Vie 17.12.2010
las12

Soy migrante

› Por Pamela Palomino

Antes de irnos a dormir nadie guardó nada, quedaron los celulares sobre la mesa, dinero en el mueble y olvidamos hasta cerrar la puerta con llave. Al día siguiente parecía todo igual pero algo había cambiado, lo supimos después cuando Daniel nos contó que ese primer día que se quedó a dormir en casa sintió, después de muchos años, que nadie desconfió de él a pesar de que en ese momento se dedicaba a robar.

Daniel es argentino, mis padres, mis hermanas y yo somos peruanos y lo hemos adoptado como parte de nuestra familia. El me preparó en mi cumpleaños milanesa napolitana y mi mamá cocina comidas peruanas que él no deja de comer con picante, como se acostumbra en Perú.

Daniel siempre dice ser un poco peruano y yo también me siento un poco argentina, no sólo porque me encanta la milanesa, el asado y la chocotorta sino también por lo que tengo en este país, por los años que he vivido, y, en especial, por todo lo que he aprendido de los argentinos.

Cuando hablo es cuando más diferente me siento, aunque tengo que decir que en mis clases de historia argentina también noté la desventaja ante mis compañeros (de la carrera de periodismo, en ETER, donde comprendieron que venía de otro lugar) ya que soy la única extranjera. Pero he aprendido a usar mi diferencia como un valor agregado y no como algo que me limita.

Después del conflicto en el Parque Indoamericano al inmigrante se lo calificó de okupa y hasta el jefe de Gobierno porteño (Mauricio Macri) declaró que la culpa era de la “inmigración descontrolada”. Pero creo que cada inmigrante adquiere valor por lo que hace. En la casa que mi mamá pudo comprar después de muchos años de trabajo y que mi papá construyó gracias a su oficio de albañil, nos reunimos los domingos cinco peruanos, un boliviano y dos argentinos, entre ellos Daniel, para ir a la Villa 21 y llevar leche, facturas y alfajores que repartimos a los casi 60 chicos que tenemos empadronados.

Todos los domingos recorremos los pasillos de la villa, buscamos a los niños y los llevamos a una iglesia del barrio para hacerlos jugar, cantar y pintar. La mayoría de los que estamos a cargo no somos argentinos pero los niños que asisten sí y cuando estamos juntos ninguno se siente fuera.

Cuando regreso a Perú me imagino cómo hubiese podido transcurrir mi vida si no hubiese salido de mi país e instantáneamente vuelvo a querer estar aquí porque, aunque ser inmigrante sea más complicado y aprender historia me cueste más, no me imagino la vida sin mi novio dominicano; mis amigos argentinos, bolivianos, brasileños, paraguayos, que sólo pude conocer en este país que tiene diversidad de culturas.

No siento que ser inmigrante sea malo, pienso que la vida, gracias a Dios, es un mundo de posibilidades al que uno puede acceder aunque a veces sea difícil. Este país me abrió nuevas puertas y fue un trampolín a nuevas experiencias. Los que no se abren a aprender o a recibir de los que llegamos se cierran ellos a las nuevas puertas que podemos abrirles nosotros/as.

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