VISTO Y LEíDO
La banda de sonido de la vida cotidiana puede escucharse a través de las páginas de una novela que avanza en busca del silencio que la palabra merece.
› Por Marisa Avigliano
ALBUM DE FAMILIA
Penelope Lively
Manantial
Velas que se soplan, siempre un bebé y el paisaje de unas vacaciones son las efigies de un tradicional álbum familiar. Están ahí para mostrar lo que se tuvo y para recuperarlo cada vez que se pasa de hoja, están ahí para coleccionar lo emotivo de la vida en familia y mantenerlo a resguardo de la verdad cotidiana. Penelope Lively (El Cairo, 1933) eligió para su novela que el álbum fuera una casa, pensó –y acertó– que volver a la casa materna era el mejor álbum de fotos que alguien pudiera encontrar, así que esta vez, a una familia numerosa (padres, niñera y seis hijos) le sumó un integrante más, Allersmead, la casa eduardiana. Con una cocina enorme y una mesa de bordes gastados donde caben doce personas a comer, Allersmead es la vidriera de todos los vicios y caprichos –sobre todo si incluimos en ellos los dibujos desteñidos, los animales en arcilla y los trabajos en papel maché que los hijos de treinta y pico hicieron cuando tenían seis– y el espacio ideal para deshilachar secretos. La novela tiene el ritmo –o quizás el ruido– de un desayuno familiar en época de escuela, todos hablan al mismo tiempo, piden algo, olvidan o se manchan. Casi no hay argumento porque el argumento –la historia que se cuenta, que va y viene en el tiempo– es oír lo que el otro dice para enseguida volver a decir otra cosa. En uno de esos desayunos rememorados, Gina, la hija difícil, la que después se convertirá en periodista estrella, pregunta sobre la guerra de Malvinas: “¿Qué sentido puede tener que la gente se mate por un par de islas ancladas en el Atlántico? ¿Quién podría querer vivir ahí?”. La respuesta de Charles, el padre, quien muere leyendo Habla memoria, de Nabokov, no se hace esperar: “Es un punto de vista posible, incluso no del todo disparatado, pero está el tema de la ley internacional, de la soberanía”, la discusión familiar termina ahí porque otro de los chicos, Roger, necesita una foto del Partenón y Clare tiene un diente flojo. Todo siempre queda suspendido hasta que los que se agregan a la familia por un rato, los novios de ocasión, preguntan. Será a través de ellos que se cuente –siempre forzada– la hierática verdad familiar. ¿Son esos seis grandulones hijos de la misma madre? ¿Qué hace la niñera viviendo en la casa si los niños ya crecieron y no hay nietos que cuidar (ninguno de los seis tiene hijos)) ¿Cuál de ellos fue el que cortó en tiritas el libro que el padre de la familia estaba escribiendo sobre la infancia y la juventud? Algunas de las preguntas se responden a través del tiempo y siempre en añoranza –como en las películas en las que los hijos descubren la verdad de sus padres, y lo hacen horrible (nunca ayuda el cast), basta pensar en los de Meryl Streep en Los puentes de Madison–.
La crítica social de la señora Lively –novelista inglesa que pasó su infancia en Egipto, autora además de más de treinta libros infantiles y ganadora del Booker por Moon Tiger, una novela sobre su temática favorita, la memoria– está en cada uno de los diálogos que protagonizan los hermanos, en el aire enraizado y en las intervenciones decorosas hasta la exasperación de la madre, la mujer que siempre quiso tener hijos y disfrutar de una familia como “las de antes”, la que adorna con agobiante desfile de fotos familiares la casa y le dice a uno de los seis que es su preferido. El padre muchas veces prefiere ser mudo y otras, sordo. Arrollados en el decir, los personajes de Lively intrigan y entretienen, son muestrario de la clase media inglesa y muñequitos de colección de mitos hogareños. Ya en el final, verán qué hacen con sus vidas, la promesa de un hijo por venir (la mujer de Roger está embarazada) llega cuando los hermanos se callan, secan la sangría de las palabras y sólo se mandan mails. Tienen que resolver algo, tienen que vender la casa y encontrarle un destino a la memoria. Quién sabe cuál será la solidez de la casa familiar que se creía vertiginosa y de contornos cerrados, como una escultura de Ossip Zadkine, quién sabe qué pasará cuando los recuerdos de la noche en equilibrio dejen de hacer pie.
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