DEBATES
Mientras quienes publicaban en el rubro 59 o similares se reciclan en otras secciones de los clasificados como anuncios para “solos y solas” y algunos diarios del interior presentan amparos para seguir con el negocio, hay un debate de fondo sobre la prostitución que ahora está en la superficie y se tensa entre dos puntas irreconciliables: quienes consideran que es un trabajo como cualquier otro y quienes entienden que es una situación de explotación de la que principalmente se busca salida. Sobre estas posturas, además, aparece el discurso de la trata que homologa todas las situaciones en la figura única de la víctima.
› Por Veronica Gago
El debate sobre la prostitución no deja de hacerse presente. Vuelve, una y otra vez, para mostrar la complejidad de un mapa de recorridos y posiciones diversas. Las voces y las experiencias puestas en juego hablan lenguas distintas, muestran trayectorias y combates diferentes. Sin embargo, hay ejes –o, más bien, líneas divisorias– que cada vez se hacen más fuertes. Están quienes consideran el trabajo sexual como una opción, incluso como una posibilidad de autonomía, y quienes se oponen enfáticamente a calificarlo de trabajo. A su vez, al interior de esta posición de rechazo, se despliegan también diferencias a la hora de argumentar, nombrar, discutir. Están quienes acentúan la perspectiva de la trata, con sus corolarios de esclavitud y sometimiento y quienes prefieren hablar de explotación a secas. Quienes reclaman al Estado y quienes lo responsabilizan. ¿El impulso al discurso (global) del trabajo sexual es parte de la lógica neoliberal, como dice el reciente libro de Sheila Jeffreys (La industria de la vagina, Paidós), de convertir a las prostitutas en fuerza de trabajo legítima a la vez que limitar el papel del Estado sobre el tema a campañas contra el HIV? Tras la polémica por el decreto presidencial que prohibió el rubro 59, una nueva ocasión para que esa conversación entre muchas –ni amable ni reconciliada– se escuche en alta voz.
En Argentina, en la última década, la discusión sobre la prostitución –¿cómo llamarla?, ¿qué hacer con ella?, ¿qué significa como experiencia?– ha sido fuerte. De ella se derivan varias rupturas de la asociación Ammar, la pionera y más importante, nacida al calor de la lucha contra los edictos policiales en la década del 90. Hoy pueden rastrearse al menos tres posiciones: Ammar-CTA y su perspectiva de sindicalización de la prostitución en tanto reivindican su carácter de ¿trabajo?; la Asociación de Mujeres Argentinas por los Derechos Humanos (Ammar-Capital), que se opone al trabajo sexual y que focaliza su trabajo en el reclamo de políticas públicas con la perspectiva de conquistar una opción de inclusión social diferente para las mujeres en situación de prostitución y la que quedó plasmada en el libro Ninguna mujer nace para puta, escrito entre Sonia Sánchez (ex Ammar-Capital) y la feminista boliviana María Galindo, que rechaza tanto la noción de trabajo como la idea de lograr autonomía partiendo de los reclamos al Estado (actualmente sin espacio organizativo). Sin embargo, hay que complejizar aún más la cuestión y ampliar el universo del debate más allá de las mujeres, incluyendo la perspectiva trans y travesti.
Además, se suman, o se superponen, algunas cuestiones a tener en cuenta. Por un lado, el vínculo entre prostitución y migración (interna y de países limítrofes). Esta es una perspectiva que se conecta tanto con las redes transfronterizas de trata como con la perspectiva de muchas migrantes jóvenes que llegan a la prostitución en desesperantes condiciones de desarraigo y soledad. Luego, el lenguaje de la trata, hoy ya queriendo correrse hacia la noción de esclavitud, como formas de habla que conquistan financiamiento internacional y legitimidad para las oenegés dedicadas al tema. Por otro lado, la no siempre fácil relación con los grupos feministas que, con un mapa aparte, también despliegan posiciones y alianzas diversas sobre el tema (se pueden ver, por ejemplo, los dos últimos números de la revista feminista académica Mora dedicados, en gran parte, a la prostitución).
