Viernes, 10 de junio de 2011 | Hoy
RESISTENCIAS
Olga Guzmán tiene 34 años, algo menos de la mitad de su vida la pasó en la cárcel, donde todavía vive y planea sus próximos años. Condenada a prisión perpetua, intramuros se topó con una vocación que descubrió apenas su escritura se hizo fluida al terminar la primaria. Convertida en “la poeta” del penal de Ezeiza, Olga anota poemas compulsivamente para comunicar cada cosa que ve, que vive, que siente. Con parte de ese material se editó Esta vez decido yo –América Libre–, con prólogo de Osvaldo Bayer.
Por Alicia Beltrami
La que sigue podría ser una más de las tantas historias de mujeres condenadas a prisión perpetua. Pero es la historia de Olga Guzmán, quien a sus 34 años ya pasó en la cárcel poco menos de la mitad de una vida que parece cruzada desde sus inicios. Ella lo sintetiza diciendo que tuvo una infancia sin un solo día de felicidad. Sus ojos de niña en la paraguaya población de Colonia Vera no vieron otra cosa que pobreza y violencia. En sus tripas quedaron grabados el frío de los pies descalzos y los modos de un padre bondadoso que solía perder los cabales con el alcohol. Una vida dura, de embarazo precoz y partida hacia Buenos Aires para vender en las calles y limpiar en casas que no eran suyas, para perderse con las promesas de un hombre y en la desazón de un intento de robo que no terminó nada bien.
Pero Olga irradia alegría, porta esa belleza que suele darle la fortaleza a la gente, ese brillo particular en los ojos y un dulce modo de decir. Vive desde hace once años encerrada entre los muros de la Unidad 3 de Mujeres en Ezeiza, que podría dejar en cinco años si recibe la expulsión a su país, el beneficio legal que les posibilita a las extranjeras salir en libertad una vez cumplida parte de su condena.
La cárcel sumó más violencia y depresiones a su vida, pero también fue el lugar donde se encontró con la escritura. Ocurrió hace siete años, cuando sentía lejana su libertad y como una manera de enviarles amor a la distancia a sus hijos Carla y Juan, que viven en Paraguay. “Fue en medio de la soledad más absoluta. Al principio guardaba los poemas que escribía. Me subestimaba mucho, pero después encontré personas que supieron guiarme y apostaron por mí.”
En una de las conversaciones telefónicas que siguieron al primer encuentro, Olga contó que empezar a mostrar sus escritos –“mucho tiempo después, hace más o menos tres años”– la ayudó a socializar porque suplía su falta de diálogo regalándoselos a sus compañeras. Para ese entonces, había rendido libre la primaria y logrado vencer una depresión por la que posponía el cursado de la secundaria. Y hubo un día clave que la definió en el rumbo de la escritura: fue cuando durante una clase de Literatura le hizo un comentario, mediante un poema, a su profesora Ana María Russo. “Es que cuando regresaba de la escuela al pabellón, veía a compañeras mirando la tele, pura teta y culo, y me preguntaba qué podría hacer, porque así nos tienen idiotizados mirando la caja tonta. Escribí sobre eso y se lo di a Ana. Ella se emocionó mucho, me dijo que tenía talento, me alentó y empecé a regalarle una poesía cada viernes. Una tarde terminamos las dos llorando y desde entonces tenemos una amistad como de madre e hija.”
Desde hace apenas unos meses, cuarenta y ocho de esos poemas forman parte de Esta vez decido yo. Poesía desde el encierro, un hermoso libro en el que imprimió su vicio de volar hacia la libertad. Incentivada por La Galle, como llaman a su compañera Karina Germano, que jugó por primera vez con la idea de publicar y contagió a la editora de América Libre y militante de los derechos humanos Claudia Korol para que juntas le dieran forma. “Este libro es más de La Galle que mío. Ella vio en mí esa escritora anónima. Ahora dice que estoy obsesionada –agrega con picardía–, es que me encanta escribir, me descarga, me siento escuchada por la hoja.” Lo mismo que le sucede con la pintura, porque Olga también dibuja y lo hace bien.
Al abordar esta historia surge –inevitable– la pregunta acerca de qué es el arte cuando existe afuera de todo lo que lo valida. Y la respuesta emerge contundente: se trata de una necesidad de expresión, que en este caso puede hasta romper los armazones defensivos que se construyen las internas para poder sobrevivir dentro de esos muros. El arte que puede liberar y reconstruir. Hacer renacer o tan sólo descargar un dolor profundo. Eso es para Olga, que sabe de su poder y lo defiende como una guerrera. “Escribo porque si no enloquezco”, apuntó en su libro la misma mujer que ahora disfruta de sentirse “apasionada por las vocales” y espera cada noche para jugar con ellas porque está segura de que ese cielo “es como un espejo donde se refleja el alma”.
