RESISTENCIAS
› Por Alicia Dujovne Ortiz
El blanqueamiento de Dominique Strauss-Kahn (término utilizado sin malicia aparente para designar su inocencia frente a las acusaciones de una mujer negra) ha suscitado en Francia una sola reacción independiente. Marie-Georges Buffet, la dirigente comunista, acaba de animarse a declarar: “Es una mala noticia para las mujeres”. Aparte de ella, cada miembro de la clase política de este país ha declamado el verso correspondiente a su papel: Marine Le Pen y la derecha “tradicional”, que piensa lo mismo que ella pero lo dice bajito, han puesto el grito en el cielo ante la vergüenza de una absolución sin juicio, mientras que el PS se ha felicitado de que su compañero y amigo haya logrado salvar, con algunos rasguños, el pellejo. Es cierto que entrecasa deben de estarse congratulando menos: el regreso del malo reconvertido en bueno puede arruinarle el pastel a varios candidatos socialistas que jugaron en el bosque mientras el lobo no estuvo. Pero de labios para afuera, todo son mieles.
A los demás, vale decir a los que no tenemos un verso asignado para la fiesta, nos queda la amargura. Todos supimos de entrada, y la propia Nafissatou fue la primera en decirlo, que a ella la iban a aplastar y a él no. Estaba tan cantado, que esperar otra cosa resultaba de una tremenda candidez y, sin embargo, esperamos. Al hacerlo olvidamos que la Justicia, en el país del Norte, no se aplica a estudiar lo que sucede sino a escudriñar a quién le sucede.
Una negrita pobre, fulera y cuentera como ésta tenía todas las de perder. Tal como le pasó al pastorcito mentiroso, que terminó comido por el lobo (decididamente ese animal en esta nota aparece mucho), porque ya nadie le creía: el haber mentido en su pedido de asilo a los United, o al relatar lo que hizo cuando salió de la famosa habitación del hotel, a Nafissatou la inhabilita definitivamente para contar ninguna otra cosa. Si un día intentan matarla no podrá ni acercarse a una comisaría para poner la denuncia, porque ya ha mentido y nada de lo que nunca le suceda volverá a ser cierto. Peor aún, tener un novio preso por tráfico de marihuana y hablar con él por teléfono para relatarle lo que le ha pasado, agregando que su violador tiene plata y que ella tratará de sacarle lo que pueda, en los Estados Unidos significa que esa mujer no puede ser víctima: para acceder a una condición tan ideal se recomienda ser la Virgen María.
Acaso, si entre todos los fiscales y abogados norteamericanos hubiera habido una mujer, algo habría cambiado, por lo menos desde un punto de vista que no se tuvo en cuenta: el de los tiempos. Para el fiscal, el que la mucama haya escupido el líquido blancuzco que no pidió absorber y se haya ido enseguida a seguir barriendo otra pieza, o que, por el contrario, haya corrido en el acto a contarle al jefe lo que acababa de pasarle, resulta un dato esencial. Para mí no lo es en absoluto. Sospecho que de haber habido un proceso como la gente, cada mujer del jurado habría entendido que después del maltrato los pasos se borran, y que la maltratada pudo haber necesitado otro tiempo, el suyo, para ponerse a pensar. Así como también habría comprendido que esta negrita fiera y obligadamente mentirosa trataba de dar con la mejor versión de la historia para lograr justicia. Sus mentiras, sus imprecisiones, sus titubeos fueron ingenuidades que un sistema judicial helado y, a su modo, corrompido (el sueño del fiscal puritano, pero nada libre de ambiciones, fue construirse una carrerita política aplastando a un pez gordo, para colmo francés, utilizando modos y contoneos de sheriff de película) no habría perdonado jamás.
Pero volvamos a los tiempos, y aquí sí que la presencia femenina habría sido bienvenida. En total, a DSK le llevó ocho minutos salir del baño en pelotas, precipitarse sobre la negra, romperle un bretel, lesionarle un hombro, lastimarle la “parte exterior de la vagina” y obligarla a agacharse para recibirle el excedente, esa sustancia que a él parece salírsele por la oreja y de la que se liberó en instantes, como si hubiera tenido un ataque de tos, como si se desembarazara de un gargajo.