“En primer lugar hay que mantener la palabra prostitución para hablar. Creo que es un error decir trabajo sexual. Esa es ya una posición que no comparto. Una vez aclarado esto, diría que el problema es hablar de una única sujeta mujer como víctima, de manera tal que se invisibilizan otras víctimas como somos las travestis, algunos hombres y niños y niñas. Hay que abarcar un universo más amplio cuando hablamos de prostitución. Porque aunque a primera vista pueden parecer similares, la situación de las mujeres y de las travestis no es la misma”, puntualiza Lohana Berkins, presidenta de la Asociación de Lucha por la Identidad Travesti Transexual (Alitt) y de la cooperativa de trabajo textil Nadia Echazú. Y agrega: “Por supuesto que hay paralelismos: el primero es la explotación, porque explotadas somos todas. De nuestra comunidad, el 96 por ciento se ve condicionada a la prostitución. El otro punto que me parece importante para el debate es que hay que empezar a dejar de nombrar la pobreza como única variable. Es una dimensión, pero hay otras, que forman una coyuntura para que las mujeres, y sobre todo las travestis, nos veamos empujadas a la prostitución”.
En defensa del reconocimiento del trabajo sexual, Elena Reynaga, secretaria general de Ammar-CTA, explica: “¿Sabés por qué no nos gusta la palabra prostituta? Porque tiene mucha carga de estigma y discriminación. Cuando hablamos de esa manera o ‘puteamos’ nosotras mismas nos descalificamos a nosotras mismas. Además, primero soy mujer y después ejerzo la prostitución. No es que primero soy prostituta. Por otro lado, hay diferentes maneras de prostituirse. Quiero decir que a veces la gente hace cosas que ideológicamente no quisiera hacer. Conozco periodistas que trabajan en lugares con los que ideológicamente no están de acuerdo, pero se dice que lo hacen por necesidad, no que se prostituyen”.
Admitirse como trabajadora, en la explicación de Ammar-CTA, supondría incorporarse a los dilemas y contradicciones de todx trabajador/a. De modo que la prostitución se diluye como forma de explotación, para inscribirse en las tensiones del mundo del trabajo en general: el problema de la necesidad, una voluntad que nunca es libre, la cuestión de lo elegido/obligado, del cuerpo enajenado, etcétera.
“Pero en ese lenguaje ya está la trampa”, dice Sonia Sánchez: “Por eso me opongo a hablar de trabajadoras y de víctimas, pero también de nosotras solamente como mujeres en situación de vulnerabilidad. Esa es una palabra vacía, que les encanta a las oenegés”.
Definirse siempre está al borde de encasillarse. La cuestión es si eso es una ventaja –de reconocimiento, de identidad– o un límite. Especialmente cuando es tan claro que nombrar –sea como puta, prostituta, esclava, trabajadora– implica ya una política. Dice Graciela Collantes, de la Asociación de Mujeres Argentinas por los Derechos Humanos (Ammar-Capital): “Necesitamos ser nosotras, fortalecernos, para ser mujeres sin encasillamientos ni señalamientos ni rotulamientos. No queremos quedar presas de un rótulo del que muchas se quieren ocultar. Apostamos al empoderamiento, a la posibilidad de tener otras opciones, de estudiar. En este sentido, hay que seguir trabajando en la desnaturalización y en las causas que llevan a la prostitución. Ambas son cuestiones muy profundas”.
Marlene Wayar, directora de El Teje, el primer periódico travesti de América latina y coordinadora de Futuro Transgenérico descree también de la identidad de trabajadora. Pone más bien el eje en cierta fragilidad, casi –dirá después– un no lugar identitario a pesar de los clichés que pesan sobre ellas: “Los medios de comunicación y el imaginario popular nos cree libertinas, medio decadentes, indecentes, que por pura lujuria vamos a la prostitución. Esto no es así. La cuestión es que somos niñas abandonadas, no contenidas por el Estado en la escuela, abandonadas también por un Estado que no ha podido trabajar con nuestros padres y madres para que sepan cómo y desde dónde albergar nuestros deseos. Entonces, no somos trabajadoras, somos niñas en situación de calle que para negociar nuestra sobrevivencia hemos debido llegar a prostituirnos”.
