VISTO Y LEíDO
Promesa de la nueva narrativa alemana, hija de padre novelista premiado (Martin Walser), dramaturga y pintora, Alissa escribió su primera novela escoltada por partituras y personajes históricos. Amparos biográficos sumados a los sanguíneos.
› Por Marisa Avigliano
La joven pianista ciega y su médico sanador, protagonistas de Al principio la noche era música (Adriana Hidalgo), son María Teresa von Paradis, la concertista, cantante y compositora a la que admiraron Mozart (personaje en la novela) y Haydn –los dos además le dedicaron conciertos– y Franz Anton Mesmer, el médico que curaba con imanes y que creó un método que él mismo bautizó “magnetismo animal” y que otros, relacionándolo con la hipnosis, llamaron mesmerismo. También hubo cine para esta pareja imantada, la película se llama Mesmer y la dirigió Spottiswoode con Amanda Ooms y el siempre encantador Alan Rickman. Pero eso no es todo, también Humbert Humbert pensó alguna vez en el doctor. En su relato final, después de contar su historia con Lolita, H. H. confiesa: “he jugueteado con muchos seudónimos antes de dar con uno que se me adaptara convenientemente. En mis notas figuran ‘Otto Otto’ y ‘Mesmer Mesmer’”.
Volvamos a la novela. Una mañana de enero en la provinciana Viena, un médico madruga por obligación abandonando el estado más natural –donde el sueño sigue siendo sueño– y el que mejor le sienta. Quiere seguir durmiendo como todos en la casa, incluida la criada –aunque ya haya encendido algunas lámparas– porque dormir es fundamental en la casona de las incontables habitaciones. Así lo sentencia Ana, su mujer, cuando sostiene dogmática que quien se levanta antes de las diez de la mañana “daña la salud”. Pero él debe despertarse a pesar del frío porque ese día tiene que cumplir con una misión: examinar a la hija de un funcionario de la Corte Imperial. Ese día conocerá a una paciente nueva, “la primera impresión cuenta (...) ella está pálida, cera maquillada con cera. Disfraz disfrazado”. Esa niña que no es niña y que es más alta que el jarrón que decora una de las esquinas de la sala y que es casi tan alto como un soldado, le cambiará la vida. Junto a ella pasará del prestigio a la humillación y gracias a ella, o digamos mejor gracias al tratamiento que encara con ella, será sin descanso sabio y hereje, pionero y charlatán.
Es la historia de dos hechizados, él imponiéndose con la potestad de los poderes curativos y ella con la gracia alabada de un don musical que, unido a un infinito vestuario que parece el de una muñeca y que incluye pesadas pelucas, esconde todas las cicatrices posibles en un cuerpo siempre operado y siempre descartado por la ciencia. Cada uno irá siguiendo las señas del otro, en la penumbra o sin ella. Hipnotizada e hipnotizador irán abriendo temporariamente los ojos curándose las caries psíquicas del universo doliente. Son dos personajes más del dieciocho (sobre todo él) que, como casi todos los de su siglo, son el mismo en la memoria mutua: Casanova, Cagliostro, Restif la Bretonne, Mesmer. Siempre mujeriegos, siempre chantunes capaces de hacer todos los experimentos y revivir todos los martirios que el lenguaje les permita, como si se tratara siempre de una rebelión, de una conquista en la autonomía del sacrificio. Victoriosos en Viena o desterrados en París, con dones o habiéndolos perdidos (cuando ella por momentos recupera la vista no consigue mantener su calidad interpretativa), la pareja de la novela de Walser tropieza –temerosa ante cualquier posible destiempo– sin perder el ritmo porque Alissa (que es además traductora de los poemas de Sylvia Plath) siempre los acompaña de cerca (aunque finja ser fragmentaria y dispersa) como si se arrastrara en el alma y en los espacios por los que se mueven sus personajes. Una suma de acordes que la propia autora anticipa cuando elige la cita de Anne Carson para abrir su novela: “Cada sonido que emitimos es un pequeño fragmento de autobiografía”.
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