Vie 17.12.2010
las12

RESCATES > ADRIANA CALVO

La perseguidora

› Por Marta Dillon

“Porque luchamos desaparecimos, porque aparecimos seguimos luchando.” Esa es la frase que acuñó a modo de sello de identidad la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos a la que Adriana Calvo le puso el cuerpo hasta su último día, del que todavía no se cumplieron siete. Ella, como sus compañeros y compañeras, sabía, lo había sentido, de esa pregunta que sobre todo se habían formulado ellos mismos: ¿por qué yo y no otra, no otro?, a sabiendas de que ese otro era el compañero, era la que había perseguido el mismo sueño, el que había tenido la misma convicción. Una pregunta que no pocas veces se trocó en sospecha y que a los mismos protagonistas les había quitado el sueño. Pero Adriana sabía también, porque se lo había prometido a sí misma y a su hija nacida en cautiverio, en el piso del auto de la patota que trasladaba a la madre, encapuchada y con las manos atadas, que si sobrevivía su vida estaría al servicio de perseguir justicia. Y eso fue lo que hizo, además de criar a sus hijos, además de volver a la docencia y la actividad gremial, además de ser amiga de sus amigos. Ella era la que nunca faltaba, la imprescindible. Al frente de las marchas, la primera en declarar en cuanto juicio se la quisiera escuchar, desde el juicio a las juntas hasta esos que se llamaron de la Verdad y que encerraban el germen de un dolor insoportable: que esa Verdad no se tradujera en condenas. Y también después, ahora que en cuentagotas algunos torturadores están siendo condenados. Su intransigencia la convirtió en una mujer áspera a la hora de la discusión política. Pero era también capaz de la sonrisa cómplice cuando era necesaria y hasta de hacer chistes con su propia historia, como aquella vez en que le dijo a una compañera embarazada a término que se resistía a dejar de asistir a los encuentros para organizar un 24 de marzo “vos estás como yo”, quitando el peso de ese testimonio inolvidable sobre su parto, la imagen de la mujer que acaba de parir y limpia ella misma la sangre que quedó como rastro después del parto. Es difícil imaginarse el escenario de los derechos humanos sin presencia combativa, sin su cuerpo al frente de las marchas, sin su denuncia constante de las desapariciones durante la dictadura y las que vinieron después; la de Jorge Julio López sobre todo, porque ese albañil fue secuestrado justamente por cumplir con ese mandato que ella se había prometido: perseguir justicia. Eso mismo en lo que estaba la santafecina Silvia Suppo, asesinada en un supuesto robo en el nadie puede creer. La voz de Adriana tenía un peso específico y no sólo en la denuncia, no sólo por el dramatismo de su testimonio. También porque estaba empecinada en contar la otra historia, la de los militantes cuando todavía no eran desaparecidos sino dirigentes gremiales –como ella–, trabajadores y trabajadoras, activistas políticos, jóvenes dispuestos a poner el pecho a las balas y que a la misma vez eran capaces de enamorarse, de construir familias y proyectar sus propios sueños sobre sus hijos e hijas. Qué orgullo y qué alivio para los de Adriana que haya sobrevivido, que su voz siga sonando a pesar de la muerte en los oídos de los torturadores y también en los nuestros, aunque no como amenaza sino como señuelo que dice “¡por acá, por acá! ¡No se rindan, no claudiquen!”, como ella que no se rindió ni se endulzó ni siquiera con lo legítimamente conseguido porque las alarmas de Julio López y Silvia Suppo no le daban –no deberían darnos– ningún respiro. Adriana Calvo va a hacer falta. No se puede evitar la impotencia cuando muere alguien entre los justos, entre las justas. Sin embargo, así como la despiden sus compañeros y compañeras se la podrá seguir despidiendo porque en esa despedida hay la promesa de un encuentro, en esta tierra, en este país, en el camino de perseguir justicia. Hasta la victoria siempre, entonces, porque esa es la tierra prometida.

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