Vie 27.06.2003
las12

Poner el cuerpo

El Movimiento Campesino de Santiago del Estero es una experiencia de organización que desde hace diez años ha conseguido empoderar a las familias de una de las provincias más empobrecidas del país que vivían aisladas en sus chacras, sin conocer sus derechos más elementales. Reclamar la tierra para quien la trabaja ha sido el motor fundamental de este movimiento en el que las mujeres campesinas han aportado su saber y su coraje.

› Por Marta Dillon

Hay una historia que es otra para los libros. Que se cuenta bajito con la mirada en la tierra, como si en la tierra estuvieran las líneas, los signos, las letras que guían la memoria por un sendero de acciones y máximas, aprendidas como moralejas de los bichos del monte y de las apariciones. Saberes que sostienen a los que andan solos en el monte pidiendo a los quebrachales lo suficiente para llevar sustento al rancho. Una historia que se escribe en el rastro de las cabras, cuando andaban a campo abierto en busca de alimento y agua, que se enciende en el fogón de la cocina a la intemperie, que se aprendió de padres, abuelas, bisabuelos que han sabido relatar en las dos lenguas, la quichua y la española, que ha resistido como un latido del campo que escuchan sólo los que saben hacer silencio. Esa historia se ha querido desmontar como se ha saqueado el monte del Chaco santiagueño –parte del Gran Chaco americano– sin más intención que el lucro rápido y efectivo, aunque después quedara solo un resoplido entrecortado de ese pulmón del mundo que respira en el centro de la Argentina y se extiende hasta la selva amazónica. Es parte de la historia lo que ha quedado perdido entre las pisadas del éxodo hacia la ciudad cuando los bosques de quebracho se fueron agotando. Se ha inundado en las villas miseria, en los márgenes de las urbes, que tantos santiagueños encontraron como destino desde los años 50 cuando los obrajes ya no eran rentables para los grandes terratenientes y los hacheros del monte de Santiago del Estero no tuvieron siquiera vales para comprar en los mismos almacenes del patrón. Tantanama charopa, dicen los quichuistas, la historia igual ha resistido, no se olvida. Es tan propia como la tierra que se trabaja y protege al que sabe cuidarla. Si algunos se fueron cuando se fue el patrón, otros quedaron cuidando sus animales, cultivando sus parcelas con lo necesario para comer: maíz, zapallo, sandía; y también algodón para canjearlo por la mercadería que no se encuentra en el campo. Así resistieron los campesinos en esta provincia castigada por la secana, la indiferencia y un gobierno feudal que empezó a gestarse al mismo tiempo que se iban las compañías que explotaron el monte y a su gente.
Así lo cuenta ahora un hombre de barba, a un círculo de jóvenes que lo escuchan y miran la tierra sobre la que están sentados, en la primera jornada de un campamento de juventud del Mocase –Movimiento de Campesinos de Santiago del Estero–, en el que la historia de la que son parte se cuenta una vez más, tantanama charopa, revitalizando las raíces que los arraiguen a su tierra. Deo ha escuchado en el círculo y enseguida se le atropella su propio relato, hecho de caminatas para llevar a pastorear las cabras, de agasajos de leche con calabaza a la vuelta del trabajo y permiso para comer sandía después del ordeñe. Ella es linda como la última parte de su nombre que no enunciará completo por una vergüenza heredada dela escuela, como una excepción entre sus amigos y vecinos que igual que sus padres y abuelos apenas llegaron al 3er. grado de la primaria. En sus rasgos se filtra el orgullo nuevo de ser la bisnieta del último cacique vilela, la etnia que habitó el costado este de Santiago del Estero, sobre el río Salado. Deo mezcla su historia de algo más de veinte años con los diez del movimiento del que forma parte, primero por impulso de sus padres, después por el propio. Porque disfruta de estas juntadas en que lo opaco de sus recuerdos en el monte se vuelve un capital brillante de memoria. Entonces da detalles de su infancia pastoreando y carpiendo algodón y de las mujeres que admira, esas que sacudieron el Mocase sobre el fin del siglo XX defendiendo la propiedad de la tierra para quien la trabaja con sus cuerpos delante de las topadoras que pretendían expulsarlas, tomadas de la mano de sus changos, la mirada tan alta como su orgullo. “¿Que por qué fueron ellas las primeras? Porque son las que tienen más coraje –dice Deo sin dudar–. Los hombres se quieren hacer los fuertes pero no reconocen que necesitan de nuestra mano. Y ahí tenés lo que pasa.”

