Vie 05.11.2010
las12

URBANIDADES

Yo también soy una yegua

› Por Marta Dillon

¿Cómo no haberse preguntado la mañana del miércoles 27 de octubre cómo iba a hacer ella para seguir adelante? No era una cuestión de gobernabilidad, por supuesto, sino el ejercicio liso y llano de ponerse en sus zapatos por unos segundos. En los zapatos de la viuda, no de la Presidenta. En el lugar de la mujer que ha compartido todo o casi todo con alguien que, de pronto, el mismo día en que cada uno y cada una íbamos a ser contados por el censo, ya no estaba más. No más mesas compartidas, no más discusiones, no más abrazos como esos que hemos visto cien veces en los últimos días y que a pesar de la repetición no han perdido nada de su potencia. Desde la mañana del miércoles esperábamos verla; lo digo en un plural en el que entran todos, los que a pocas horas de conocida la muerte de Néstor Kirchner le daban consejos paternalistas desde columnas editoriales y los que lloraban sin vergüenza por la muerte del hombre y del líder. Y allí estaba ella la mañana del jueves, entera aunque transida de dolor. Vestida de negro, su pelo largo y suelto, los ojos cubiertos pudorosamente. Seguramente esta vez, esta primera vez, no había cargado sus pestañas con el rímel del que suele abusar –la única vez que la entrevisté me contó que ni siquiera cuando era estudiante y las fuerzas represoras de la dictadura de Onganía allanaron la pensión en la que vivía en la ciudad de La Plata salió sin maquillaje, al contrario, tuvieron que golpear la puerta del baño para obligarla a salir mientras ella terminaba de enmascarar sus pestañas–. “No llora ni deja llorar, esa es mi Presidenta”, me escribió una amiga en un mensaje de texto mientras a la distancia las dos la veíamos acariciar la cabeza de una Madre de Plaza de Mayo que se sacaba el pañuelo para dejarlo sobre el cajón de su esposo. Más tarde fue tranquilizador atisbar el temblor de sus hombros frente a alguna particular demostración de afecto. Era una mujer dolida que no dejaba de poner en orden sus cosas: levantaba las flores que le arrojaban quienes pasaban a despedir a su esposo, acomodaba las remeras y las banderas convertidas en ofrendas, devolvía los besos que volaban desde el otro lado de la valla con un gesto de su mano, se tocaba el corazón para que se supiera a dónde llegaban las consignas y el aliento que recibía. Las horas pasaban y de este lado del televisor daba vergüenza soltar lágrimas, apenas se podía rogar que le alcancen una silla, que se tome un respiro para ir al baño, para llorar a gritos, como haría cualquiera en su situación, colgada de otro hombro. Pero viéndola acariciar el cajón, frotarlo como si quisiera darle calor, una caricia extra, una palmada tanto de compañera como de cómplice y amante, era evidente que no había mejor lugar para ella que ése en el que estaba: al frente de un batallón de funcionarios y funcionarias, de pie junto a quien fuera su esposo, con la serenidad necesaria para afrontar un futuro irreversible y sostenida por un pasado que le es propio, que es su bagaje y su fortaleza. Ser “la esposa de”, llamarse a sí misma Fernández de Kirchner había sido –tal vez siga siendo– una elección, propia de su generación, es cierto, pero elección al fin. Ni siquiera cuando pasaba la mayor parte del tiempo sola en Buenos Aires, ella legisladora, Néstor, gobernador, quiso quitarse el “de” porque juntos habían construido una identidad familiar y política. Esa elección y ese proyecto compartido pretendió tornarse en debilidad no bien se convirtió en Presidenta. Por arte de la misoginia sus capacidades se habían esfumado y su elección aparecía como una imposición. El doble comando, el presidente en ejercicio, fueron lugares comunes para menospreciarla. Y sin embargo se la tildaba de soberbia por no leer sus discursos o porque en su voz se advertía una autoridad que no era prestada. Ese calificativo usado peyorativamente hizo agua la boca de quienes, en uno de los momentos más adversos de la gestión de Fernández de Kirchner como presidenta, se jactaban de haberse movilizado con espontaneidad y sin banderas políticas menospreciando tanto a la figura presidencial como a la militancia. Una y otra resultaron fortalecidas en estos días. La Presidenta al frente de las exequias de su marido, caminando junto a su hija bajo la lluvia para llevar al ser querido hacia su último destino mientras la seguían decenas de miles de personas, un techo de paraguas para la avenida 9 de Julio, fue una imagen soberbia. La transmisión más perfecta de cómo se puede seguir caminando a pesar del dolor –caminar, eso que hicieron las Madres de Plaza de Mayo– y de cómo ese dolor puede transformarse en fortaleza. Y la militancia, claro, acompañándola. La militancia recuperada como un valor por cada joven que se entrevistó en esos días. El deseo de acción, de ser protagonistas del propio destino y no de manera individual si no con otros y con otras, desde el lugar de pertenencia que si no existe todavía habrá que construir porque entonces es posible enfrentar tanto el dolor como la adversidad y también arañar si no apropiarse de los sueños compartidos. Muchos y muchas de los que estuvieron en la Plaza de los días del duelo se habrán alegrado de tener una bandera bajo la cual cobijarse. Otros, otras, la pintaron de apuro, la improvisaron en remeras o en papeles. Así nació la “Cris Pasión”, apropiándose de otro de los calificativos favoritos para denostar a esta gestión de gobierno –“crispada” fue una variante moderna de “histérica”, ese sayo que les cabe a todas las mujeres según el machismo más anquilosado– y así nació ese grupo de chicas que se mostraron el jueves y el viernes en la Plaza de Mayo con remeras serigrafiadas que decían: “Yo también soy una yegua”. Yegua, como esa a la que había que matar según una grabación que se escuchó en el helicóptero presidencial. Yegua, como se le dijo desde los sectores alineados a eso que se autodenominó “el campo” durante el conflicto en torno de las retenciones móviles. Yegua, como se les dice a las mujeres a las que no se puede domar pero se las desea tanto como se les teme. Solidaridad de género o empatía, ahí estaba ese grupo apropiándose del insulto y haciéndose cargo de la autonomía ganada por las mujeres en los últimos 50 años y que permitió que hoy mismo haya una Presidenta por voluntad popular y derecho propio que se hace tanto cargo de su dolor como de su tarea y es capaz de seguir caminando como lo hicieron otras antes, como lo seguiremos haciendo en el futuro.

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