Viernes, 8 de julio de 2011 | Hoy
MUSICA
La cantante y compositora Flor Ruiz acaba de lanzar álbum nuevo, Luz de la noche, 14 temas (el decimoquinto está escondido) que repasan el luminoso arco canción, con arreglos de Carlos Villavicencio y 25 músicos invitados. Después de su reciente gira por Japón, la artista le cuenta a Las12 la historia detrás de las canciones, la fatalidad de su música, qué significa ponerle el cuerpo a un proyecto, mientras comparte tés orientales, tacitas a tono y golosinas agridulces.
Por Guadalupe Treibel
Como una sirenita-reina a base de luces, Florencia Ruiz abre las cuerdas y salpica claroscuros; sus temas –distintos a todo– hunden en una fórmula-canción de voz todoterreno, donde sonoridad equivale a experimentación, riesgo e introspección y, por el devenir de las voluntades, a inevitabilidad. “Hace unos días recordé una escena muy fuerte de mi infancia. Me habían prometido llevarme a un coro o clase de canto o música. Yo tendría 6 o 7 años, quizá más. La noche anterior no había podido dormir. Me resfrié y mi voz estaba débil. Para respirar mejor me senté y apoyé la espalda en el placard. Creí que así mi voz volvería a su estado natural. Posiblemente eran ganas de ser escuchada.” Finalmente, la clase no existió pero esa noche mágica me brindó la certeza: podría dejar todo por la música “¡hasta dormir sentada!”, escribe en su blog la chica de todos los fuegos, el fuego de la canción (inevitable), cuya expresión ineludible se traduce –hoy– en nuevo disco solista.
Titulado Luz de la noche, el recién-salido-del-horno cancionero profundiza la belleza de una poética sugerente que, sin necesidad de explicitar, inunda un palimpsesto de estados: “Viento, lejos / Alumbraremos, sin luz”, invita el primer track de los 14 (más un oculto), coherente en fosforescencia, generoso en caudal. Como las historias mejor contadas, el tema estalla con elegancia (¡ay, esa percusión!), se detiene con llamamiento (un corno bien puesto), dramatiza dulcemente (flautas, violines) en pos de tamaño paseo para oídos mimados. Y eso que la zambullida recién empieza.
“Agua clara corre hacia el final de la luz / No pregunto, corro hacia el final de la luz”, suma “Hacia el final”, con el aporte cósmico de la violinista japonesa Momoko Aida. “¿Será el final de todo dolor para mí?”, se pregunta en “Todo dolor”, mientras dos excelsos –el brasileño Jaques Morelenbaum en cello y el uruguayo Hugo Fattoruso en piano– hacen de su granito de arena tremenda duna. En el “movidito”, “Nada de vos”, corta manzanas del corazón del mar; en “Invierno”, se expone a la nostalgia que trae el frío: “Viento pega en la nariz / Hay tristeza que no sé esconder/ –que no sé esconder–”.
Ya para “Lo perpetuo”, vuelve la luminaria y –en tono más bien folk–, la guitarra española y los coros de Juan Quintero acompañan un: “A través del cuerpo seguirá la luz / Esto es lo perpetuo, siempre es luz”. Mientras, para el bluseado y acojonante “El futuro, Flor”, entre trombones, viola eléctrica (uno de los grandes aportes de Ariel Minimal), batería, bajo y otros, los lyrics crecen, crecen, crecen y explotan en presagio: “Si algo no tenés es libertad, nada por decir y volver a empezar / Yo no puedo ver tanta soledad, tanta indiferencia y vuelvo a empezar”.
Las loas, a la orden del día. “Si el futuro es tu disco, pues, estamos salvados”, le festeja una tal Sofía vía Facebook. “Animal hasta las lágrimas. Delicada intensidad”, dedica una tal Mamita Santa, red social mediante. “Me puse a trabajar grosso para componer ‘mejor’. Sufrí tanto haciendo el disco –hasta me esguincé un dedo, me enyesaron, ¡no pude tocar!– que eso me obligó a ponerme en primera persona, dejar de hablar de mundo paralelos. Era hacerme cargo de quién soy”, explica la artista.
¿Otra diferencia respecto de su trilogía Centro (2000), Cuerpo (2003) y Correr (2005) y el último Mayor (2007)? Pues, que Luz de la noche tira la casa por la ventana, con más de 25 músicos invitados y una omnipresencia estelar: la de Carlos Villavicencio (uno de los más respetados arregladores locales, que colaboró con Fito Páez, Luis Alberto Spinetta o Charly García, entre otros) en producción y dirección orquestal. De hecho, por allí salió el puntapié inicial.
