ENTREVISTA
a salvo del tiempo
Es de esas mujeres sin edad y que, si llegan a tenerla, la honran. Graciela Borges puede darse el lujo de contar anécdotas casi increíbles, como que Pablo Picasso le regaló un dibujo en una servilleta. ¿Cómo no imaginar a aquel mujeriego fascinado con ella? Pese a la pátina de levedad que la rodea, la Borges pelea contra su intensidad, tiene los poros y los ojos abiertos.
Por Marta Dillon
Desde el piso 13 el vaivén del tránsito no es más que un fluido de luces, rojas hacia el norte, blancas hacia el sur. En esta altura se está a salvo de la contaminación de la hora pico, con sus bocinas y sus frenos, ni siquiera es posible oír los propios pasos, amordazados por una alfombra blanca en la que dan ganas de andar descalza. Todo es tan blanco aquí que parece la escenografía del estar de una diva. “¡Zelma! ¿No sabés dónde están mis viejos zapatos de tiritas?”, se escucha detrás de escena, ahí donde las divas pueden calzar pantuflas. Esta, sin embargo, hace su entrada en el majestuoso living como si recién se hubiera levantado de la siesta, esponjando sus rulos negros y fingiendo una disculpa, un simple detalle de coquetería. “Vos ahí y yo a los gritos”, dice Graciela Borges con esa voz que la viste de estrella aunque esté de entrecasa y que alguna vez la avergonzó hasta la mudez. Era una nena entonces, flaca y temerosa de las burlas de sus compañeras de colegio bien, porque sus palabras parecían emerger de alguna gruta y porque en los años cincuenta no estaba bien visto tener padres separados. Ahora que es una mujer que ya cumplió los sesenta se ríe de lo pronto que llegó la venganza, aunque esa palabra no entre en su vocabulario. Tenía siete cuando su mamá la mandó a clases de declamación y ella descubrió maravillada que si alguien le escribía el guión podía ser capaz de plantarse frente al mundo. Todavía se acuerda del pánico de la primera vez que tuvo que recitar frente a su profesora “doctorcito, doctorcito, hágame un favorcito...” y de lo dulce que fue, al poco tiempo, una vez que había ganado algo de soltura, representar a la Virgen en un “acto vivo” en la escuela. “Fue maravilloso, porque las mismas que me cargaban tenían que estar arrodilladas a mis pies y yo podía darles pataditas desde mi altar.” De esa primera vez aprendió dos cosas, la primera fue que las palabras de otros fluían con soltura desde su garganta. La segunda, que el “miedo está antes de cada cosa gloriosa en la vida”. No es que haya sucedido nada de esa talla en esta entrevista, pero al final ella confesará los nervios previos. Es que todavía sufre cuando sabe que cualquier cosa intrascendente que diga frente a un grabador puede convertirse en título, sobre todo cuando la intrascendencia está ligada a su vida sentimental. Es capaz de deprimirse cuando algo así sucede. “Mis amigos me dicen que no puede ser que a esta altura de mi vida no pueda cagarme un poco de risa de esas tonterías. Pero lo que sucede es que yo soy muy intensa.”
Melodramática no, intensa. Así se define, aunque después conceda que algo de esa intensidad es en vano, como la que exhiben algunas actrices de teatro. ¿Y qué es la intensidad?
–Es ser emocional, y la emocionalidad nunca es buena, es cursi. Lo bueno es estar en el corazón, pero la emocionalidad del corazón siempre es un poco mentirosa. Pero bueno, yo soy una artista. Si alguien sufre yo no me lo puedo tomar ligeramente como un inglesa del 1800, a mí me agarra laAna Magnani. Después me recupero y hago lo que puedo por quitar dramatismo. Pero no siempre lo consigo.
–¿La intensidad es necesaria para una actriz?
–No creo que la personalidad de uno tenga que ver con la actuación. Una es más sabia como actriz cuando conoce más personas, porque hay que saber cómo es el ser humano para poder pintarlo en sus matices. Yo no hubiera podido hacer la Mecha de La ciénaga (su personaje en la película de Lucrecia Martel). Y eso que había una mujer en mi infancia, conviví con ella, la adoraba, que era alcohólica. Siempre se aparecía con su cartera y su vasito medio escondido. Decidí traerla a mi memoria emocional, no a la manera de Stanislavsky, sino que quise traerla porque la quería mucho y era fantástica.
