Vie 25.01.2002
las12

ANTICIPO

El ocaso de Billie

En “Cuerpos frágiles, mujeres prodigiosas”, de próxima aparición, María Martoccia y Javiera Gutiérrez analizan las vidas de un puñado de mujeres brillantes que si bien encontraron la manera de expresar sus talentos, no pudieron evitar que en sus cuerpos quedara el registro del dolor. El fragmento que se reproduce aquí detalla el costado oscuro de Billie Holiday.

Por María Martoccia y Javiera Gutiérrez

La heroína fue inventada con la “intención” de “combatir” la adicción a la morfina. Se inició como un preparado médico, derivado de la misma morfina, que “accidentalmente” puso en el mercado una sustancia que resultó ser más nociva que la anterior. Su efecto se ejerce sobre el sistema nervioso central y su característica clave es que alivia el dolor. Anestesia. Detiene los sentidos. Pero, ¿dónde se aloja el dolor? ¿En el cuerpo, en los sentidos, en la mente? ¿En cada hueso, nervio, cabello, latido? ¿En cada pensamiento, en cada recuerdo? ¿En qué parte del cuerpo duelen los recuerdos, las malas experiencias? ¿Qué es lo que hay que apagar, qué lo que hay que acallar? ¿Acaso se puede acallar el vacío? Billie Holiday estaba conformada por vacío, el vacío era su familia, su confidente, se esencia: marcaba el derrotero de su personalidad. Nada la colmaría, y la muerte de Sadie lo reafirmaba, lo ponía en primer plano.
Billie se quedaba sin soporte en el mundo. Y se desprendería.
Los Estados Unidos entraron nuevamente en guerra. El Estado había puesto la marihuana en el listado de sustancias ilegales, y esto disparó la circulación de heroína y dio argumento para la represión. Billie actuó para miles de soldados; siguió grabando y cantando, todas las noches todas las canciones una y otra vez, ininterrumpidamente. Entre los críticos se la consideraba no sólo una cantante, sino una música que estaba señalando nuevos rumbos para el jazz, un genio instintivo que dejaría huella. Pero Billie se empezaba a adentrar en lo que llaman la “Vía dolorosa” del show bussines. Había estado borracha y fumada desde los quince años. Ahora inhalaba y un poco después se inyectaba enormes cantidades de heroína. “Cualquier otro podría haber muerto en seis meses haciendo lo que ella hacía”, declaró el bajista John Simmons. La sostenía la fortaleza propia de quien ya sabe demasiado sobre la naturaleza humana. Su nihilismo no era una posición filosófica, era su sostén. Como todo adicto que se inyecta, ella laceraba su cuerpo, lo invadía, violaba los canales naturales de ingreso de sustancias, afectaba directamente el corazón.
Billie estaba en pareja con su proveedor, ganaba mil quinientos dólares semanales, pero los gastaba en dosis que pagaba hasta diez veces más de lo que en verdad valían. Empezó a perder peso con rapidez, llegaba tarde a los conciertos, se “colocaba” antes de entrar a escena, deambulaba. Qué razón había para perseguirla y detenerla es un interrogante sin respuesta. O se supone que en verdad buscaban a su amante. Pero en 1947 fue ella la que cayó. Ella se declaró culpable de tenencia de estupefacientes, no aceptó abogado y pidió ir a un tratamiento de desintoxicación. Los fiscales la presentaron como una enferma necesitada de tratamiento, pero el Estado requería información y la presionaron hasta condenarla a 366días de prisión. Su manager opinaba que era “lo mejor que le podía pasar”. Su amante se esfumó.
En la cárcel alojaban a las presas separadas por su color de piel. Pusieron a Billie a cultivar, a limpiar los cerdos y, finalmente, cuando el médico diagnosticó que era una “persona urbana”, que tenía que hacer algún trabajo en el interior, la enviaron a la cocina. “Mi trabajo consistía en fregar los platos, limpiar las ventanas, subir el carbón, preparar los fuegos por la noche. Debía levantarme a las cinco de la madrugada, abrir el comedor, poner la mesa, cocinar los cereales, verter la leche en los vasos, partir en pan en rodajas, preparar el agua y hacer café. Era un trabajo duro, en especial porque no había que acarrear doce cubos de carbón todas las noches”. No cantó una sola nota mientras estuvo presa. “Mi canto se basa exclusivamente en los sentimientos. No puedo cantar nada que no sienta. Y en todo el tiempo que estuve allá no sentí absolutamente nada”.
Al salir de la cárcel, se encontró con que tenía un amigo –Bobby Tucker–, un perro –Mister– y dos managers que competían por representarla. Así llegó la primera noche en el Carnegie Hall, organizada por uno de sus managers, con apenas un par de avisos en un diario, la sala se llenó. El aplauso cerrado, el respeto, incluso el amor se desencadenaron cuando ella entró al escenario.