“Soy nacida y criada en este lote. Mis padres, mis abuelos y mis bisabuelos, todos han sido de este lugar. Hasta ahora nos cuentan de cuando eran jóvenes que había indios de la raza mailí huampa y donde ellos nos cuentan nosotros encontramos las tinajas. Ahí quedan algunos también, pero ya van siendo pocos. Mi abuela nos contó que antes no era como ahora, como antes del movimiento. Que todo se compartía, cuando carneás era para todos, sembraban y cosechaban entre todos. Los de ahora nos hemos dado cuenta con esto de la tierra que había que trabajar todos unidos y para todos. Yo desde muy chica ando criando cabras, haciendo mamar a los cabritos, dándole comida a las gallinas. En estos lotes de Pinto todos somos criadores de campo abierto, vendemos y carneamos y así vamos dando vuelta. Por eso cuando nos quisieron encerrar dijimos que tenemos que defendernos. Y ahí fuimos con las mujeres primero a poner palos en el camino para que no pase el terrateniente con las topadoras y cuando avanzaron nos hemos puesto adelante con los changos. Ahora ya no sé cómo podrían pararnos, porque nosotras no nos cansamos. Tendrían que atarnos de pies y manos y todavía así seguiríamos peleando.” Cristina Loaiza se ríe del asombro de quien la escucha cuando el atardecer se expande sobre la bóveda del cielo como un pavo real que esponja su cola. Para ella también “es rico” asistir a este milagro de rojos y violetas, pero no hay por qué hacer tanta alharaca. Para escuchar hay que hacer silencio, pero el campo pone sus trampas. Ella es una de las que encabezó una de las gestas más heroicas de la historia del Mocase, cuando se defendieron las tierras del paraje La Simona, cerca del pueblo de Pinto, en el departamento de Aguirre al sur de la provincia. Tiene cicatrices frescas de un acoso institucional que no se ha detenido desde los primeros conflictos en esta región, en 1998. En contra de quienes luchan por la posesión de sus tierras –que les pertenecen por derecho, por haberlas ocupado, cuidado y puesto a producir desde hace por lo menos un siglo, aun cuando antes los hombres se perdían hachando en el monte y la siembra y la cría quedaba para las mujeres y sus hijos– se confabulan un catastro arreglado en las escribanías de las ciudades, un poder político al servicio de los terratenientes y una fuerza represiva de mil brazos coordinada por la Subsecretaría de Informaciones de la policía provincial, a cargo, hasta de su reciente renuncia, de Antonio Musa Azar. Este represor de la última dictadura militar, condenado por delitos de lesa humanidad y puesto en libertad por la ley de Punto Final, maneja tanto la policía como una red de “orejas” o alcahuetes -peones de latifundios, maestras y médicos rurales nombrados en su puesto por arreglos políticos– que persiguen a los campesinos que decidieron organizarse. Así, no sólo se sufren detenciones arbitrarias, también el maltrato cotidiano en escuelas, postas sanitarias y hospitales; robos de ganado o agresiones injustificadas. El día anterior a ese en que Cristinarepasa sus 37 años, su matrimonio obligado para nueve hijos, su orgullo y su conciencia estrenada no hace tanto mientras la luz huye del campo seco, dos topadoras han aparecido en el terreno de Don Aguirre, dispuestas a desmontar una parcela que ahora dicen, tiene otro dueño. ¿Cómo puede ser si Don Aguirre tiene hasta sus papeles de propiedad? ¿Cómo van a tirar abajo sin ningún cuidado los algarrobos, los intines, chañares y quebrachos que han brotado lentamente desde que se retiraron los obrajes? ¿Acaso a nadie le importa que de ese monte se viva, se saquen frutos de algarrobo, animales de caza, madera para los ranchos y los muebles, leña para el fogón que nunca se apaga, alimento para el ganado, picadas para llegar al agua siempre esquiva? Si a nadie le importa lejos del campo, a los campesinos sí. Y desde que se han dado una organización están atentos. Una vez más las mujeres han ido a pedir que se retiren los usurpadores, tengan o no papeles que no saben nada del campo. Las topadoras se detuvieron por la tarde pero el acoso de los orejas ha elegido robar la leña que Aguirre corta y vende para comprar aceite, fideos y alguna otra cosa. Cristina puso su cuerpo para evitarlo, tiene el chichón de un palazo en la mano. “Y lo peor –dice ella– es que nos pegan por todos lados. Porque mientras hemos estado ahí defendiendo al vecino, aquí nos han cuadreado la mitad de las vacas de Doña Lidia. Y hasta le han dado un hachazo a su hijo.” Lidia empieza a soltar lágrimas mientras le cuenta a su compañera cómo quisieron darle el alta en el hospital de Pinto al muchacho que sólo puede alimentarse con suero por tener la mandíbula destrozada. “Pero cuando nosotros denunciamos, capaz que nos dejan presos. Yo he estado detenida sin saber por qué, dos días en la mugre con mi bebé de once meses.” El silencio se impone como la noche para escuchar a Cristina.