No es melodrama entonces esa manera en que la voz se le quiebra cuando habla de las inundaciones de Santa Fe. Quiere hacer algo por esa gente, al menos visitar los centros de evacuación con otros artistas para llevar donaciones y “un poco de alegría”. Lo que más la angustia, dice, es esa gente que ni siquiera se enoja, “esos que exhiben una bonhomía tan maravillosa que aceptan su destino. Hay otros que al menos se quejan, que odian al Lole. Y yo lo entiendo, pero la verdad... a Lole lo conozco de toda la vida, su mujer era mi mejor amiga, él corrió con mi Juan Manuel (Bordeu). Yo no me meto en política, pero hay conciencias y conciencias y hay seres que pueden ser más o menos eficaces, pero que vos sabés que son honestos. Y Lole es uno de esos”.
– No será el único amigo de otra época que se dedicó a la política. ¿Te llamó la atención?
–Claro, a Palito (Ortega) lo conozco de chica también, pero hace mucho que no lo veo al Negro. Lo más que sé de él es que tiene un hijito maravilloso que va a ser el director de mi próxima película y a quien elegí con el corazón y con la conciencia porque hizo un film admirable. A lo mejor no es algo que a vos y a mí nos pueda encantar, pero que a los 19 años se haya dedicado a pensar sobre la vejez, la muerte, el deterioro... francamente da gusto verla. ¡Y ahora este libro! Recién me llamó Rita Cortese para decirme que lo estaban terminando, yo no sé cómo habrán hecho para mejorarlo, porque el original de Carolina Fal era espléndido. Pero volviendo al tema, te confieso que yo no sé seguir los pasos de la gente. Yo no puedo creer que hagan política por intereses económicos o quiero tener un pensamiento positivo sobre ellos. Es cierto que el poder puede ser contagioso, pero en el caso de los artistas creo que tienen un alma tan loca y tan dispuesta en general –siempre hablando de los auténticos artistas y no los mediáticos– que quiero pensar que si hacen política es porque tienen un interés genuino, la verdad es que hay que tener agallas para bancarse el descrédito. Yo con la sensibilidad que tengo, si alguien supusiese que quiero sacar un peso de una acción política, me muero. Pero la verdad, si me preguntás, es que detestaría que cualquier persona que quiero esté en ese lugar.
Fue Jorge Luis Borges el que le prestó su apellido una tarde en que la niña que empezaba su carrera artística lloraba porque su padre, hijo de un noble vasco, le prohibía manchar su nombre ubicándolo en las marquesinas. No era la primera prohibición que padecía, los libros que gozaba leyendo tenían páginas con cruces rojas que ella debía saltear para cumplir con el mandato paterno. Era injusto, a Graciela no la dejaban salir, hasta la habían acusado de faltar a la moral por haber recibido una carta de amor a los 13, y ellos, sus padres, ni siquiera habían podido sostener los juramentos del matrimonio. A los 17, cuando ya paseaba por festivales internacionales en vestido de gala, todavía la acompañaba su mamá cuando alguien la invitaba al cine. Pero ya no quiere hablar de eso, en ese lenguaje particular que la distingue, que mezcla los términos de la new age con los “espléndidos” y “maravillosos” de su clase, Graciela dice que quiere “llenar de luz” los años de su infancia. –Ultimamente me estoy reconciliando con ese tiempo que no fue nada feliz. Es como un bosque cerrado, húmedo, en el que a veces se filtra la luz. Tal vez pensé que siempre había llovido y resulta que también hubo días de sol y quizá no me di cuenta. El otro día lo noté mirando viejas fotos de Córdoba, de las cabalgatas con mi madre por la pampa de Achala, pensando en el olor de la peperina. O mi vieja en Termas de Reyes, con su robe de chambre y las toallas en la mano para los baños termales. Pienso que debo haber sido feliz en esos momentos, ¿no?
Es curioso, Graciela habla de la infancia como un bosque, la misma figura con la que comparó la sexualidad alguna vez.
–Eso no es algo que dije yo, pertenece a un psicólogo danés que hizo un test usando el bosque para hablar de sexo. Es cierto que para mí fue una cosa oscura. La primera vez, por ejemplo, no fue buena. Y fue de grande, como a los 21 y con mi primer marido. Mucho después, en algún momento, descubrí que el goce tenía que ver con una entrega, pero no fue fácil. Mi generación, esos padres que tuvimos, nos han hecho menos gozadoras; los chicos de hoy son más libres aunque menos románticos. Yo el goce lo descubrí cuando tuve sabiduría.