Sánchez, alejada de Ammar-Capital desde 2006, puntualiza las diferencias: “Las dos Ammar se hacen cargo de la situación de negligencia de nuestros políticos. Una trabaja el orgullo, otra la victimización. Yo no. Yo devuelvo la culpa al Estado, lo responsabilizo por su modo de construcción de arriba hacia abajo, por la forma de vaciar los reclamos sociales”.
¿Cuál es la relación que se plantea con el Estado cuando se lo convoca? Collantes sostiene que es un actor clave para la salida de la situación de prostitución: “No hay políticas públicas integrales para las personas que tuvieron que recurrir a la prostitución por falta de oportunidades como muchos otros sectores. Lo único que brinda el Estado para resolver esta problemática social son códigos contravencionales que persiguen, reprimen y discriminan, con fuertes arrestos que van de 15 hasta 30 días a lo largo de todo el país. ¿Entonces de qué elección podemos hablar si no se nos respeta un derecho fundamental como es la libertad de cada persona?”, señala. Esto no es impedimento para trabajar con distintas instituciones gubernamentales y organizaciones civiles: “En nuestra sede tenemos programas para la prevención de la explotación sexual y trabajo específico con adolescentes. También funciona un centro de adultas para terminar la primaria en convenio con el Ministerio de Educación. Además, tenemos un programa de capacitación en comunicación porque es fundamental para nuestra organización”.
Reynaga rechaza el lugar actual que el Estado les asigna por considerarlo insuficiente: “Es necesario que el Estado reconozca el trabajo sexual como trabajo autónomo. En este sentido, pedimos que se nos reconozca como sindicato legalmente constituido para, en tanto trabajadoras, tener derechos a jubilación, a vivienda, etc. Hasta ahora el único lugar que nos reconoce es el Ministerio de Salud, y específicamente en el programa dedicado a HIV-sida. No tenemos nada que decir contra ese programa, por el cual se nos consulta permanentemente. Pero eso no alcanza. Me hace suponer que nos siguen tratando como si fuésemos objeto de investigación y no sujetas de derechos”.
Berkins deja ver que el reclamo al Estado es diferente si se considera que se es trabajadora sexual o si se rechaza esa condición: “Quienes hablan de trabajo sexual hablan de autonomía y para mí no existe. También me parece confuso que dicen que quieren esa legalización para recién entonces formar cooperativas. Hoy se puede formar una cooperativa fácilmente. Nosotras lo hicimos para forjar herramientas que nos sirvan para dejar la prostitución. Otro argumento confuso: cuando se defiende un derecho humano es para aumentar la calidad de vida de todxs. ¿Se defiende el derecho de ser trabajadora sexual para todas? ¿Enseñarían a especializarse en eso? Además, piden políticas públicas. Pero una cosa es pedirlas para dejar la prostitución y otra cosa para sostenerla. Ahí veo una contradicción. Además, en la prostitución nunca las condiciones pueden ser condiciones laborales: ¿cómo puedo negarme o bajo qué figura legal o convenio laboral podría decir no a un cliente? Además hay algo fundamental: se invisibiliza la cuestión de la violencia. ¿Por qué no contamos sinceramente todo lo que una pasa en el sistema prostitucional?”
“El trabajo es digno. Lo que es indigno son las condiciones en que lo realizamos. La dignidad es de las personal, no del trabajo. Hay mandatarios o médicos que son indignos. En nuestro caso, indigno es el maltrato, la represión policial, la clandestinidad a la que nos vemos obligadas”, explica Reynaga. De este modo, Reynaga apuesta a la legalización como forma de combatir las intermediaciones.