Con su textos grita sobre ese universo de “opresores reprimidos”. Aunque anticipa que “mucho no puede contar”, porque tiene que “seguir en la unidad”, pareciera que su poesía lo abarcara todo. “Aquí, en el infierno de los vencidos, sólo está de pie la muerte”, refiere con su verso al sistema carcelario que castiga no sólo con golpes, sino con el sometimiento a requisas vejatorias, con el hacinamiento de esas 500 mujeres, con el descuido de la salud y del trabajo, la falta de higiene y las internas “suicidadas”, entre otras faltas.
“¿Conocés a Foucault?”, preguntó a Las12 un mediodía a través del teléfono. “Cuando lo descubrí, quebré del todo para poder escribir. El me dio las herramientas para sentirme libre. Paradójicamente aquí aprendí a ser libre de mis historias nefastas; a cambiar la realidad con palabras; a decir, porque el silencio es tener complicidad con todo. Aprendí eso cuando empecé a estudiar, no precisamente porque este lugar me haya incentivado, porque Foucault también me hizo entender que el sistema te hace sentir todo el tiempo que estás presa.”
Sobre eso escribe Olga. Y se hace preguntas que suelen no encontrar respuestas. Preguntas sobre temas universales o inquietudes sobre la vida práctica. Quiere saber “dónde queda el amor” cuando “la soledad tiernamente se acomoda ocupando tu lugar”, o encontrar argumentos válidos para los “cortes de tránsito”, como le llaman en el penal a la orden que imposibilita a las internas moverse del espacio donde las encuentre hasta que se disponga lo contrario. Si bien son utilizados de modo sorpresivo para trasladar desde un sector a otro a alguna detenida bajo la modalidad RIF (Resguardo de Integridad Física), para acallar un revuelo o porque sí, el tiempo de inmovilidad puede alcanzar las tres horas sin poder ir al baño, por dar sólo un ejemplo. “Tenés que estar sentada mientras hablamos, porque vas a escuchar historias del mundo del revés”, anticipó un día antes de entrar en detalles.
Lo cierto es que a esta muchacha fanática de Independiente, que cursa el primer año de Letras del Programa UBA XXII Universidad en las Cárceles, escribir también le ayuda a asumir su pasado y a entenderse. Lo hace sobre sus hijos, sus padres, su hermano fallecido en un accidente durante su encierro, para dejar de callar una violación o para acallar su culpa. Se escribe a sí misma y se dice, irónica: “Siempre anhelé una casa grande y mi deseo se cumplió”. O bucea profundo sobre el momento en que sintió que podía volver a enamorarse a pesar de los muros. “Es un misterio que me está sucediendo”, describió sobre el vínculo con un desconocido que mantuvo por teléfono durante un par de meses. Y a pesar de que el hechizo se esfumó una vez que lograron verse, recuerda con cariño y humor esos intentos de sortear la soledad y celebra que no aceptará más presentaciones de pretendientes porque de ahora en más decide ella.
Gracias a su libro, que tiene un emotivo prólogo del escritor Osvaldo Bayer, obtuvo hace unas semanas el permiso para acudir a la presentación que se hizo en el Hotel Bauen de la Ciudad de Buenos Aires. Allí, radiante entre un centenar de personas, escuchó a La Galle decir por teléfono que fue testigo de “cómo Olga fue transformando la angustia, la rabia y la tristeza en letras”, y se emocionó con “La jardinera”, una canción de Violeta Parra que le dedicaron en honor al jardín de rosas que sembró en el penal. Es que si bien a partir de la publicación “la poeta” –como la llaman algunas de sus compañeras– se convirtió en depositaria de dolores y anhelos ajenos y hasta ya planea un nuevo libro con esas historias, este proceso de autoafirmación lleva su tiempo. Quienes la conocen aseguran que el respeto de sus pares se debe a su solidaridad. El año pasado juntó a unas 30 mujeres y les dictó un taller de microemprendimientos que repetirá este año, con la idea de ayudar a bajar la reincidencia. “Acá hay talento –dice–, pero como te dan a elegir entre comer y saber, las chicas no tienen la posibilidad de descubrirse. Ellas creen que no sirven para nada.”
Lo cierto es que ésta podría ser una más de las tantas historias de mujeres condenadas a prisión perpetua, pero la palabra metió la cola. Es la historia de una mujer que con la escritura pudo atravesar los muros, alivianar su pena, la asfixia de la culpa y sentirse útil. Una mujer que lleva el dolor del abrazo en suspenso y que trabaja en el taller de serigrafía del penal –como lo hizo durante años en la cocina o limpiando los pabellones– para juntar el dinero que cada dos años le permite traer a sus hijos desde Paraguay y apretujarlos unos días contra su cuerpo. La historia de una mujer que se considera una afortunada por haberse cruzado con sus “cazadoras de sueños”, como llama a las docentes y militantes “que no quedan atrapados en sus intelectos, y que nos ayudan a tener aguante en las cárceles”. Una mujer que aun “fugitiva, con los ojos hambrientos de mañana”, se permite crecer en el mundo del revés mientras se enfrenta al misterio de ver con qué la sorprende la vida. Es la historia de Olga Guzmán.
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