Tizas y tijeras
El desalojo y la brutal represión a las trabajadoras de Brukman en la misma semana de las elecciones diseñó sobre la ciudad un mapa esquizofrénico en el que conviven la violencia institucional, los eventos culturales, los cierres de campaña y el desinterés de muchos. Las trabajadoras, en tanto, solo exigen que las dejen volver a lo suyo: tizas, tijeras, hilo y aguja. En fin, al trabajo.
Por Marta Dillon
Hubo un momento en la noche del martes en que pareció que sobre el muro de la impotencia se había abierto una grieta y esa grieta era la avenida Jujuy. Como un río capaz de abrir senderos entre las montañas, miles de personas caminaron entre los edificios haciendo chocar la potencia de sus voces contra las paredes. Que Brukman es de los trabajadores gritaban y desde lo alto, desde los balcones y las ventanas, desde las terrazas se devolvía la frase como un eco pero con otras voces. Voces de vecinos que no se animaron a bajar, o no pudieron o no quisieron, pero que al paso de ese cordón apretado de delantales celestes que formaban las trabajadoras textiles supieron qué hacer: golpear cacerolas. Fue una sorpresa para los que marchaban, igual que esos papelitos recortados que volaron morosamente desde los balcones y besaron a los manifestantes. Las mujeres de Brukman, entonces, miraron al cielo del que ya no esperan nada y aplaudieron agradecidas a los vecinos que multiplicaban el tin tin de los metales. En esto sí se puede creer, diría Estela, una de ellas, más tarde. Estela sentía el calor de la solidaridad en la espalda, en los pasos y los cantos de los que marchaban. En los balcones reconocía historias parecidas a la suya antes de ser una orgullosa obrera de Brukman. Gente que piensa en lo propio y “prefiere la novela al noticiero, que sabe que el pobre nunca tiene la razón” y por eso a veces ni protesta. Pero también sabe que cuando desde esa historia una es capaz de levantarse, hay que tener cuidado. Porque “nosotras no somos nada, pero el hambre tiene cara de hereje”. Y ser hereje para Estela es descartar tanto mandato de resignación y silencio y ponerse a construir con las propias manos ese cambio que desea y no imagina, pero que algún día tiene que llegar “cuando estemos todos unidos”. Por eso se aplaudió con esa fuerza a los vecinos que por un instante evocaron los últimos días de diciembre de 2001, porque estas trabajadoras que jamás habían participado en una asamblea hasta que la necesidad las obligó a gestionar la fábrica de la que eran empleadas saben que la conciencia de los indiferentes es poderosa.
A las 17.20 del lunes Celia Martínez llevaba más de una hora mirando tras el vallado de rejas que sitiaba la fábrica en la que trabaja desde hace once años; y cuatro días desde que la habían desalojado junto a sus compañeras de la planta que hacía un año y medio habían recuperado para la producción. Estaba cansada; el tiempo que pasaba le parecía inútil. Desde el viernes anterior dormía a la intemperie por no abandonar la vigilancia sobre la puerta de Brukman Confecciones, en Jujuy al 500. Desde el día anterior que le venían diciendo como un zumbido constante que había que entrar otra vez a la planta, que había que recuperarla. “Yo sentía la presión de la base desde atrás, yo quería esperar, trataba de calmar las cosas. Pero ahí estaban las chicas también que dale, que entremos. Así que en un momento me planté. ¿De verdad quieren entrar? ¿De verdad quieren ver qué pasa de una vez? Bueno. Me agarré una a cada brazo, se prendieron otras dos más y empujé la valla.” Y la valla cayó y las cuatro mujeres la pisaron majestuosamente haciendo callar el estruendo de metales por un segundo brevísimo, el que le alcanzó a Matilde para decirle a uno de los casi 300 efectivos que había sólo en esa cuadra que no se atreva, no, no, no, que no se le ocurra. ¿Cuánto duró el estupor que Matilde y Celia aseguran haber visto detrás de los escudos y los cascos de los policías? Lo que dura el gesto de un dedo que se mece para decir no. Después siguió el infierno de losgases, cada vez más poderosos según periodistas y manifestantes convertidos en catadores por el hábito de respirar esos tóxicos, y las balas, y los palos. Celia no sabía que podía correr tan rápido a los 48 años, jamás se imaginó que el aire le iba a dar para llegar casi hasta el Congreso y volver. Cuando no pudo más se tomó un taxi; estaba a dos cuadras de donde había empezado a huir. Pero tampoco sabía que podía hablar en público hasta que tuvo que hacerlo. No tenía la menor idea de lo que era una comisión interna hasta que la nombraron delegada. En realidad, en Brukman trabajó como asalariada por primera vez. Y para llegar a horario, durante once años, se levantó a las tres y media de la madrugada cada día hábil para viajar dos horas en colectivo. El tren tarda menos, pero era demasiado para su presupuesto. Con tantas horas de viaje más el trabajo que siempre la esperaba en casa, ni tiempo tenía para hablar con las compañeras. Dos días después de haber empujado esa valla que desató la furia de la Policía Federal amparada por la indiferencia del poder político, Celia se ríe de todo lo que fue capaz de aprender y de todo lo que ya sabía aunque no se daba cuenta. “Lo que pasa es que las mujeres somos así, a nosotras no nos toquen el nido o los cachorros porque saltamos como leonas, enfurecidas. Eso no necesitamos aprenderlo, lo que sí es que no podemos solas, que las leonas tenemos que rugir juntas”.
