RESCATES > BARTOLINA SISA (?-1782)
› Por Marisa Avigliano
La ahorcaron y descuartizaron para que su cuerpo hecho pedazos fuera trofeo de la exhibición española. Nadie repite con exactitud su fecha de nacimiento, tampoco el lugar, pudo haber sido un día de agosto de 1750 o de 1753 en Sullkawi o en Q’ara Qhatu, dos comunidades del departamento de La Paz. Lo que sí todos saben es la fecha en la que la mataron: el 5 de septiembre de 1782, después de una emboscada, después de la tortura y después de que descuartizaran a su marido. Pasaron dos siglos hasta que ese día fuera declarado el Día Internacional de la Mujer Indígena, lo instituyeron en Tihuanacu, Bolivia, en un encuentro de Organizaciones y Movimientos de América “en honor a la valerosa y aguerrida mujer indígena aymara por haberse opuesto a la dominación y la opresión de los conquistadores españoles”. La historia la recuerda como la heroína que acompañó a su marido (Tupac Katari) en la sublevación contra los realistas y como una de las mujeres que tanto del lado cuzqueño /quechua como del lado aymara participaron en la lucha por la defensa de la tierra. Montada a caballo, la mujer sin partida de nacimiento se convirtió en el alto mando en el cerco de La Paz y fue a lo largo de las crónicas “chola”, “concubina” y “virreina”, todos intentos por nombrarla sin nombre y todos pronunciados con el mismo rencor. Si su liderazgo sólo existió por estar al lado de un caudillo guerrero o si en verdad fue resultado de un arrojo y una convicción étnica que no necesitaba partenaire, sigue siendo tema de discusión entre historiadores y cronistas. Mientras el debate se expande, Bartolina une su nombre a la lista de flores del Alto Perú que, como Juana Azurduy, Gregoria Apaza y María Lupiza –entre muchas otras– pelearon como capitanas sin serlo (mucho más que cualquier hombre que portara el cargo). Como una flecha rebosada de destino justiciero, el nombre propio de aquella batalladora de veinte años cruzó los tiempos y apareció en el siglo XX en carteles, instituciones y semblanzas (Eduardo Galeano, por ejemplo, le dedicó una) extendiendo la comarca de la rabia por lo que les han quitado y le siguen quitando e inscribiéndola en la lucha sin renuncia.
Desde muy chica, Bartolina anduvo por el territorio boliviano acompañando a sus padres –trabajaban en el cultivo de la coca y con la comercialización del ganado–. Bartolina conocía los rincones del Altiplano como pocas y como pocas también los abusos del mercado colonial. Su unión matrimonial sólo reforzó lo que Bartolina Sisa iba a ser solita, ser víscera de lo que la historia llama “la era de las insurrecciones”, y que no era otra cosa que el enfrentamiento de los pueblos originarios con las fuerzas armadas españolas, que decidieron que a “Bartolina Sisa, mujer del feroz Julián Apaza o Tupak Katari, en pena ordinaria de suplicio, sea sacada del Cuartel a la Plaza Mayor, atada a la cola de un caballo, con una soga al cuello y plumas, un aspa afianzada sobre un bastón de palo en la mano y conducida por la voz del pregonero a la horca hasta que muera, y después se clave su cabeza y manos en Picotas con el rótulo correspondiente, para el escarmiento público en los lugares de Cruzpata, Alto de San Pedro y Pampajasi, donde estaba acampada y presidía sus juntas sediciosas; y después de días se conduzca la cabeza a los pueblos de Ayoayo y Sapahagui en la Provincia de Sica-sica, con orden para que se quemen después de un tiempo y se arrojen las cenizas al aire, donde estime convenir”.
Debe haber muchas Bartolinas –Bolivia, modelo eterno de la lucha campesina, lo demuestra–, sólo hay que salir a buscarlas por los callejones de la historia y encontrarlas, aunque las fechas en las que surjan sus nombres no concuerden con la prolijidad de lo que parece exacto.
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