Collantes llega a otras conclusiones: “Hace más de 16 años venimos haciendo visible la problemática de la prostitución. Hicimos nuestro propio proceso, así pudimos darnos cuenta de que no queríamos ni necesitamos un rótulo como el de trabajadora sexual para hacer escuchar nuestros reclamos. Que ante todo somos mujeres y queremos que se nos vea como tales mujeres con derechos básicos, a la educación, al trabajo, a la salud. La prostitución es una actividad que nos ayuda a sobrevivir y en muchos casos caíste en ella hasta para cumplir tu sueño de tener tu vivienda propia”.
“El condicionamiento es que no podemos escoger, sino que somos puestas en condiciones de prostitución. Tenemos hijas e hijos por los que llenar la olla. Por lo tanto, abordar la prostitución como trabajo me parece cuestionable. Es contradictorio además que se hable de dignificar el trabajo sexual porque es obvio que nadie quiere hacer un posgrado en sexo oral o especializarse en cómo tratar clientes. Nadie se quiere profesionalizar en eso, todas quieren encontrar puentes para salir de la prostitución. Además, es un mundo que te va dejando afuera porque la marea de gente que entra te elimina porque sos vieja, porque te ves obligada a ocultar la edad y muchas otras cosas. Si somos honestas políticamente no podemos hablar de trabajo sexual, porque la dignidad de ese trabajo no la veo. Es estar en la misma indigencia que estamos hoy”, argumenta Wayar.
Sánchez, por su lado, denuncia la maquinaria de responsabilidades que la noción de trabajo sexual exculpa: “La idea de trabajo sexual deja intocados a los proxenetas y a los prostituyentes. No podemos conformarnos con organizar la puta esquina, lamiéndonos las heridas entre nosotras. Aun con mis derechos violados yo me siento con la fortaleza de poner en cuestión el Estado y el sistema que nos obliga a prostituirnos”. Berkins también subraya la cuestión del proxenetismo como figura intocada: “Para mí no es un trabajo. Y además no se entiende quiénes piden la legalización de algo que no está prohibido. Me parece muy raro ese argumento. Además, ¿cuál sería el límite entre quienes regentean la actividad para que no se conviertan en proxenetas? ¿No se promovería un proxenetismo legal?”
“El problema –retruca Reynaga– es que no está prohibido el trabajo sexual pero tampoco está permitido. Es ese vacío legal el que da espacio al proxenetismo, a la corrupción y al tráfico. Por eso es importante legalizarlo como trabajo”, insiste.
Considerar a la prostitución un trabajo o no hacerlo es un parteaguas. Más que algo a resolverse, es una bisagra que organiza formas de vivir y pensar la prostitución de maneras muy diferentes. La figura de la trata de personas evita situar la discusión en el plano del trabajo para abordar el tema según el encuadre jurídico que permite la legislación existente sobre el tema. Esto –y no es casual– sucede en el caso de los talleres textiles clandestinos y en los prostíbulos (no es menor el hecho que ambos comparten una fuerte presencia migrante). Tales situaciones ponen el foco en formas que si se consideran como trabajo se piensan teniendo en cuenta la libertad y la elección (aun –de nuevo– siempre relativizada por un contexto ni libre ni elegido) y si se caracterizan como trata supone un nivel de sometimiento que requiere intervenciones de otro tipo.
A pesar de que muchas de quienes están en situación de prostitución no se sienten eligiendo un trabajo, la palabra trata tampoco explica siempre lo que allí sucede. Y esto porque tales situaciones abarcan trayectorias y cálculos muy diversos, expectativas, estrategias y plazos divergentes, que se trazan desde racionalidades no siempre compatibles. Por esto es también casi imposible generalizar y hablar sin incorporar una cantidad de matices a cada afirmación. Tal vez lo que queda aún sin nombrar sea una posición que vaya más allá del binomio víctima vs. trabajadora.
“La trata divide a las mujeres entre aquellas encerradas y las que supuestamente están libres en la calle. Unas serían más víctimas que otras. ¿Pero prostituirte en Plaza Once no es estar encerrada a cielo abierto? Además, no me parece que la cuestión pase por hacer un ranking de quién es más víctima. Esa palabra no nos sirve. Hablemos de las diferentes y complicadas situaciones de violencia, sin derechos, en las que vivimos todas”, señala Sánchez.
