FOTOGRAFIA
El Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, en la ex ESMA, el próximo martes 27 inaugura las muestras fotográficas Lamentos en los muros y Cosas desenterradas, de Paula Luttringer, sobreviviente de un campo clandestino, cuya obra se centra en las experiencias de mujeres en cautiverio durante la última dictadura. Una planta pequeña pero viva, entre escombros, es la imagen que abre la serie.
› Por Noemi Ciollaro
Blanco sobre negro, negro sobre blanco. Las imágenes apuntan sin equívocos a lo que se conoce y a lo que se ignora. No es necesario ser muy sutil para, tras un par de miradas, entender que se habla del horror, pero también de la sobrevivencia y la sobrevida. Del poderoso deseo de mujeres que, arrojadas a la vida como otras y otros fueron arrojados a la muerte, hoy cuentan, muestran, rememoran lo demencial del encierro en los campos clandestinos.
Las palabras de las víctimas sostienen las imágenes y dan cuenta de cuál fue el trato que los represores infligían a las mujeres capturadas. Los mismos que ebrios de poder e impunidad inventaron la “desaparición”, pero dejaron rastros que hoy permiten su juzgamiento y condena.
Paula Luttringer (56), gemóloga y fotógrafa, sobreviviente del campo clandestino conocido como Sheraton, explora a través de su obra los tormentos a los que fueron sometidas las víctimas, recoge sus voces y las enlaza a las imágenes que disipan socavones y oquedades en la memoria.
“Una cuando salió de los campos era una persona muy joven por la edad en la que todo ocurrió, y al mismo tiempo hay una persona que nació dentro del campo que es una persona muy vieja. Una de las grandes dificultades que tuve cuando me liberaron fue entender cómo y qué hacían los otros de mi edad para estar en la normalidad... yo quería ser como los otros, estar en la vida como los otros. Eso es imposible, lo que se consigue con el tiempo es amigarse con esta cosa que nos va a acompañar siempre. Pero no todo es lineal, hay períodos que son calmos y otros donde vuelven las pesadillas y un portazo, un grito, un olor te vuelven al campo. Son cosas que quedaron y ya no trato de que no estén, están en mi vida para siempre”, explica.
Luttringer, tras su liberación, estudió gemología y trabajó años en el extranjero verificando la autenticidad o falsedad de gemas preciosas. Y su obra tiene la impronta de las piedras y la mirada sesgada de quien espía tras la venda que le cubre los ojos. Su lente captura fragmentos, muros de piedra con cerrojos de hierro, intersticios, huecos, protuberancias, geografías laberínticas inscriptas en imágenes en las que la mirada divisa gritos lacerantes, rostros en llanto, cruces que serpentean por las paredes en busca de un dios distante, perfiles de ángeles o niños que aguardan una luz que fisure la oscuridad y el dolor.
Montada en trípticos de fotos, Lamentos en los muros va acompañada de testimonios textuales de diez mujeres sobrevivientes de diferentes campos clandestinos que, a partir de 2001, aceptaron hablar de su cautiverio.
“Yo no quiero ponerme en un lugar que no es el mío –puntualiza la fotógrafa–. Honestamente éste es un trabajo que hago para entender cómo funciona nuestra memoria, lo hago sólo charlando con mujeres sobrevivientes, como yo. A veces me preguntan ‘¿por qué no los hombres?’. Y es muy simple: yo no pude con los hombres, cuando empecé a entrevistarlos se desarmaban, lloraban o esto les dolía demasiado y yo no tenía capacidad de hacer el trabajo y al mismo tiempo consolar o contener. No sé por qué la pena de los hombres era una pena inconmensurable para mí. Y entendí que tenía que ser con mujeres, quería entender en qué, a través de lo que atravesamos en nuestras vidas, esta impronta va quedando y cómo cada una encontró formas de reconstruirse, de vivir con esto.”