En este amanecer la niebla se ha convertido al sol en un plato blanco que de todos modos hiere los ojos. Ningún contorno se distingue hasta que no se lo tenga encima, como a esos animales que pastan al costado de las rutas santiagueñas, poceadas y angostas, envueltas en su propia bruma de polvo seco y volátil. Apenas mueven los chanchos su vientre blando para cruzar el camino cuando un auto se acerca peligrosamente, ralentando su andar por imposición de la parsimonia de los animales; así cuesta llegar al rancho de Mirta Carrizo. Ella no espera el día para levantarse, apenas clarea enciende el fuego. Es lo que hacen todas las familias campesinas, prender una hoguera que no se apagará hasta bien entrada la noche, cuando no haya más que irse a dormir. Como casi el 90 por ciento de la gente de campo en Santiago del Estero, Mirta apenas llegó al segundo grado. Ni siquiera sus hijos pudieron asistir a clase, no hace más de dos décadas que se han promovido las escuelas rurales de personal único. “Y encima no siempre se ven las maestras en el aula.” Si alguna participación comunitaria reconocen estas mujeres campesinas antes de integrar el Mocase –o alguna de las agrupaciones creadas a impulso de proyectos de micro desarrollo que después formaron parte del movimiento– es en la cooperadora de la escuela rural. “Pero allí –como cuenta Beata, otra señora de Pinto– la maestra nos hacía creer que la escuela era de ella.”
Mirta apenas tuvo escolaridad, pero es capaz de dar clase sobre el valor de la organización, el poder que se adquiere cuando se empieza a andar el mismo camino. “Lo primero que aprendí fue a ver la necesidad de los otros, porque como nosotros andábamos atrás de mi marido que le cuidaba la hacienda a un patrón estábamos muy aislados, metidos en nuestra necesidad, en el trabajo. Y ni siquiera nos dábamos cuenta que el patrón no tenía derecho a usar la tierra que nosotros desmontábamos para sembrar. Porque un año plantábamos nosotros y al año siguiente ya la quería y vuelta a abrir el monte para el zapallo y el algodón y las plantas de guía. Pero siempre soñando, algún día vamos a tener nuestro pedacito propio, algún día. Y un día vendimos la hacienda que fuimos cruzando y nos compramos 10 hectáreas. Y teníamos algodón y lo cosechábamos, pero enseguida el preciobajaba y el costo ya no daba, porque son los grandes productores los que fijan el precio. Y sí que nos daba bronca, pero si una andaba por alguna reunión política no entendía nada, todo sonaba mentira.” Mirta, su marido y los dos hijos que adoptaron de una hermana fallecida, dejaron el algodón y se dedicaron a la cría. También fabrican carbón, como casi todas las familias, tienen su huerta para las verduras y a veces los varones hacen changas fuera de la chacra. Por eso uno de ellos está lavando ropa en domingo, porque el lunes tiene que ir a trabajar. Es una familia atípica ésta, sólo cuatro personas y nunca un sí ni un no. Es que son compañeros Mirta y su marido, siempre se han consultado antes de tomar decisiones, hasta se turnan para cocinar, don Francisco es especialista en chanfaina, ese guiso tan particular hecho con las tripitas y la cabeza del cabrito. “Cuando empecé a andar en el Movimiento me dolía que los vecinos criticaran, que dijeran ‘con quién será que anda esa mujer que vuelve tan tarde’. Pero a nosotros nadie nos dice qué tenemos hacer.” El pelo tirante y teñido, las cejas prolijamente depiladas, la camisa prendida hasta el cuello, Mirta se ha convertido en una dirigente capaz de dar conferencias en universidades, de presidir la cooperativa en donde las mujeres del Mocase fabrican dulces y escabeche de cabrito y discutir con paciencia con el resto de los compañeros. Ella sabe que no todas tienen la suerte de vivir con un compañero que la alienta a salir, que se hace cargo de todo cuando a ella le toca viajar. Pero para eso está su experiencia también, para que otras familias puedan aprender “como yo he aprendido de otras organizaciones. Hace poco estuve con los compañeros del Movimiento Sin Tierra de Brasil, hay que ver cómo se organizan para ocupar predios y después repartirlos. Yo he mirado muy atenta, por si alguna vez lo tenemos que hacer acá, ya sabemos cómo”.