“Un día, Villa vino a conocer mi casa. Yo acababa de hacer un recital en la Biblioteca Nacional y ahí se coparon y me invitaron a grabar medio en vivo, con voz y guitarra. Le conté a Villa y me dijo: ‘Ah ¿sí? A ver, traé la guitarra’. Le dije que no porque sabía que era un camino de ida pero insistió y le mostré unos temas. Después de escucharme, me dijo: ‘No vayas a grabar nada porque vamos a hacer un disco’. Y así fue, una bola que no paró nunca”, relata Flor a Las12 sobre el proceso creativo que le llevó dos años (“Uno para conseguir el dinero y componer; otro, grabando”).
Es que, de buenas a primeras, el productor puso como condición que Ruiz no pusiera plata de su bolsillo, que lo financiasen otras personas. “Me pareció imposible. Si no había una sola nota, ¿quién iba a invertir dinero? No era un millón de dólares, pero era un montón de plata para una industria discográfica que está para atrás. Aparte, nunca pedí prestado. Un poco porque no soy ambiciosa con nada, lo cual es un poco tremendo porque podés caer en una apatía total, que –aunque no parezca– es una enfermedad”, recuerda la cantante. Y agrega: “A Villa no le importaba cobrar, sino que el disco se pagase solo. En cierta forma, era profesionalizar el laburo, que la cosa fuese más seria.” ¿El desenlace? Pues, que varios “chiflados” (como los llama) se subieran al proyecto: De Japón, Papita Música; de México, Verdigris; de Estados Unidos, Adventure Music. “Siempre afuera: Japón, México y Nueva York.”
Mientras invita con tecitos varios oriundos del Japón donde acaba de terminar la gira (en breve, ampliaremos), insiste con riquísimas golosinas de Kioto y se deshace en atenciones, esta profesora de guitarra –egresada del Conservatorio de Morón y formada en bandoneón y composición– cuenta que finalmente se compró un celular (“aunque no quería”) y apenas usa su iPod: “Hasta que encuentro los auriculares, se me hace un trámite. Aparte, cuando salgo es que ya estoy llegando y, si voy en colectivo, prefiero leer. Incluso, parada”.
Fue en un bondi donde, casualmente, entendió que la manera de ponerle el cuerpo al disco y motorizar el proyecto, hacer que la cosa avanzara, no era esperar que la plata llegara: “¡Tuve una revelación! Me dije: ‘Uy, puedo laburar’”. Así, mientras arribaban inyecciones de cash, Ruiz empezó a organizar talleres de música para chicos y grandes. “No es que le haya dado clases a Lady Di, pero me sirvió para juntar algo de plata, tener otra libertad y hacer todo mucho más simple. Necesitaba agitar de alguna manera”, cuenta la mujer con larga tradición en la educación pública (es maestra de jardín de infantes y trabaja con chicos de 3 años en adelante).
“Quería ver si me salía salirme de la educación pública. Me gustó, pero ya no lo hago más. Es que tengo mi militancia en educación. Porque la docencia es una militancia. Yo lo veo desde ese lugar: Tiene que ser para todos por igual. No pasa por tener dinero. Además, se me hace redifícil cobrar”, explica la oriunda de Haedo, “con el sentimiento por el Oeste a flor de piel”. Aunque, en honor a la verdad, mantiene una alumna: Nina Suárez, la hija de Rosario Bléfari. “Solamente le doy clases a ella pero porque nos amamos. Tiene 10 años y ¡hace unos temas que te morís! Pocas veces vi algo así. Me parece que puede ser el futuro del rock nacional”, destaca Flor, que no sólo desde el aprendizaje se vincula a los chicos: Varias veces a la semana, visita el hogar de niños Soles en el Camino, para prestarles la oreja, cantar unas canciones, ayudar.
Como fuera, los esfuerzos dieron sus frutos porque –desde principios de mes– Luz de la noche vio la luz de las bateas.
–Creo que sí. Además, hay músicos de tango, de folclore, de jazz, académicos, de rock. Es algo que siempre quise hacer porque me gusta todo, desde la música mapuche de Pichi Malén hasta el loco que toca cacerolas con un palo y le salta encima o un chiflado haciendo heavy metal. Y no hay contradicción en eso, mientras sea buena música. Sí, a la hora de convocar, discriminé a algunos por creídos; está lleno de esos chiflados.
–Cuando supe que iba a tocar con Hugo (Fattoruso) me puse a estudiar; porque tenía que estar a tono, en la sintonía. Y practiqué canto con una amiga que canta en el Colón. Después la “echamos” porque el disco está tan craneado que la voz tenía que salir de una.
–Porque, en cierto sentido, tuvo una noche bastante larga. Con Villa, sabíamos lo que queríamos y podíamos hacer, pero hubo que atravesar muchas cosas. Estábamos en la noche total y, a la vez, teníamos esa luz que nos iba guiando. Encima, para colmo, el día que fui a grabar ese tema murió mi abuelo (a mí me criaron mis abuelos maternos) y fue demasiado fuerte. Tenía 90 años pero no estaba mal de salud. Fue superfuerte. Elegimos mantener el aura de la canción, esa sensación, dejar que quedara así, sin chirimbolos.