El lunes pasado, Lorena y Analía sujetaban los palos de una bandera que alguna vez sirvió para imponer la imagen empresaria de la cadena de supermercados San Cayetano cuando la represión se descerrajó. Ahora esa bandera con el logo de su lugar de trabajo las identifica como trabajadoras que quieren poner a funcionar la sucursal que los patrones abandonaron. Nunca, nunca se hubieran imaginado que iban correr entre las balas de goma y los gases lacrimógenos. Pero como esas mujeres de delantal celeste de las que ellas quieren aprender desde hace meses, descubrieron que tienen muchas más capacidades de las que nunca, nunca hubieran imaginado. Es increíble, cómo todo puede cambiar si una sale de su burbuja, dice Analía a los 28 años y con diez de experiencia laboral en supermercados. Antes era de la casa al trabajo y del trabajo a bailar, a buscar alguna oferta de ropa, a ver a sus sobrinos. “Vos ves algunas cosas por televisión, pero no sabés lo que pasa, yo pensaba que a lo mejor la policía tenía razón cuando pegaba porque la gente tiraba piedras. Pero cuando lo vivís es otra cosa, cuando lo vivís te das cuenta de que no importa lo que hagas, te van a pegar igual aunque sea una lucha de pobres contra pobres.” Lorena era auxiliar de caja cuando sus compañeros decidieron la toma del supermercado. Ese día está marcado en el calendario de su memoria; ahora todo se cuenta antes o después de eso. Antes, antes incluso de que terminaran esas 24 horas ella confiaba en sus patrones, hasta se fue corriendo detrás del subgerente cuando los empleados comenzaron con la medida de fuerza. Quedó del otro lado de la cortina metálica, escuchando cómo sus compañeros la llamaban, le decían que no tuviera miedo, le preguntaban qué pensaba hacer, si creía que esos tipos alguna vez le iban a pagar lo que le debían. Que ya era mucho, porque hacía meses que sólo le entregaban unos pesos los viernes. Al otro día se despertó y dijo basta. Entró al supermercado y allí está desde hace 70 días. El lunes pasado las dos compañeras pensaron que iban a morir, literalmente, asfixiadas por los gases. Antes habían pensado que era inútil hacer asambleas o enfrentarse a quienes les daban trabajo aunque no un sueldo digno. Ahora saben que nada es como parece. Las obreras de Brukman les sirvieron de inspiración, dicen, igual que la experiencia de los trabajadores de Supermercados Tigre, en Rosario, a donde viajaron para ver cómo hicieron ellos para llenar otra vez las góndolas. Ese viaje las llenó de optimismo y ya están haciendo pan casero para vender y abrieron un merendero y un comedor popular. “Pero también sabemos que lo de Brukman, como lo de Zanon en Neuquén o Supermercados Tigre resistieron porque cuentan con el apoyo de los vecinos, del pueblo. Nosotras estamos un poco aisladas en Bella Vista y eso nos da miedo. Por eso vamos a las movilizaciones, donde sea para apoyar las luchas. Ojalá que a nosotras nos apoyen también porque sin el barrio, sin solidaridad, nos pasan por encima. Nosotras huíamos de la política, y te diría que ahora también. Pero sin darte cuenta estás en una lucha política y todo el mundo te quiere convencer. Nosotras en la lucha sí –insiste Lorena–, en todo lo que podamos aprender para nuestro proyecto. Pero nadie nos va a convencer de nada. ¿Votar? Qué sé yo. Creo que va a ser domingo y no voy a saber a quién, porque la verdad, no me interesa.”
–¿Tampoco creés que la suerte de las empresas bajo control de los trabajadores correrán distinta suerte según quién gane?
