› Por Martin Bergel *
Los trágicos hechos de Villa Soldati descorrieron un velo que dejó al descubierto una de las más inquietantes hebras de la sociedad argentina. Repentinamente, el conflicto del Parque Indoamericano sacó a la luz un extendido humor social antiinmigratorio. En rigor, el virulento nacionalismo heterófobo, que tiene como principal aunque no único blanco a los migrantes de países limítrofes, no constituye novedad: cabe recordar, entre miles de pequeñas violencias y discriminaciones cotidianas (esas que fueron magistralmente retratadas hace unos años en Bolivia, la película de Adrián Caetano), el emblemático asesinato de Marcelina Meneses y su bebé en 2001, arrojados de un tren en marcha, cerca de la estación Avellaneda, mientras los ocupantes de la formación los injuriaban por ser bolivianos. Estos días hemos podido ver muestras parangonables de inusitado racismo y violencia no sólo en el núcleo de vecinos de Soldati, sino en innumerables conversaciones y sitios de Internet.
Lo significativo es que tales manifestaciones tienen lugar apenas unos meses después de que fuera reglamentada la nueva Ley de Migración, que sobresale no sólo por haber reemplazado a la antigua normativa que databa de la última dictadura (la llamada Ley Videla), sino por su orientación claramente contraria a las tendencias restrictivas, constructoras de nuevas fronteras y clasificaciones sociales antiigualitarias y discriminatorias que hegemonizan el tratamiento de la problemática migratoria en el mundo actual.
La norma fue impulsada originalmente por el socialista Rubén Giustiniani, y promulgada gracias al laborioso tesón y al lobby inteligente de activistas y organizaciones sociales y de derechos humanos y ha sido destacada como un modelo a tomar en cuenta a nivel mundial. Y, sin embargo, entre la letra jurídica y la realidad concreta media una enorme distancia, tanto a nivel de las prácticas estatales e institucionales (que a menudo ignoran el nuevo piso de potenciales derechos a favor de los migrantes que dispone la ley), como, de modo más flagrante, en la propia sociedad. En ello tiene mucho que ver la ausencia, por parte del Gobierno, de una perspectiva que asuma el nuevo paradigma progresista como política de Estado. Urge entonces el reclamo masivo de campañas educacionales que apuntalen un discurso que pondere los beneficios económicos, sociales y culturales de la inmigración. Y que sobre todo, frente al argentinocentrismo rampante, excave en la historia mestiza de un país y de un mundo que han ofrecido sus mejores y más sabrosas páginas a partir de la celebración de una cultura de la mezcla.
* Historiador.
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