Vie 18.11.2011
las12

RESCATES > CRISTINA BRAHé

La musa

› Por Aurora Venturini

Musa de Malte Laurids Brigge, luego de prolijas y enjundiosas pesquisas, llego a la conclusión de que Cristina Brahé significó tía de Malte Laurids Brigge en la novela Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, de Rainer María Rilke.

Volviendo repetidas veces al texto, advierto que Cristina es el lazo que ata las expresiones, los aconteceres, los miedos y los amoríos del delicado adolescente a través de una época, paso a paso, andando los tiempos.

Data la obra de 1910, donde se abre la artesanada sala del palacio de Unnekloster, residencia del abuelo materno del escritor que es Malte novelado, a punto de nuevo.

Este anciano general, duque, al que llaman excelencia, sentado a la cabecera del cenáculo sabatino, encabeza su tribu familiera de cuatro personas. A un lado de la mesa se sienta un pariente de tipo extraño, marcado por cicatrices de una guerra; lacónico y reconcentrado, cuya mirada fija clava como una gruesa puerta hermética.

Próxima, Matilde Brahé, tía, desborda el asiento de la silla con su naturaleza ebúrnea y abundosa. Enfrentándose a los presentados: Erik, primito menor de edad y confidente del conde, fino y distinguido, bizco, según Malte, es el único que mantiene expresión contactante con el dueño.

El cuarto tribal es el papá de Malte. En cuanto al conde, lo deja en calidad de alguien superior, fuera de conteo. Deslía tal sutileza el entorno de agua y cristales, que dan ganas de llorar; al menos, ésa es mi sensación cada vez que leo a Rilke. O será que el paisaje danés sugiere lagos y lagunas que salpican, y caireles enternecidos, que un viento tenue hace titilar. O acaso se deba a tantas correntadas que inundan las añosas calles del ánima y los puentes que ceden al impulso de las altas olas marinas.

Rainer María Rilke acentúa el ritmo del cuaderno al hecho promesado de la muerte personal proustiana. Tremendo augurio para cada individualidad.

Personalísima habrá sido la muerte de Cristina Brahé. Dicho esto, a causa de las cuatro apariciones en la sala de Unnerkloster: “Atravesaba el espacio abierto ante ella en indescriptible silencio, sólo sacudido por el sonido tintineante de un vaso, y desaparecía por una puerta de la pared opuesta”. Así ocurría. El señor, marcado por las cicatrices de guerra, entraba en pánico, pero callaba agarrándose del borde de la mesa. El conde lo miraba y sonreía ligeramente cuando el pequeño Erik, incorporándose, abría la puerta de salida a la dama transparente.

La anteúltima aparición de Cristina Brahé resultó dramática, porque el papá del relato de estas historias hizo movimiento de huida y estaba rojo y sanguíneo, pero el abuelo le pinzó el brazo con su garra y se lo impidió. Entonces profirió: “¿Por qué no dejas a la gente ir a sus negocios?” “¿Quién es ésta?” La respuesta fue: “Alguien que tiene todo el derecho de estar”.

La última aparición de la inquieta forma rara consigue llevarse al doliente ex combatiente, cuya cabeza exangüe cae pesadamente al mantel (el juego de Rainer María y Malte es catártico).

Malte recibirá la visita de la fantasma en su dormitorio. No se asustará. El mismo cuenta: “Mi padre me había llevado a Unnerkloster cuando yo tenía 12 años”. Es notable la coincidencia de estos hechos con los versos de las elegías de Duino, que coloran los espacios de escritor en la novela. Ella, por Cristina Brahé, lejana muerta familiar que el abuelo ponía en presente como si se tratara de alguien actual, “nuestra pequeña”. Y la dama sería pariente lejanísima del tío y del padre.

Preguntará el adolescente a Matilde: “Tía, ¿quién era la dama?” “Una desdichada, hijo mío, una desdichada.”

La presencia femenina en esencia que se suma a la de Cristina Brahé, además de Matilde, tía culona y desbordada del asiento, resulta ser Abelone, solterona, a causa de un imposible amor, que al final de los relatos del cuaderno cantará con voz “fuerte, llena, pero no pesada”, musicando: “¡Ah!, en tu largo abrazo todo lo he brindado./ Sólo puedes nacer de nuevo/ Huir/ porque mi hado nunca te retuvo”.

Concluimos expresando que de no haber damas bellas o simplemente damas, no habría poesía ni poetas. En todo caso, con Rainer María Rilke, bastaría.

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