“Y eso te marca, es una sensación lacerante que te acompaña el resto de tu vida. Te queda el doble guión de que tenés que estar todo el tiempo dándote cuenta de qué es del trauma y qué es de la vida normal. Yo tengo doble trabajo en la vida. Tengo que considerar cuáles son las sensaciones que son del trauma y qué es lo que hay abajo con mucha menos intensidad y más diluido, qué es lo de la vida normal. Entonces hablo con alguien que nunca estuvo en un chupadero y ahí hago de persona normal y me doy cuenta de cuál es el registro normal. Esas cosas que nos pasan a todos los que fuimos víctimas de la represión...”, testimonió Liliana Gardella, secuestrada en Mar del Plata en noviembre de 1977 y trasladada a la ESMA.
Varios de los testimonios que acompañan la muestra relatan violaciones padecidas en cautiverio, desechando un supuesto silencio –generalmente sostenido desde el ámbito judicial– atribuido a las sobrevivientes sobre ese tema. Luttringer registró más de setenta y cinco testimonios a lo largo de su trabajo, iniciado en 2000, que aún continúa. “Hay gente que habla más, otras dicen ‘me ultrajaron mi esencia de mujer’ y pregunto qué quiere decir y me lo explican. Valoro mucho eso porque fue cuando aún no teníamos toda la temática de género de hoy.”
“No puedo estar en lugares cerrados. Por ejemplo, voy al baño y dejo la puerta abierta, siempre tengo la puerta abierta; no tolero estar encerrada. Creo que tiene que ver con el tema de la capucha, la sensación de ahogo y de la violación... Toda violación implica mucha culpa también y aparte mucha vergüenza. Es una de las torturas más denigrantes para una mujer, creo que tiene que ver con eso, el asumir que vos fuiste violada es terrible.” María Luz Pierola fue secuestrada en Concordia, en febrero de 1977, y trasladada al Centro Clandestino de Detención (CCD) La Casita. La oscuridad sin fin de la boca de una cerradura es una de las imágenes que apoyan el testimonio; mientras que en las otras los muros acribillados evocan lo agónico del cautiverio.
“No había algodón, no había trapos, no había nada. No te daban nada. Cuando teníamos el período menstrual goteábamos, perdíamos sangre, goteábamos sangre y yo nunca me olvido que nos sacaban al pasillo y nos golpeaban con palos en las piernas y en el cuerpo y decían: ‘miren cómo gotean y pierden como las perras, son igual que las perras, van dejando la sangre por el camino’”, cuenta Marta Candeloro, secuestrada en Neuquén en junio de 1977 y trasladada al CCD La Cueva. Una de las fotos de este testimonio muestra una cachiporra tirada sobre un suelo de piedra oscura.
Cada palabra lleva implícito algo de lo espectral que muestran las imágenes, lo fétido de los personajes que administraban los tormentos, la vida, la muerte. No obstante, Luttringer también ha captado los destellos de luz, de esperanza, de férrea voluntad de asirse a la vida de muchas de las mujeres entrevistadas, como Leda Barreiro, cautiva en 1978 en Mar del Plata, en La Cueva: “Me la pasaba mirando a las hormigas que entraban y salían al mundo... andaban por la tierra, por el afuera y volvían al adentro, y yo ya no me sentía tan sola”.
La fotógrafa, nacida en La Plata, en 1955, fue secuestrada en La Matanza en marzo de 1977 y permaneció en cautiverio hasta el 27 de agosto de ese año; en ese lapso tuvo una niña en el hospital militar de Campo de Mayo. Había militado desde los 15 años en la UES y luego en Montoneros hasta su captura. En noviembre pasado testimonió por primera vez en el juicio a los represores por la causa del robo sistemático de bebés durante la dictadura.