Uganda recuperó su nombre dentro del Mocase. Antes prefería que le digan Negra no más, ese nombre que la abuela robó al calendario, sin saber si correspondía a un santo o al recordatorio de la independencia del país africano le daba vergüenza. Tiene el orgullo de ser la mejor criadora de cabras de todo el departamento de Moreno, en el centro de Santiago del Estero. Hay 160 en su corral, espera más de 70 cabritos para este invierno y no teme por la estación en que llegan. A ella no se le mueren ni aun en la peor helada. Sabe cómo amamantar a los guachos, sabe cuáles son las mejores reproductoras y se cuida muy bien de buscar los padrillos en otras chacras para que la especie siempre mejore. Es una mujer brava que ha aprendido a recibir a la vida y a la muerte en la soledad de esa tierra en donde los alambrados de los terratenientes la han ido encerrando. Al segundo de sus seis hijos lo parió sin más ayuda que sus dos manos, a su marido lo vio morir a un costado del fogón donde se siguen cociendo esos guisos que obligan a raspar la olla. Son casi diez kilómetros de tierra los que la aíslan del primer camino pavimentado; y 20 del puesto sanitario más cercano. Pero ahí es donde quiere estar, desafiando al sol y a la sequía, buscando el agua en tachos de un pozo dulce a siete kilómetros del rancho. O juntándola cuando llueve en los mismos tanques de plástico. Ni siquiera le importa no tener luz eléctrica, como en Pinto o en Santa Rosa. en Pampa Pozo se arreglan muy bien con candiles y fogones, nadie quiere darle plata a las empresas que, dicen, también son usurpadoras. “Agarré marido a los 14, no sé si es que tenía tantas ganas pero tampoco me quería quedar en mi casa. Porque mi mamá había venido un día, yo era changuita, tenía 12 más o menos, y así de rompe y raje me dijo que tenía que irme con una familia para Charata, en la provincia del Chaco, a cuidar niños. Y yo que no quería y no quería. ¡Qué le iba a importar a ella! Me zurró con la trenza, me hizo vestir y me subió a un tractor para que me llevaran. Me acuerdo cómo llovía y cómo lloraba yo que hasta me quise tirar para que la rueda del tractor me pase por encima. Pero me alcanzaron a agarrar y me llevaron no más.” De las pilas de ropa para lavar, del maltrato de la patrona, de una familia que la rescató y la tenía igual igual que a sustres hijas, dándole el café con leche y el pan con manteca a la mañana, sin que siquiera tuviera que levantarse ella a prender el fuego. De todo eso se acuerda Uganda como única vida de soltera. Después todo fue criar cabras e hijos, el primero llegado como regalo de 15. ¡Era de celoso su Carlos! Tenía como diez años más, pero la quería, apenas la dejó crecer antes de casarla. Cuando tuvo el sexto de la seguidilla le pidió al doctor que le ligara las trompas. Es que el marido dudaba de que la última de las dos nenas fuera suya. Y ella se cansó. “¿Para qué seguir pariendo si él ni siquiera creía que eran suyos? Yo no quería más problemas. Y el médico me dijo que sí, pero que tenía que tener autorización de mi marido. Por suerte Carlos firmó. Y me las ligué.” Su hija mayor, Niní, ya tiene dos hijos con menos de 20 años y ningún padre conocido. “Yo le he dicho, pero ella quiere hacer sus cosas, y bueno, se embarazó.” Como un destino, como si no hubiera chance, de anticonceptivos no se habla. Cuidarse es no tener relaciones. Lo mismo dirán otras mujeres, abuelas antes de cumplir los cuarenta de nietos sin padre conocido. La red que ha formado el Mocase creció gracias al diálogo entre campesinos y “compañeros y compañeras que llegaron de la experiencia de la universidad y la vida urbana a Santiago del Estero rural y facilitaron herramientas” intentando “silenciar la propia mirada”. Por eso es que, argumenta María de los Angeles, una de esas compañeras, no es una prioridad ofrecer elementos a las mujeres para elegir el momento de tener hijos o no. “La familia santiagueña es numerosa, imponer otro modelo sería colonizar otra vez”, dice, aun cuando las adolescentes tengan hijos antes de planear una familia propia. “La vida es así –dice Uganda– de a poco vamos aprendiendo. Yo antes sufría porque mi marido me gritaba, me acusaba de que andaba con éste o con el otro porque iba a las reuniones. Después fue entendiendo porque yo quedaba muy herida y eran los compañeros los que tenían que hablarle para que me permitiera participar. ¿Qué cosa no? Porque ahora que no está pienso que me celaría porque me amaba.” Uganda tiene 42 y se ríe cuando le dicen que merecería formar otra pareja, ella no cree que sea necesario. “En todo caso un amante ¿para qué seguir con los problemas?”