–Totalmente. Pero, por suerte, no pasó. Fue una apuesta ambiciosa; solamente hubo un par de cosas que no pudimos hacer (como una big band que se tuvo que transformar en un cuarteto de trombones). Siempre tengo temores para todo. De hecho, sufrí con todos mis discos, así que no soy parámetro.
–¡Ahí engordé nomás! Nos la pasábamos todo el día comiendo (por eso hay una pizza en la tapa). Quizá hacíamos un tema en dos segundos pero, para un sándwich, eran diez minutos de análisis.
–Mi conexión con mi música siempre fue de tristeza. Quizá tiene que ver con mi familia, con la infancia. Fijate que la primera canción que compuse, cuando tenía 10 años, se llamaba “Carencia”. Después, en el resto de las cosas, siempre la pasé rebien, pero lo musical siempre fue densidad.
–Quizá vaya, quizá no, pero no me tiene preocupada porque, en cierto sentido, ya me despedí totalmente del disco. No me preocupa que sea famoso o recorra las casas de la gente, sino haberlo podido hacer. El desafío era tenerlo en la mano. Porque muchas veces se da la disociación de arte (como juego) y el trabajo y el disco y el viaje a Japón me sirvieron para reafirmar la seriedad de ser música. Fue salirme de Argentina y pensar en otra. Por eso, el próximo lo quiero hacer mejor que éste, con más tiempo para componer, para grabar, pagar mejor.
Por las bondades de la pluma (o, en pos de la modernidad, del teclado), Flor Ruiz abrió un blog previo al mencionado viaje a Japón (es su segunda gira allí), latitud donde decidió presentar por primera vez Luz de la noche. Así, entre el 10 y el 29 de mayo pasados, hizo parate en ciudades como Nagoya y Tokio, mientras relataba experiencias, personajes y sensaciones en www.florenciaruizmusica.blogspot.com. ¿Cómo auguraba la travesía? Pues, así. “Leyendo el libro de Masayo e Hideto Nishimura encontré la palabra shihatsu. Es un librito para poder comunicarse con los japoneses y está lleno de dibujitos. ‘Para hablar señalando’, dice su portada. Es hermoso este librito. Shihatsu significa primer tren.”
“Presentar el disco en Japón fue un regalo de la vida. Y eso que fui de gira sin sello. Estando allá, me preocupé, me empecé a preguntar: ‘¿Cómo se va a enterar la gente? ¿Quién va a venir?’ Pero se agotaron las fechas por el boca en boca. Así entendí que, simplemente, hay que jugársela”, cuenta sobre la experiencia que compartió por partida doble: No sólo la acompañó Hernán, su marido; también su preciosa Galasso original.
Generosa hasta en explicaciones geográficas sobre la ubicación de las islas, sus nombres, el ranking de importancia, Flor da vía libre al relato sobre una de las paradas de la travesía: la ciudad Kushiro y el bar This is, “un lugar con dos ventanitas tipo barco, tres mesas, una barra y montones de chiringolos que la gente regala. ¡Hasta un poster del Che Guevara”. “Azuma, el dueño, es un chiflado de 50 años que no podés creer y ofrece servicio de abuelito: calefacción, café fuerte y té; nada más. Pone un disco de jazz y la gente va a escuchar; lo termina, paga y se va. Fui tres días seguidos y siempre estaban las mismas dos mujeres: una chica que pasaba agendas viejas y una señora con una tortuga en camita propia”, recuerda Ruiz. En la parte de arriba, acondicionada para el vivo, fue su show.
En Kushiro no paró en hotel; fue a la cabaña de un aficionado a la canción que tuneó casita para hospedar a los artistas viajeros que tocasen en This is. “Un hombre grande con cara de pícaro, revolucionado con la música, coleccionistas de instrumentos, y su mujer: una partera jubilada que a las 5 de la mañana ya estaba moliendo café para prepararnos el desayuno y se empeñaba en hablarme, aun cuando yo no entendiese nada”, relata la muchacha de ojos y voz serena. “Tan amante de la música era que le regalé un disco de María Graña, que me encanta (más desde que salió con el mambo de “Soy la Maradona de la música”), y ¡ya la conocía!”, concede la artista que, antes de la despedida, regaló a la pareja una versión personal de un tango de infancia, “Volver”.
Lunas rojas, baile, jet lag, casitas de samuráis, sushi-bars y felicidad plena completaron las jornadas. En su última noche en Tokio, Flor escribió estas palabras: “Tengo una emoción inexplicable y podría llorar. Un mes absolutamente dedicado a la música y a crecer. Abrirle las puertas a Luz de la noche en Japón es realmente increíble. Y tener tanta gente querida es un regalo de la vida. Hace unos minutos caminando por Shibuya con mis amigos, riendo abrazados luego de una cena riquísima en un restaurante africano, me sentí feliz. Llegaron a mí esas ganas de congelar el tiempo”. ¡Que siga corriendo! Con más discos, más canciones. Canciones inevitables.
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