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Viernes, 17 de febrero de 2012

VISTO Y LEíDO

La supervivencia de las palabras

Herta Müller, novelista, poetisa y ensayista rumano-alemana, creció escuchando conversaciones veladas sobre la deportación. Su madre fue una de las confinadas pero nunca quiso hablar sobre aquellos cinco años de encierro; quien sí quiso ayudarla con sus recuerdos fue el poeta Oskar Pastior, a quien da voz en esta novela.

 Por Marisa Avigliano

Todo lo que tengo lo llevo conmigo
Herta Müller

Siruela

Lo mío es de otros y sin embargo lo guardo como propio, piensa Leopoldo Auberg, el protagonista narrador, mientras remira su valija recién hecha. No son cosas robadas, son cosas que su familia le dio antes de la partida. Los guantes de una tía, el abrigo de vestir del abuelo con ribetes de terciopelo en el cuello y las polainas de un vecino, fueron los elegidos para que la ausencia fuese menos cierta. Nada mejor que los atavíos talismanes para desafiar al destierro. Tiene diecisiete años y está esperando que una patrulla lo pase a buscar para llevarlo a un campo de trabajo en Ucrania. Es invierno de 1945 y él, como todos los rumanos de familias alemanas (mujeres y hombres), tiene que reconstruir la Unión Soviética para reparar lo que su compatriota Hitler destruyó con esmero. No sabe la verdad sobre el lugar al que va, por eso, durante la madrugada de la espera cree que la partida llega en un buen momento. Demasiados secretos en un pueblo donde hasta las piedras tienen ojos, demasiadas citas sexuales en el parque con Golondrina, Abeto, Oreja, Hilo, Perla y otros hombres con los que “practicaba intercambio desenfrenado”. Demasiadas oportunidades para que su madre, que ignoraba lo poco que lo conocía, se enterara de todo. Dejar la familia atrás era salvarse, esos secretos suyos debían pudrirse cuando se pudrieran sus huesos. “Mi madre, y sobre todo mi padre, igual que todos los alemanes de esa pequeña ciudad, creían en la belleza de las trenzas rubias y los calcetines blancos hasta la rodilla. En el cuadrado negro del bigote de Hitler y en nosotros, los sajones de Siebenbürgen, como raza aria. Mi secreto, considerado de manera puramente física, era la máxima atrocidad. Con un rumano, además, implicaba una profanación de la raza.” Leopoldo saltó de su secreto a un vagón de ganado que lo llevó de viaje catorce incontables días hasta que Rumania quedó atrás y el cielo ruso lo vio bajarse los pantalones. “A lo mejor la solidaridad sólo cobra realidad de ese modo. Porque todos, todos sin excepción, nos situábamos para hacer nuestras necesidades con la cara hacia el terraplén de la vía (...) nos embargaba ya el miedo loco a que la puerta se cerrase y el tren partiese sin nosotros.”

El relato de Leopoldo es el relato de Oskar Pastior, el poeta rumano-alemán que murió en 2006 y con quien Müller –Premio Nobel de Literatura 2009– tenía planeado escribir un libro. Con Pastior, “el contaba y yo anotaba (...) cuando murió repentinamente yo tenía cuatro cuadernos llenos de notas manuscritas (...) sin sus detalles sobre la vida cotidiana en el campo no habría podido escribir esa novela”.

El resultado es un libro demoledor y poético –donde el aire es pálido y la hierba, naranja– que deshace cualquier intento macabro por destruir lo esencial con la torpeza taquillera del efecto indulgente. El recuerdo del que narra será el que nos lleve –sin usar un puntero didáctico– por las diferentes escenas de un pasado avieso y lo hace metiéndonos de golpe en medio del horror sin por eso perder el bramido lírico del adolescente que dejó su pueblo para encontrar el lugar donde la orquesta toca los días festivos. Quizá sea la respiración del narrador el hallazgo atrapante y conmovedor sin pantomima, que se hamaca entre lo que no se soporta y lo que se enfrenta, lo que nos hace seguir leyendo. “Se puede afirmar que hay un hambre que te hace enfermar de hambre. Que añade más hambre a la que ya padeces. El hambre siempre renovada que crece insaciable y salta al interior del hambre eternamente vieja, reprimida con esfuerzo.” Con la voracidad romántica de las palabras que arrastran la languidez y la soledad de vivir viendo morir a otros de hambre, de frío y de cansancio, la novela avanza sobre el miedo y la supervivencia. ¿Pero qué otra supervivencia puede tener que no sea la que dan las palabras? Sabe –y lo dice a cada rato– que las palabras hacen lo que quieren con él pero también sabe que puede usarlas para manejar el tiempo, puede hacerlo, ya lo tiene, tiene un plan para engañar a la balanza del ángel del hambre, “ya lo verás, me digo, es un plan breve que durará mucho” y mientras lo dice alguien le roba una cucharada de sopa al plato de al lado.

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