–¿Acaso vino algún candidato a preocuparse por lo de Brukman? -repregunta Analía–. ¿Acaso los viste decir algo sobre el tema?
Estela Cárdenas fue otra de las mujeres que se sacudió el miedo en un impulso y atravesó las vallas con que se protegían los federales el lunes. “Fue así, sin pensar, nos estaban aparateando de todos lados y nosotras dijimos que era ahora o nunca. En ese momento sentí tanta impotencia de verlos ahí con esos palos, con las armas, ¡si son pobres como nosotras! ¿No saben que lo mismo les puede pasar a los hermanos, a la propia madre? No sé, yo pensé que iban a retroceder, que no nos iban a pegar. ¡Si somos inofensivas, lo único que sabemos hacer son pantalones y sacos. Todavía siento la bronca y la impotencia de que se presten a lo que se prestaron, pero también tengo orgullo de estar donde estoy. Yo soy una trabajadora, no quiero subsidio, no quiero robar ni juntar cartones.” Estela tiene 26 y no está dispuesta a desprenderse de esa identidad de trabajadora a la que se aferra aunque a veces se siente parte de un grupo de remeros tratando de impulsar un trasatlántico. A los doce años tuvo que tomar una decisión para la que nadie está preparado a esa edad. Aunque de chiquita había soñado con “estudiar la secundaria y progresar”, cuando terminó séptimo decidió ponerse a trabajar al lado de su familia. “Mis papás y mis hermanos me decían que siga, pero quién era yo para hacer lo que nadie había hecho. Yo me daba cuenta de que todo era difícil y quise ayudar. Soy la menor de seis hermanos, yo no podía ser distinta quería estar con ellos, ayudar a mi mamá, algún día tenía que descansar”. Hasta los 19 trabajó en el taller que estaba montado en su casa, con máquinas de pedal. En un momento, antes de que el padre quedara sin trabajo y la importación de ropa mermara los pedidos hasta casi hacerlos desaparecer, la familia llegó a comprarse una máquina eléctrica. “Pero después mi hermana entró en Brukman y yo quise ir con ella, porque en casa no teníamos un domingo.” El mundo se abrió entonces para ella, desde los 12 que casi no salía de su casa. Pero las dos horas de viaje desde Berazategui terminaban en un nuevo encierro. Estela era bolsillera y eso era todo lo que tenía que hacer. A nadie le interesaba que aprendiera a forrar sizas o a cortar la tela. “Vos sos manos y pies, la cabeza la ponemos nosotros”, le dijo una vez Don Jacobo –el mismo que ahora es nombrado como el “viejo de mierda”-, cuando la llevaron a la oficina para disciplinarla. “Porque ellos veían que yo seguía con ganas de progresar.” Es raro, ahora para Estela esas novelas que la desvelaban son “puras pelotudeces”. Las mejillas se le encienden de rabia cuando explica los pormenores de la causa tal como los entiende: “Si los Brukman le deben tanta plata al Estado que la fábrica ya tendría que ser de ellos, ¿por qué se las dan? ¿Por qué a ellos les perdonan las deudas y a nosotros nada? Pagamos la luz que ellos no habían pagado y resulta que después si nos atrasamos la cortan. ¡Pero a ellos no! Nosotros tenemos las manos y los pies, sí, pero ahora tenemos también la cabeza. Ahora sabemos cuánto sale un traje, cómo venderlo, todo. Yo no me voy de acá sin nada, yo soy una trabajadora.”
