Vie 24.12.2010
las12

PERFILES > ADRIANA LESTIDO

Trabajadora de la luz

› Por Chiqui Gonzalez*

Algo habrá tenido la infancia. Nacer en 1955, año difícil y doloroso, en una pieza del barrio de Mataderos, pobre, en una escuela pobre del lugar; hija de Laura, iracunda, dulce en la foto con la que le dedica su libro, Madres e hijas, con un pulovercito oscuro y una crucecita a la altura del pecho; hija de Serafín, que conoció la cárcel y a quien le dedica Mujeres presas.

Algo de la naturaleza del temblor, y la vibración que los chicos pequeños descubren en nuestros cuerpos, habrá quedado en su valija de imágenes. Ese desasosiego que no se nombra o a veces no tiene nombre, y le decimos soledad, pavor, desgano, vacío de no ser. Algo en blanco y negro, que se queda agarrado de la luz para hacerse resistente.

Algo escrito en el tiempo y la memoria que no tiene forma de tema, tiene forma de lazo, de gesto, de la tensión del encuadre, de negrura inteligible, capaz de iluminar el secreto.

Algo debe tener la pérdida, cuerpo amado nunca recobrado, compañero del alma, amante que se va y te deja viva, desaparecido en 1978, año oscuro entre años oscuros, para que Adriana Lestido comenzara a sacar fotos: una artista de la luz, afanosa manipuladora de lo que permite ver, una constructora resistente de imágenes contra la oscuridad; qué paradoja, qué resistencia incalculable...

Algo debe tener su infinita paciencia, su silencio de estar y no estar, para esperar el momento maravilloso de la inminencia; como una actriz que sale a escena, una tensión de la sensualidad provocativa, un adelantarse del alma al cuerpo, para dejar ver a través de él todo lo que “dice, lo que dice más que lo que dice, lo que dice la otra cosa”, como recuerda Pizarnik.

Y el asunto es simétrico y sanador. Ella espera también en inminencia y ritmo, y esa cantidad de mujeres tiemblan, se abisman, se trascienden, para darles la verdad de lo que son, de lo que sienten. Cuando la cámara hace click, la fotógrafa y su modelo se habrán encontrado en el minuto perfecto de la revelación.

Y allí, el cuerpo se venga por haber sido atravesado y la bidimensión del plano no puede con nosotros. Adriana Lestido expone cuerpos con respeto, sin falsas piedades, cuerpos tatuados (“Darío, te amo”), quemados, extraviados, voluptuosos, locos, arrancados del amor, sosteniendo hijos, exasperados, inocentes al fin de tanto olvido, marcados por la clase y la vida, prisión o intemperie, pero metáfora definitiva de gran parte de su obra.

Y todo clama por los vínculos en el despertar de la sensualidad, en la nena, bombacha a la vista, que mira a través de sus manitas, en las simetrías de Mary y Stella, en el desgano voluptuoso de las mujeres presas, de mucho más que una prisión: está el vínculo, el lazo de la separación resistente y roto.

“No me pregunten por la infanta Margarita, ni por el perro, ni por la enana”, decía Velázquez ante Las Meninas. “Yo sólo pinto el aire que hay entre ellos.” Eso es Lestido: el aire-luz que hay entre nosotros, sanadora de vínculos, narradora de historias que fueron o pudieron ser, siempre curando el amor para volver a amar, camisa sola sobre la silla, ropa de hija abandonada en el pasto, catálogos con fotos individuales que se encuentran en las páginas, se recobran a sí mismas, como el puro paisaje gris, mojado, que hace a los cuerpos ausentes, irreconocibles, como si un lazo más amplio nos cubriera a todos, una humedad piadosa, el viaje de vivir.

Adriana Lestido eligió atrapar el tiempo y capturarlo en la síntesis para siempre. Lo dramático fluye en ella y entonces crea historias en apretados núcleos, donde cada uno es un clímax y hay pocas transiciones. Narra con su propio cuerpo. Ideología, vida y compromiso son lo mismo para ella, son mirada y dignidad. Busca la tensión y nos tensiona, nos coloca en contextos tan reales, tan poéticos, que es imposible no llorar por lo que somos, por lo que no somos, por lo injusto y lo intolerable y lo luminoso de vivir. Siempre está el poder en sus fotos, tatuado en la luz, los hombros y el enfoque. Siempre anda ella por exposiciones y premios, sin olvidar jamás de dónde viene, sin abrazar a todos los que respiran exclusión, a todos los que luchan contra la desaparición y la tortura. Ella hace verdades con fotos, hace memoria, hace justicia.

“Y al fin todo es obra del amor, del amor verdadero”, decía su madre. Y ella lo entendió muy bien: nos dejó llorar ante sus fotos, nos devolvió la tibieza de lo ausente, nos indicó cómo alguien se abraza al cuello de la pasión en la noche, nos retrató dormidas con nuestras hijas en sueños, nos devolvió un viaje brumoso, pero viaje al fin.

Nos puso ante todas las ventanas, y es sabido que las ventanas pueden volverse puertas. Nos mostró todos los espejos y es sabido, por Alicia, que es posible atravesarlos. Nos devolvió la esperanza y la belleza...

* Ministra de Innovación y Cultura de Santa Fe.

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