El sol pesa cuando está en el cénit como una plomada. Hace ya un mes que no llueve, aunque la última vez todos rezaban para que se termine ese continuo de días mojados que entorpecían todavía más la comunicación entre los parajes, unidos por rutas de tierra que se convierten en un lodazal intransitable. Se juntó mucha agua en esos días, una bendición para quienes viven hacia el norte de la provincia, donde hay que cavar hasta 80 metros hasta conseguir una napa de agua dulce que sirva tanto a los animales como a las personas. No sucede así en Tintina, en la casa campesina de esa central hay agua corriente y eso es una bendición para las huertas familiares que han empezado a sembrarse a través de los créditos que consiguió una de las cooperativas que formó el Mocase, justamente para facilitar este tipo de emprendimientos. En Tintina, la zona de los mejores quebrachales, las mujeres acostumbraban quedarse en la casa mientras los maridos iban a hachar al monte. Pensar que antes ni se les ocurría sembrar y ahora se lamentan cuando por una cosa u otra deben comprar el perejil que se da tan fácil en la tierra. Pero para eso hubo que pensar que era posible trabajar en grupo, interesarse por los otros, creer que era posible. Esa fue la primera fuerza, dice Alicia Beltrán, creer que era posible otra vida, y así otro pueblo y otro mundo. Decir no puedo se hizo pasado para Alicia y para sus amigas y compañeras, Nilda y Chochi, las más aguerridas, muertas de risa al recordar cómo insistían con los vecinos sobre la necesidad de abrir la central que ahora es una de las seis que extiende su red por el territorio de la provincia, unidas por radios punto a punto, que las mantienen informadas de los conflictos por la tierra y la vida de otros campesinos. “Y ahora yo no sé qué cosa podrían plantearnos que no podamos hacer, ya no vamos a volver a decir que algo es trabajo de hombres. Hasta la experiencia vieja de hacer nuestropropio rancho ahora la vemos distinta, porque nos hemos hecho el galpón para el gallinero que es uno de los emprendimientos que montamos. Y ahora queremos sembrar el alimento para los pollos y construir una incubadora para no tener que comprar animales de reposición.” Alicia aprendió mejor a leer y escribir en un programa de adultos, tampoco había podido terminar la escuela, desde los nueve tuvo que criar a los hermanos mientras el padre estaba en el monte, reemplazando a su mamá que los había dejado en un paraje perdido de toda comunicación. ¡Y cómo la hacían renegar! Hasta le disparaban con la honda para hacerla llorar cuando ella les pedía alguna ayuda en las cosas de la casa. Se juntó joven también, a los 16 había tenido su primer hijo. Y siempre respetando al marido como el poseedor de la palabra de autoridad. Nunca decidía nada sin preguntarle. “Y un día me tocó hacer una experiencia de formación de militantes de base en Brasil. En la casa campesina aprobaron mi postulación y él no pudo decir nada. Y para mí fue como conocer otro mundo, me cambió la vida. Porque una compañera nos dio un taller de género y entendí que no era que los hombres mandaban y las mujeres obedecían. Que yo podía elegir lo que quería y que esa concepción nos frenaba. Y cuando volví tuve que hacer frente, tomar en la pareja el lugar que me corresponde. Y fue lindo, porque en mi ausencia él también me aprendió a valorar, porque tuvo que hacer mi trabajo y vio lo que era”, dice esta mujer de 38, seis hijos, tres nietos que alguna vez creyó que no podía y ahora no sabe a qué no se puede animar.

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