En el barrio de Once hay ocho manzanas cercadas por vallas y efectivos policiales. Entre Belgrano e Independencia y entre Catamarca y Saavedra no se puede entrar ni salir sin exhibir alguna clase de prueba de que eldomicilio real queda en ese inmenso corral que custodian las fieras. Las carpas que montaron las trabajadoras de guardapolvo celeste se apoyan sobre el pavimento en la esquina de Belgrano y Jujuy, lo más cerca posible de la fábrica. ¿Qué habrá pasado con los trajes que estaban a medio terminar? ¿Los clientes que habían conseguido desde que empezaron a producir de nuevo, como la única manera de llevar dinero a casa, esperarán a que ellas vuelvan a empuñar tizas y tijeras? Después de la marcha del martes, un acto más multitudinario que cualquiera de los que se sucedieron durante la campaña electoral, las mujeres apelaron a los clientes. Dijeron sus nombres o razón social para que ellos también ayuden, para que expliquen que no rompen las máquinas sino que producen elegantes trajes. Objetos útiles en que sus manos convierten la materia prima. El trabajo que se atrasa es una gran preocupación para las mujeres que ya se acostumbraron a los saltos en la rutina, a dormir en cualquier lado, a plantarse frente a cualquiera que intente imponer su voluntad por sobre la del grupo de trabajadoras. Así en femenino, aunque haya también algunos varones, tan invisibilizados como las mujeres de Zanon. Uno de los cientos de cronistas extranjeros que cubrieron el desalojo y la represión frente a Brukman acotó en esos días: “Parece una escuelita de mujeres y otra de varones, ellas de celeste, ellos de guardapolvo marrón”. Las chicas se ríen del chiste cuando se los cuentan, pero acá no hay ninguna escuelita, dicen, acá “están las leonas”. Las que rápidamente ordenaron una rutina especial para la vida sobre el asfalto: “De siete a ocho limpieza –dice el cartel–. Prohibida toda bebida alcohólica. Después de las 22, silencio. Evitar probocaciones”. Con o sin faltas de ortografía las mujeres organizaron en esta grieta de la ciudad la vida a su ritmo y esa grieta se expande irrumpiendo en otros ámbitos. El miércoles, Celia Martínez se despejaba los bostezos y acomodaba el prendedor en el que recuerda a los 30 mil desaparecidos para ir al Festival de Cine Independiente. No tiene muy claro de qué se trata. No sabe que va a entrar en un shopping en el que los lugares de encuentro se denominan meeting point y los jóvenes se despatarran sobre puffs para esperar la próxima película. Pero allí irá ella con sus saberes, a compartirlos, a agradecer las solicitadas que firmó la gente de la cultura en esta semana, a poner, entre las promociones, una urna de cartón forrada con una página de este diario en la que se lee un título: Por el derecho de vivir, no de morir. Ahí los asistentes podrán depositar su contribución para el fondo de huelga, porque mientras las trabajadoras de Brukman estén en la calle no hay trajes para vender.
“Lo que yo digo y repito es que hay dos o tres candidatos, ¿no? O los que sean que pueden ganar; bueno que se junten y dialoguen los que están interesados en el voto de la gente y vean qué hacen con nosotros. Porque lo nuestro vale, está vigente, a la gente le importa.” Celia está convencida de que si alguno dijera cuál es su proyecto sobre las fábricas gestionadas por sus trabajadores ganaría votos. “¿Si no cómo explicás el apoyo que tenemos? ¡Si fue el barrio el que nos salvó de otros desalojos!”. Es cierto, en marzo y en noviembre del año pasado, las asambleas vecinales de los barrios cercanos y no tanto acudieron de inmediato para defenderlas. Y en principio lo lograron, incluso tienen a su favor un fallo en primera instancia del juez Enrique Vázquez que dice que la toma es una cuestión laboral no penal. Es que la toma de Brukman nació casi al mismo tiempo que las asambleas vecinales. La primera vez que se quedaron a dormir en la fábrica era 18 de diciembre. El 19 el susto las había arrinconado en el sector de plancha, pensaban que el estado de sitio iba a ser una oportunidad para que la policía las echara a patadas. “Yo me moría de miedo de estar haciendo algo ilegal”, dice Estela. El 20 de diciembre de 2001 estaban en Plaza de Mayo, habían ido al Ministerio de Trabajo asistiendo a una conciliación obligatoria que los Brukman ignoraron. La represión en la Plaza, de la que huyeron pensando que notenían nada que hacer ahí, las aterrorizó todavía más. Tal vez por eso, cuando vendieron el primer traje, consultaron con el Ministerio de Trabajo. Les dijeron que legal no era, pero podía correr a cuenta de lo que se les adeudaba. Después fueron creciendo en la medida en que se fueron encontrando, conociendo, dentro de la misma fábrica en la que habían convivido sin mirarse. “Es que los mismos patrones te aíslan”, dice Estela. Algo similar pasaba puertas afuera, cuando los vecinos se encontraban en las esquinas mirándose y discutiendo sobre su futuro como por primera vez. Las trabajadoras de Brukman se pusieron a trabajar por necesidad y por convencimiento. El trabajo es todo lo que tienen y buena parte de lo que son. Por eso están decididas a acampar hasta que les permitan terminar el trabajo que tienen atrasado. Eso es lo que les importa. En esta esquina de Belgrano y Jujuy donde las ollas inmensas humean al mediodía y a la noche, como en cualquier casa más o menos afortunada, las elecciones quedan demasiado lejos, a juzgar por los testimonios espontáneos, ni siquiera los partidos de izquierda han podido capitalizar votos para el domingo. Sencillamente no pueden pensar en ese trámite, ninguna cree que su vida o su lucha vaya a cambiar según el resultado.