–Y finalmente te deshiciste de la culpa.
–Nunca se pierde del todo la culpa, aunque ahora estoy mejor. El tiempo, la sabiduría, haberme librado de las ataduras, eso ayuda. Ahora me liberé de algunos miedos también. A lo mejor cuando estás muy relajada y empezás a gozar mucho, ahí viene la culpita...
–Pero tendrás algunos buenos recuerdos en ese sentido también.
–Seguro, pero me costó mucho sacarme de encima años de prohibición y de mandatos. Lo que te puedo decir es que una vez hice un viaje a un lugar, no te puedo decir ni dónde ni con quién. ¡Pero fue tan bueno, tan libre! Emocionalmente, y sexualmente también. Ahí yo le dije al Tata Dios: ‘Muchas gracias, si no vuelvo a vivir quince días como estos, no importa, ya está, ya sé de qué se trata’. Lo malo es que parece que lo tomó al pie de la letra.
Nunca, nunca se resistió a sus encantos un hombre que ella hubiera elegido. Es fácil creerle, tiene un porte de reina y una historia que ha conmovido a varias generaciones masculinas. En una de sus viejas fotos se lo ve al mismísimo Paul Newman mirándole discretamente el escote a una joven y radiante Graciela, estrella del Festival de Cine de Mar del Plata, a fin de la década del 50. ¿Quién más que ella puede decir que Pablo Picasso le regaló un dibujo en una servilleta? Además, como sea, es la única hija adoptiva del viejo Borges, como ella lo llama. Jean Cocteau la dirigió cuando era adolescente y unos años más tarde, cuando ya era una joven recién casada, se dio el gusto de abandonar la producción de un film que dirigía Hugh Hudson para hacer de script girl de Roman Polanski. “Con Juan (Manuel Bordeu) producíamos un film sobre la vida del chueco Fangio, era un documental y para eso contratamos al que después fue el director de Carrozas de fuego. Una vez estábamos en Montecarlo, filmando las conversaciones de Fangio con otros corredores y encontramos a Polanski que filmaba, a su vez, la vida de Alan Jones. Y bueno, yo enseguida me cambié de película. No actuaba, era pizarrera. Lo hacía de onda, como dicen los chicos.” Graciela, la auténtica diva morocha de este sur, también tiene su corazoncito cholulo. Si pudiera elegir, dice, le hubiera encantado ser escritora. Tal vez por eso no dudó un instante en levantarse de la cena de agasajo que le ofrecieron en La Habana el último diciembre, cuando fue a recibir su premio a mejor actriz, para ir a buscar su camarita de fotos. No quería perderse la oportunidad de tener un retrato junto a Gabriel García Márquez. Le hubiera encantado tener también un recuerdo de Fidel Castro, pero le pareció que era demasiado interrumpir una reunión protocolar en la embajada de Francia con Polanski, el Gabo, para pedirle que pose junto a ella. –Polanski siempre decía que en definitiva uno hace cine para ir a La Habana. Es un festival mítico y disfruté mucho yendo. Desde el primer momento sentí la emoción de estar en esa isla. Yo no era una beba cuando fue la revolución, pero era chica. Igual tenía una gran admiración por los relatos de Fidel, el Che, Camilo Cienfuegos. El primer día me desperté con una sensación especial, me calcé mis viejas zapatillas y salí. Desde un lugar sagrado mío quería saber cuál era la verdad sobre Cuba. Esa era mi expectativa.
–¿Lo descubriste?
–Ese día caminé ocho kilómetros por el malecón hasta La Habana vieja. Fue impresionante porque la gente quiere comunicarse, se acerca. ¡Muchos conocían mis films! Y eso que yo andaba con ese aspecto que tengo cuando voy de progre por la vida. Lo único que supe es que nunca iba a saber qué pasa exactamente. Es un pueblo en el que todos, del más grande al más chico, tienen conciencia de la dignidad. Pero falta la libertad, hay una falta de libertad un poco asfixiante.
Ir de progre por la vida es, para Graciela Borges, preocuparse más por la comodidad que por el aspecto personal. “Esto puede parecer raro para una mujer que tiene que estar cuidada porque es famosa, porque está catalogada como más o menos mona ir con la cara lavada y en zapatillas ya amoldadas a mis pies, con mi ropa de gimnasia pilates.” Así es como sale cada mañana a caminar por los bosques de Palermo, como mínimo una hora y media, a veces más. Ya no reivindica la disciplina de la meditación, ni los seminarios de insight, ni ninguna otra práctica asociada a la “nueva era”. Ella cree en “caminar y respirar. ¿Qué es la new age sino lo que ya sabíamos: que hay que estar bien con una misma, con los otros y con este planetita para no herirlo demasiado”.