“Estuve secuestrada en el Sheraton, con Roberto Carri y su mujer, Ana María Caruso, Pablo Szir, Héctor Oesterheld, y los nombro porque yo en esa época era una estudiante de ecología y el día que me liberaron, Carri y Pablo me abrazaron muy fuerte y yo le murmuré a Pablo que no me quería ir, que quería morir como una montonera, y él, a pesar de que a mí me iban a trasladar y los torturadores estaban cerca, me dijo al oído que alguien tenía que salir para contarlo... En ese momento tenía 21 años y ellos me llevaban 15 o más, no entendí cómo él creía que yo iba a tener la posibilidad o los instrumentos para hacer eso; ellos eran cineastas, escritores y a mí me gustaban las piedras, la ecología”, recuerda.
De regreso en Buenos Aires, en 1992 decidió estudiar fotografía con Adriana Lestido tras ver su muestra Mujeres presas con hijos. “Fue allí que pensé que se puede contar y quedé muda, entendí las palabras de despedida de Pablo... Adriana siempre fue muy generosa conmigo.”
Unos años más tarde montó su primera muestra, El Matadero, “pero yo no tenía conciencia de que estaba hablando de mi vida, lo supe cuando los demás empezaron a decirlo, una parte mía no entendía lo que estaba haciendo otra parte mía”. Esas fotos, también en blanco y negro, reflejan la actividad de un frigorífico. Las tomas se concentran en detalles y en primeros planos de las reses poco antes y después de la muerte.
Junto a Lamentos de los muros, Luttringer exhibe una nueva obra iniciada recientemente, Cosas desenterradas, fotografías de objetos encontrados por el Equipo de Arqueología y Conservación en el CCD Club Atlético, que funcionó entre febrero y diciembre de 1977 en Paseo Colón y San Juan. A fines de los ‘70 ese edificio, perteneciente a la Policía Federal, fue demolido para construir la autopista 25 de Mayo.
“Hay un recorrido de Paula alrededor de la experiencia del campo de torturas y exterminio que empieza con El Matadero, sigue con Lamentos... y ahora con Cosas desenterradas. Su mirada encuentra huellas, ‘inclusiones’ que captura para revelarnos desde lo mínimo, desde lo casi ilegible en esas paredes, testigos de atrocidades, los fantasmas remanentes de experiencias dolorosas”, dice la fotógrafa y curadora de ambas muestras, Cristina Fraire.
“Lo que me interesó no es la prueba judicial, sino que aunque no podemos saber a quiénes pertenecieron, muchas de estas ropas son las ropas que nosotros usábamos en los ‘70, objetos ligados a nuestra generación, no sólo a quienes sufrieron desaparición y tortura sino a todos los que atravesamos la dictadura. Son objetos encontrados donde antes estaba el campo clandestino. Los represores se fueron de allí sin demasiado cuidado, todavía no se preocupaban por esconder rastros”, añade Luttringer.
Al borde de un foso, una carretilla entre escombros, tierra endurecida y un agujero oscuro... siempre la insinuación de lo siniestro. Luego la impiedad de una medibacha de microfilamento sobre fondo blanco, semidestruida, pero indudablemente como aquellas que usábamos quienes en esos años estábamos entre los 20 y los 30.
Una media de algodón ruinosa, tres cuarto, de las que llevábamos con mocasines o zapatillas. Y un corpiño. Claramente ropas de mujer, de mujeres jóvenes; un suéter de jackard con mangas de lana casi desintegradas. Todo lo sórdido sobre fondos inmaculadamente blancos.
Y más allá una cachiporra sin mango; un zapato de cuero, deformado; una bota que no parece de un civil. Y una pelotita, perfecta, de pingpong. Los sobrevivientes del Club Atlético recuerdan que, ubicada al pie de la escalera de acceso a la sala de tortura, había una mesa de ping pong, allí mientras algunos golpeaban, violaban, picaneaban y asesinaban, otros disputaban partidos con pelotitas como ésa. Todo emerge desde el fondo negro del espanto y aparece, justamente, sobre fondo blanco. Para estas fotos, no hay palabras.
Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti
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