Viernes, 23 de septiembre de 2011 | Hoy
FIBA
A Angélica Liddell no le interesan el optimismo ni las cosas bellas de la vida: lo suyo es poner el dedo en la llaga y que duela. Sólo así, dice la autora de Yo no soy bonita, es posible ponerse en el lugar del otro y eso, insiste, sigue siendo revolucionario.
Por Irupé Tentorio
“Yo no voy dando puñetazos por la vida, ni cortándome las venas, pero intento trabajar con la persona que se queda en casa sola cuando cierra la puerta de su habitación; esa persona es muy distinta a la que está dentro de un pacto social.” Angélica Liddell ha logrado un lenguaje propio que puede entenderse desde el aquí y el ahora. Sus puestas nos ofrecen la oportunidad de habitar el oscuro y perfecto mundo de pesadillas, aquel que ronda en cada una. Las imágenes que expone confrontan con aquello que crece en el cauce del exceso y la locura. Aquí en Buenos Aires, y en el marco del Festival Internacional de Teatro (FIBA), se presenta con Yo no soy bonita, un montaje que intenta exponer los abusos sexuales por los que cotidianamente suelen pasar las mujeres. Esta es la segunda vez que pisa suelo argentino y la primera en donde lleva a escena su cuerpo.
–En un mundo donde la banalidad triunfa, hablar de la vida profunda de las personas puede ser revolucionario, sí; ser conscientes del dolor nos permite ponernos en el lugar del otro, permite la piedad, lo verdaderamente revolucionario es la piedad. Sin embargo, pienso que no hay placer en poner esto delante del público. Lo pongo frente al público porque de lo contrario no tendría sentido el acontecimiento escénico. Trabajo para colocarme frente a otro, eso no tiene que ver con el placer, tiene que ver con el sentido de haber elegido un modo de expresión. Y no, no hay salvación, hay reconocimiento.
–Creo que la gente identifica sus sentimientos con los sentimientos que les propongo. La miseria humana también es cotidiana, no sólo la estupidez. No sé, a veces me da la impresión de que nadie ha leído a Dostoievski o a Esquilo. La miseria y el dolor humanos están presentes desde la Biblia hasta el Gilgamesh. No propongo nada raro, nada que no exista.
–Cualquier experiencia estética es un encuentro de dos voluntades, el deseo único e intransferible de ponerse ante otro. No me planteo si se trata del “grueso de la sociedad” o no. No está entre mis objetivos ser un “campeón de la civilización” como decía Thoreau, soy una paseante solitaria que se pone ante quien quiera cruzarse en mi camino. El hecho de que eso que llamamos “grueso de la sociedad” acuda o no a los teatros, depende de un esfuerzo en las políticas de educación y cultura, y ése no es mi trabajo.
–Trabajo con lo que detesto, con lo que odio. Trabajo por oposición, a la contra; en el momento en que escribí Nubila Wahlheim y Extinción estaba inmersa en un estado de fracaso personal y profesional que me llevó al hundimiento. El fracaso fue el motor de Nubila, porque no era capaz de escribir sobre otra cosa.
–Todas mis puestas y textos son una prolongación de mi vida, no puedo evadirme, no puedo escaparme de mí misma. Incluso cuando utilizo la ficción, me utilizo a mí misma, abuso de mis pensamientos, de mis sentimientos... Hago pornografía del alma, de mi alma; una de mis consignas es la impudicia.
–No me sale, y no sé hacerlo de otra manera. Creo que no puedo elegir, evidentemente en la vida uno hace compatible las alegrías y las tristezas, somos complejos, pero mi trabajo depende de toda esa parte oscura, con la que he nacido. Creo que es una mezcla de cuadro clínico, genética y una tendencia a ver lo mezquino.
–El esteticismo en sí no me interesa en absoluto. Creo que debe estar asociado a la expresión de los sentimientos y las ideas. La estética y la ética van juntas. La forma me preocupa mucho, pero debe estar a la altura del sufrimiento y de la renuncia a lo humano. Para mí, la forma es una manera también de emocionar y la emoción es el mejor vehículo para tocar la inteligencia. La gente más estúpida que he conocido suelen ser psicópatas incapaces de ponerse en el lugar del otro, de emocionarse.
–Sí, me reconozco cada vez más. No tengo ningún sentimiento de pertenencia.
–Me encargaron una pieza breve dentro de un ciclo que se llamaba “Cárcel de amor”, donde se abordaba a la mujer desde la humillación. Yo recordé un abuso, aparentemente intrascendente, que sufrí cuando era una niña; trabajé con ese recuerdo que jamás había verbalizado y metí un dormitorio en la cuadra donde se produjo el abuso.
–Yo he tomado una elección dramática: el dolor humano, aunque eso no significa que no crea que exista la inocencia, y en cada una de mis obras este trabajo se ve. Me planteo asuntos sobre el alma humana. Quiero hacerme preguntas. Nada más.
–No ha evolucionado. Llevo escribiendo la misma obra desde que tenía 15 años. Evidentemente debo tener una tara genética que me obliga a hablar de lo mismo.
–Intento darles importancia a todos esos abusos sexuales cotidianos que sufren las niñas, simplemente por el hecho de ser niñas, todos esos rituales cotidianos de humillación que pasan inadvertidos, y averiguar por qué pasan inadvertidos. Pareciera que es un miedo de origen, podríamos decir que es algo así como una marca, un privilegio inverso, como si las niñas naciéramos con una letra escarlata pendiendo del vientre. Acabar con la tiranía de la vergüenza, empleando la belleza, también es desobedecer.
–Dejo pasar por mi cuerpo la violencia, la violencia que conlleva el hecho de haber nacido mujer. Mi cuerpo se convierte en una agresión contra la sociedad y en protesta. Es un acto de desobediencia. Castigo mi propio cuerpo para desobedecer. Me autolesiono para revolverme contra las lesiones que causa el rol que nos han impuesto desde el nacimiento. Utilizo la violencia poética para defenderme de la violencia real.
–Yo no decido lo que es el teatro o no, no soy de esas que se pasan la vida decidiendo lo que debe ser el teatro y lo que no debe ser; ni siquiera me gusta hablar de teatro, simplemente la vida es brutal, no el teatro, la vida, la vida.
Yo no soy bonita, de Angélica Liddell, se presenta en la Sala Casacuberta del Teatro San Martín los días 24 y 25 de septiembre a las 20, en el marco del Festival Internacional de Teatro de Buenos Aires (FIBA).
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