–De todos modos, alguna vez se mostró entusiasmada por el descubrimiento de ese modo de encarar la vida.
–No, la verdad es que nunca fue un descubrimiento, quiero ser honestísima. Siempre hubo algo detonante para mí por el hecho de ser mujer. Fui haciendo otros descubrimientos a medida que cambiaba, que iba tomando más fuerza, una posición propia. Supongo que ser feminista es querer ganar lo mismo que los hombres. Al final todo lo que buscamos es un poco más de respeto. El otro día me trajeron un libro para que evaluara hacer un papel que me llenó de curiosidad, todo un desafío porque tenía que hacer de travesti. Y me encantó, porque era toda una vuelta, primero tenía que ser hombre y después elegir ser mujer.
–¿Vos elegirías ser mujer si pudieras hacerlo?
–Siempre. Porque además estamos en un momento maravilloso, podemos decidir ser lo que querramos, escribir, filmar, tener hijos o no. Bueno, yo ya no puedo, aunque con todo esto de la inseminación hasta es posible que eso también. Yo no tengo discurso para decir por qué estamos tan bien, pero siento que estamos muy luchadoras, no porque la vida sea buena. Estamos bien, entre otras cosas, porque nos animamos a decir que nos violan y no solo con un pito adentro sino de muchas maneras.
Además de un ícono del cine nacional, la señora Borges tiene el mérito de haber pateado el tablero de lo que se suponía que una mujer como ella podía hacer. A los 53 tuvo un romance con un arquero de fútbol al que le llevaba más de veinte años, que desató todo tipo de debates en todos los medios de prensa. Toneladas y toneladas de tinta que la defendían, la atacaban, discutían sobre los verdaderos motivos de la pareja, bla, bla, bla. Ella se angustió, como corresponde. Si, como dice, fue actriz porque necesitaba sentirse amada y reconocida, con ese amor privado empezaba a perder pie. A esta altura de su vida ya no quiere hablar del tema, algo de bronca se cuela en su negativa. Solo dirá que no fue la diferencia de edad lo que tanto molestó a los biempensantes, sino que además el muchacho tenía un origen humilde. Y eso fue mucho. Lo cierto es que después de ellahubo muchas otras que se sirvieron del camino que la Borges había allanado. Algo quedó en el imaginario colectivo de esos años de amor y fútbol, su última aparición en televisión la tuvo como protagonista de una breve pasión entre un joven y la espléndida mujer madura que es. En estos días, además, empezará a verse una campaña de Rocca Cherniavsky para la marca de ropa Key Biscaine en la que el atlético dueño de la firma cumple el sueño del pibe de conquistar a la diva. Ella es ajena a esas fantasías, de hecho ha convivido con ellas desde antes de que sus padres le permitieran ir al cine sola. Y en cuanto a la edad, ¿qué se puede decir de la edad que no haya contestado ya en los últimos veinte años?
–El viejo Borges decía, una vez que un periodista lo acusó de contestar siempre lo mismo, que el problema es que todos hacen siempre las mismas preguntas. Y es la verdad. Lo único que te puedo decir es que tengo fotos de hace 20 años en las que estoy más grande que ahora. Yo le creo a Nacha (Guevara) cuando dice que si no tuviéramos la información de lo que significa la vejez no envejeceríamos nunca. Yo por supuesto que me he hecho mi lifting y alguna otra cosita, pero hace como seis años que no me hago nada. Las marcas te dan frescura, no las podés borrar todas.
–¿Nunca, nunca tuviste una crisis por el paso del tiempo?
–A los 30, cuando el hermano de Juan Cruz, Juan Manuelito, me miró el día de mi cumpleaños y me dijo ‘Gra, qué grande que sos’. Ahí me quise morir. Pero soy afortunada, tengo la piel de mi madre y, por lo demás, ya te digo: camino, camino. Todos los días, pensando en los films que habría que hacer, en los guiones que voy a escribir. Voy sola, mirando al piso, pensando. Si alguien me mira mucho como si me reconociera hago Quico -dice y ensancha las mejillas como el personaje del Chavo– y listo. Lástima que después me como mi bifacho con papas y huevo. Pero bueno, tengo las mismas lolas y mi mismo traste. Los mismos defectos y virtudes de siempre.