Billie electriza a su auditorio. Lo convierte en partícipe de una rebuscada intimidad de padecimiento y sensualidad. Dice gracias con voz casi inocente, y tose con tos de fumadora. Está inmensamente quieta. Ni siquiera mueve las manos. Su vestido brilla, sus labios brillan. Respira y mira a su pianista. Canta o tal vez predica: Cuerpos colgando de los árboles, extraña fruta... Tose y agradece. Canta: El hasta me golpea, ¿qué puedo hacer? Si lo amo tanto... Donde quiera que él esté, soy suya. Transmite, involucra, busca cómplices. Y se ofrece. Ha ganado peso y parece saludable; frente al público es un tanto tímida, vulnerable, casi pudorosa. El teatro está repleto. El público, que se dejó llevar, se envuelve en esa red agridulce y pide más. Billie les da seis bises. Detrás del escenario ha recibido una gardenia y, emocionada, al intentar acomodarla en su cabello, se lastimó. Un hilo de sangre le recorre el rostro. Al terminar el show, se desmaya. No es premonición, no es un aviso. Es que no hay placer sin herida.
Billie ha dejado de ser una cantante, una persona que despliega un repertorio: ella es lo que canta, y lo será cada vez más. Al verla diluirse en cada canción, quien presencia sus actuaciones no ve solamente un espectáculo, sino que está frente al fenómeno de la sombra: es la persona quien le da forma, pero en la estética del reflejo, transforma a la persona convirtiéndola en vehículo de su fascinante y oscura aparición. Como consecuencia de su condena, el Estado de Nueva York le retira la licencia para actuar en bares. Así queda excluida de su verdadero y único lugar, sus múltiples hogares, donde era contenida aunque fuera por personas tan derrumbadas como ella misma. Tiene éxito con una obra musical en Broadway, pero enseguida vuelve a ser una desocupada. Entonces aparece John Levy. El hombre era propietario de un club de la famosa calle 52, doce se “cocinaba” lo más sobresaliente del jazz del momento. Era, además, un tipo con aplomo, que sabía y podía arreglar con la policía –más tarde Billie supo que en realidad era informante–, por lo que le podía ofrecer trabajo en su local a pesar de carecer de una licencia. Por un tiempo, Levy le dio la vida a una amante de lujo sin proponerle ser su amante, aunque pronto lo serían. La impresionó echando con métodos mafiosos a Jimmy Monroe, el primer marido de Billie, cuando éste apareció por el Club. Le regaló flores, la llevó a comprarse ropa fina y le puso un auto con chofer a su disposición. Parecía tratarla como “se trata a una dama”. También le arreglaba y le manejaba el dinero. Entre los contratos que Levy consiguió está el del Stran Theater de Broadway, donde debía actuar los siete días de la semana, cinco funciones por día. Era el evidente arreglode un cafishio que rodeaba a su trabajadora de lujo adquirido con el dinero que ella producía y que no podía tocar. Por Levy, que traficaba y quizá se la quería sacar de encima, llegó otra vez hasta la Corte, bajo el cargo de posesión de narcóticos, pero esta vez no fue presa.
Entonces volvió a girar por todo el país, por Europa. También vuelve a la heroína, se divorcia de su primer marido y se casa con un antiguo conocido, Louis McCay. Sus últimos cuatro años son una procesión enloquecida y triste. Cada vez más, su organismo se convierte en un registro crudo de una fractura vital que crece, erosionando el cuerpo, martirizándolo. Billie está anémica, tiene profundas lastimaduras en los brazos, los pies se le hinchan hasta no poder ponerse los zapatos. En Europa es recibida como una estrella, aunque los medios insisten en poner el acento en su adicción. Su presencia se ha transformado en un icono, social y personal. De la época que le tocó vivir, del lamento del ser. No pasa una hora del día sobria. Sus actuaciones y grabaciones fluctúan entre la más impresionante solidez interpretativa que los espectadores hayan visto –con el delicado swing, el sexo implícito en las inflexiones de la voz, la reaparición de la antigua flexibilidad y ligereza y la profundidad– y las noches en que no puede mantenerse en el escenario, en las que no consigue manejar su voz o se pierde, Billie tiene razones para desconfiar de su público, que también fluctúa entre la adoración y el morbo, entre el aprecio y el desprecio, la compasión y el juicio.

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