Por otro lado, está el cuestionamiento al discurso (global) de la trata como forma de generalizar la idea de mujer pobre=víctima. Vuelve a remarcar Sánchez: “El discurso de la trata recibe millones de dólares y euros. Y divide a las mujeres entre ‘rescatadas’ y toda una burocracia que son las supuestas ‘rescatistas’, que yo siento que siguen viviendo de esos cuerpos que dicen salvar. Hay chicas que pasan meses en hoteles aquí en Buenos Aires, luego de ser ‘rescatadas’ de algún lugar del interior. ¿Por qué no van directo a sus casas? Porque siguen dependiendo de toda una red de funcionarias que decide por ellas”.
Desde su perspectiva también Reynaga impugna fuertemente los condicionamientos del financiamiento internacional que implica este discurso: “Me parece que el discurso de la trata es música para algunos oídos. Sobre todo para quienes se ocupan del tema detrás de un escritorio o sin hacer trabajo de campo. Esto les viene como anillo al dedo por el financiamiento que llega del norte. Muchas pasaron de trabajar sobre HIV a trabajar sobre trata, lo cual trae corrupción en varias organizaciones porque es un cambio que sigue el cambio en el financiamiento, nada más. Además, algunas feministas aprovechan el tema para salir a decir que todo es lo mismo”.
Cuerpo-valor
La socióloga británica Jeffreys sostiene que el aumento de la prostitución se debe, en parte, a que muchas mujeres “pueden decir que no a prácticas sexuales humillantes”, frente a lo cual los varones recurren a la prostitución como modo de prolongar sus privilegios tradicionales. Berkins despliega un argumento similar: “La prostitución sostiene una sexualidad paralela. Si no, ¿por qué nuestros cuerpos adquieren valor en zonas como Palermo o Constitución?, ¿qué es lo que nosotras se supone que sabemos y hacemos y no las esposas o novias o amantes de los varones? Con nosotras se ve el extremo del machismo de ir y tener una relación en la que sólo se satisface el varón. Otra división tajante es la que hace el varón consumidor, que divide entre la buena y la mala. Hay una sexualidad lícita en términos públicos y otra cloacalizante, oculta o marginal que encarnamos nosotras. Ahí converge también toda la hipocresía de la sociedad. Por eso, cuando se insulta, la prostituta es la portadora del mal”.
Collantes remarca: “El largo recorrido nos hace estar cada día más seguras de lo que queremos, que ninguna mujer tenga que salir a prostituirse para llevar alimentos a su casa. Nuestros objetivos son trabajar en el empoderamiento de la mujer, en la prevención de la prostitución para romper con los estereotipos y la naturalización que dice que si tu mamá es prostituta tu hija también tiene que serlo”. “Lo nuestro no es una opción. Como trans, estamos en un no lugar desde el cual no tenemos autonomía para decidir a qué sitio social acceder. La calle fue la forma en la que comunitariamente, de manera oral, nos hemos ido acompañando y enseñando, emparchando una familia, dando herramientas para pararnos y conseguir nuestro dinero para la comida, las siliconas y todo lo que necesitamos. El alcohol palia parte del sufrimiento. Lo concreto es que tenemos como promedio de vida 36 años, lo cual habla de un fracaso importante de nuestra forma de vida. ¿Por qué reivindicarla?”, concluye Wayar.
Sobre la opción, Reynaga expande la pregunta: “La clase obrera no elige. Esa es la cuestión. No sólo somos nosotras. Pero quiero aclarar que cuando se trabaja contra el patriarcado, no hay que reproducirlo. No escuchar a una organización tan grande como es Ammar-CTA significa reproducir el patriarcado porque significa no tomar en cuenta que nosotras como mujeres hablamos por nosotras mismas”. En este punto, su posición cierra el debate: “No pensamos discutir más si es trabajo o no porque nosotras ya lo decidimos. Yo respeto las posiciones de cada una. Pero las únicas que estamos organizadas en todo el país somos nosotras”. Pero, a pesar de la ventaja organizativa, el debate no se cierra.
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