Fueron ocho minutos científicamente calibrados por orden de la fiscalía, así como también han sido calibrados los daños físicos producidos por el maltrato previo a la felación (existe un informe médico que atestigua la violencia, y que el fiscal ha decidido no tener en cuenta porque Nafissatou cuando era chiquita le mintió a la mamá). Ocho minutos durante los cuales ni siquiera parece haberse hablado de plata, único elemento que habría justificado la agachada de la mucama ante un vejete con rollos. Pero la realidad indica que no. Ningún expreso y bien definido toma y daca, ninguna transacción económica de las que ponen una situación sobre la mesa y la plantean sobre bases reales, agradables o no pero, al menos, claras, tuvieron lugar. Todo el gusto y el beneficio que la inmigrante guineana logró obtener fue alojar en su boca el semen de un poderoso.
Pertenezco a una época, la de los felices años sesenta, en que las relaciones sexuales supieron ser veloces. Nos seducíamos, nos calentábamos, nos decidíamos con una alegre rapidez, deseosos de liberarnos de un excedente gozoso y no forzoso. Media horita podía bastar. Hasta ahí llego. Ocho minutos, no. Son los ocho minutos los que condenan a DSK, ocho minutos que no hablan de placer sino de brutalidad, de insatisfacción, de humillación, de desprecio del sexo. Nafissatou Diallo fue violada porque todo sucedió en esos ocho minutos en los que toda humanidad quedó abolida.
Una de las moralejas de este cuento es que el puritanismo puede resultar más feroz y perverso que la simple y abierta corrupción. En la conversación, grabada por la policía, que la mucama mantuvo con su novio marihuanero, ella le dice que el señorón que la atacó es rico, que ella sabe muy bien lo que hace y que intentará sacarle tajada. El propio abogado de la maltratada se ha preocupado por desmentir estas palabras, argumentando que habían sido dichas en un dialecto de Guinea y que la policía las entendió mal. También los defensores de Nafissatou dentro de la comunidad negra le fueron dando la espalda, obedeciendo a los dictados de ese puritanismo que les rige la vida. Hablemos claro, yo creo que ella lo dijo. Más allá de comprenderla, le deseo que si aún puede lo consiga. Era completamente natural que lo pensara, y que se lo contara al novio en su idioma para sacarse la bronca de no haber mordido a su atacante allí donde más duele. Natural, lógico y hasta deseable. No hay inmigrante, no hay marginal, no hay pobre que no trampee con la ley, hay que tener fortuna para permitirse el lujo de aparentar ser limpios. No, nuestra primera imagen de este episodio fue la justa: un “chimpancé en celo”, como definió a DSK la periodista Tristane Banon que también le ha hecho juicio por violación, emplea su poder físico y social, sus músculos marchitos pero, por lo visto, todavía en condiciones, su clase, su puestazo y su prestigio para atacar a una mujer que al no tener ni falo, ni piel blanca, ni dinero, ni una nacionalidad que valga la pena, ni siquiera puede abstenerse de mentir. Todo parecido entre este hecho y una típica relación colonialista es meramente casual.
En materia moral, cada país tiene sus propios criterios. Ya sabemos que en Francia tener amantes no desprestigia a un candidato. Con todo, y no precisamente por moralina, me permito pretender para el país adonde vivo un presidente que no trasponga determinadas fronteras sexuales y sociales. Martine Aubry, la candidata socialista mejor ubicada hasta la reaparición del lobo feroz, es una honesta laburante, firme, sincera, simpática y natural aunque sin el menor carisma, ni tan brillante ni tan seductora como DSK (cuya esposa, la bella Anne Sinclair, se manifiesta orgullosa de las “conquistas” de su marido). Pero al menos con ella tenemos una garantía: por más que me retuerza los sesos forzando la imaginación, me cuesta concebirla exigiéndole un servicio lingual a un inmigrante negro, para peor a cambio de nada.
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