no vaciló en casarse con el morocho conguero. La carrera de la actriz se iba afianzando, pero sin alcanzar nada parecido al estrellato. Aunque logró trabajar junto a figurones como Spencer Tracy y Katherine Hepburn. Pero en 1947 se le abrieron las puertas de un medio que sería la antesala de un éxito impresionante, arrollador: Ball empezó a representar en la radio a un ama de casa algo atolondrada y bastante desinhibida que prendió con fuerza en la audiencia. El programa se llamaba Mi esposo favorito, lo coprotagonizaba Richard Denning, y duró cuatro años, al cabo de los cuales la CBS le ofreció a la ahora popular Lucille llevarlo a la televisión.

Pionera y reina de la sitcom
A los ejecutivos de la TV no les hizo mucha gracia que la intérprete de Liz Cooper –así se llamaba su personaje radial– pusiera como condición inamovible que su marido Desi Arnaz, con acento cubano y todo, la acompañase en el show; encima, Lucille pedía que se realizara en Hollywood y no en Nueva York, según se estilaba. Como los ejecutivos alegaban que Arnaz no iba a resultar creíble, Lucy y Desi armaron una función con público para convencerlos. Cosa que en realidad lograron después con un piloto financiado (U$S 5000) por la pareja. La CBS aceptó, y por cierto nunca se arrepintió. Muy por el contrario, bajo el título de I Love Lucy, la nueva serie se convirtió en gran favorita del público, trepó a la cima del rating, impulsó la venta de televisores y se mantuvo gallardamente seis años en cartel.
Ya en la radio como Liz Cooper, Lucille Ball inventó y pulió muchos de los rasgos y manierismos del personaje que se expandería en I Love Lucy: su espíritu travieso y aventurero, a veces tramposo, y la expresión de toda una gama de emociones que la imagen reflejaría en detalle. Entre la realidad y la ficción, en la serie Liz pasaría a llamarse Lucille Esmeralda Mac Guillicuddy y seguiría siendo una supuesta mujer común, casada, luego con un hijo, con una pareja de vecinos amigos de visita diaria. Pero la Lucy televisiva no tenía carrera y andaba en busca de algo más que tareas domésticas: en verdad, quería ser lo que la Lucy de la vida real, es decir, actriz, bailarina, clown. Bah, estar en el mundo del espectáculo.
I Love Lucy resultó una serie pionera en más de un sentido: se filmó con tres cámaras simultáneas, procedimiento innovador que se sigue usando en la actualidad, en una etapa en que este tipo de programas se hacía en vivo; se convocó a un excelente equipo de guionistas, creadores de buenas historias y de mejores diálogos, y a un gran iluminador, Karl Freund (director de La momia); por primera vez se filmó este tipo de producción con público presente. Y cuando Lucy quedó embarazada en 1953 (¡a los 42 años!) se animó a llevar su estado a la serie, luciendo coquetos blusones acampanados. No eran tiempos como los actuales en que las preñadas andan orgullosamente con el ombligo saltón al aire: hasta estaba prohibida por la censura la palabra “embarazo”, apenas se podía decir “espera, esperar, esperando”. Pero Lucy no sólo apareció con la panza creciente a través de los meses, sino que programó la cesárea, y el hijo de la vida real y el de la ficción nacieron el mismo día. Y lograron –porque ya es difícil separar los dos planos– atraer a 44 millones de televidentes.
A estas alturas, Desi y Lucy ya habían fundado la empresa independiente Desilu, que más tarde produjo sucesos como Misión imposible o Viaje a las estrellas. Pero, I Love Lucy tuvo un impacto incomparable durante seis temporadas en las que se ofrecieron 179 capítulos. Después del final de la serie, en 1957, la pareja volvió en varios especiales de televisión (The Lucy-Desi Comedy Hour), pero sin lograr el éxito de la versión original. En 1960, la pareja se divorció y luego ella, destacada mujer de negocios, le compró a él su parte. Aunque en menor repercusión más tarde llegaron las series El show de Lucy y Aquí está Lucy. En el cine, Lucille Ball tuvo un regreso exitoso con Los tuyos, los míos, los nuestros (1968) en pareja con Henry Fonda. En 1989, después de una operación cardíaca con complicaciones, Lucille Ball se murió, pero no del todo, según podemos comprobar cada vez que se repone esa obra maestra de la comicidad femenina que es su actuación en I Love Lucy.

Triquiñuelas de ella
bajo la batuta de el
“No había nada que Lucy se negara a hacer”, dijo alguna vez Madelyn Pugh Davis, guionista de la serie, refiriéndose al arrojo y plasticidad de la pelirroja que supuestamente vivía en el 623 de East 68th (en la realidad, ese sitio quedaría en el medio del río) con su maridito Ricky, director de orquesta en el Tropicana Club de Manhattan. Lucy y Ricky son amiguísimos de sus vecinos Ethel y Fred, aunque desde luego ellas se juntan para cotillear y hacer compras, y ellos para quejarse de sus mujeres y mirar matches de box por tele. Ricky es tirando a machista, querría que su mujer fuese una simple ama de casa, pero se equivocó de persona: los intentos de Lucy por actuar en los shows de su marido dan pie a las situaciones más desopilantes en las que Ball brilla en todo su esplendor payasesco. Y lo interesante es que un público poco acostumbrado a estos delirios por parte de las mujeres, cuanto más loca se ponía Lucy, más la adoraba.
Como no es cuestión de pasearnos por los casi doscientos capítulos –aunque bien divertido que sería– repasemos por encimita algunas situaciones de los episodios en los que la prota intenta a toda costa, a cualquier costo, ser una artista del espectáculo. Empecemos, pues, con lo que le pasó en el restaurante francés cuya ambientación le da a la señora de Ricky Ricardo la idea de hacer un show galo. Su maridito se apropia del proyecto, pero intenta radiar a Lucy. Ni corta ni perezosa, ella se disfraza de velador (la pantalla a la altura de la cabeza), se pone peluca completa (le tapa también toda la cara), se mete adentro de un contrabajo ... Pero todo le falla y decide vestirse de rolliza anciana dama con impertinentes, se mete debajo de una mesa del club, sale muy oronda como grácil bailarina de can can y se filtra entre las chicas que están danzando dirigidas por el represor Ricky. Sí, esta vez consigue salirse con la suya y lucirse en toda la línea.
En el episodio 6, ella toca un saxofifortronaphonavich (una serie de cornetas) con la nariz y se presenta a una audición que organiza –cuándo no– su esposo. Como de costumbre, él se resiste a que ella actúe, ella hace como que se resigna, pero descubre que un payaso faltó y lo reemplaza (con gran rendimiento, claro). En el 19, a Lucy le da de nuevo por bailar, asegura que aprendió ballet de niña y pide una oportunidad. Ricky, duro de roer, la hace practicar con una instructora francesa severísima. Una vez en la barra, la pobre Lucy se enreda y contorsiona hasta quedar atrapada patas arriba...
En otra ocasión –la última en esta nota– Lucy jura que es capaz de bailar mejor que Mata Hari. De nuevo, Ricky, obcecado, intenta darle una lección (él jamás aprende las que le da ella...) y la deja exhausta de tanto ensayar, tirada por los pisos. ¿Creen ustedes que ella esta vuelta se da por vencida? Ja, ja: él le ofrece como consuelo estar en un balcón con una rosa en la boca, ella acepta. Y detrás de Ricky que canta muy convencido de estar hechizando al público, ella le roba el show con sus carantoñas, monerías, visajes, ademanes, acrobacias... ¿Quieren más? Hay muchísimo más.

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