Vie 08.08.2003
las12

ESPECTáCULOS

mirar el abismo

Haciéndole honor a su nombre, Amancay Espíndola se inclina hacia el precipicio de las relaciones familiares dominadas por el machismo ancestral, en la obra El bar y la novia actualmente en cartel. Y en esta entrevista revela algunas claves secretas de esa tragedia sin respiro.

› Por Moira Soto

En principio, ella sabía que el nombre elegido por su padre Nicandro era una voz quechua que nombraba la azucena. Pero Amancay Espíndola siguió averiguando y se encontró con que Arguedas señala que, en verdad, su apelativo significa esas cosas largas de los indios y los chinos, algo así como: el vuelo del cóndor sobre la cima más alta de la cordillera mirando al abismo. Porque resulta que esta flor nace arriba de la cordillera... Cuando a ella la llamaron Amancay, el nombre no era tan usual, “después se le empezó a poner a personas, cines, hoteles. Y hasta hay en el sur un papel higiénico que se llama así, me quiero morir”. La dramaturga y actriz se ríe al decir que ella tiene cara de india blanca. Amancay Espíndola, con 26 años en la Capital, se sigue sintiendo de Río Negro y no por casualidad. Su primera obra, premiada por la Secretaría de Cultura de la Nación, se titula Herencia de sangre. Ella era una joven maestra de grado cuando llegó a dar un curso de teatro, en el Prado Español de General Roca, Alicia Fernández Rego: “Nos anotamos como doscientos. Me tocó improvisar a mí y quedé atrapada por la impunidad del escenario. Me dije: qué bárbaro, yo acá puedo pelear, llorar, gritar, romperle la ropa al otro y me bajo y no pasa nada en el mundo real. La ficción quedaba totalmente resguardada. Me pareció un espacio de desborde magnífico”. La semilla ya había prendido, entonces, cuando en años siguientes llegaron otros maestros. Apareció Julio Ordano –que hoy dirige El bar y la novia– y le dijo a la Azucena que ella debería escribir.
Amancay Espíndola, hija única de madre viuda, todavía no podía venirse a Buenos Aires, así que cuando salía de su trabajo de maestra, a media tarde, hacía dedo y se iba a Neuquén a los cursos que dictaba Alicia Fernández Rego en una especie de conservatorio. Hasta que llegó el momento impostergable del salto, “una cuestión orgánica, como casi todas mis decisiones. Pedí un traslado provisorio como docente, dije que me iba por dos años. Me lo otorgaron el 24 de marzo de 1976... Partí en Semana Santa, fueron a despedirme al tren, que todavía pasaba. Ya no, las líneas están cortadas. Una tristeza los andenes vacíos. Nunca más volví”.
Es decir, volvió, vuelve cada tanto, pero de visita, para encontrarse con todo el primaje vía materna. Como este invierno, “con ese frío que te hace salir humito de la boca, ese viento que se te mete en los dientes, en las uñas, en los ojos, no te deja hablar. Pero recuperás la serenidad en ese paisaje desolado, al caminar por las calles del pueblo. Otra cadencia”.
En la Capital siguió trabajando como maestra –”un karma”– en el colegio Río de la Plata, siempre le adjudicaban el primer grado –”debo haber ganado ya mi lugar en el Cielo con tantos chicos a los que enseñé a leer”– y paralelamente estudiaba con Julio Ordano, Hedy Crilla, surgían los primeros trabajos como actriz.
–¿La maestra de grado tiene algo de actriz?
–Absolutamente, hay una gran conexión. Se trata de tener veinte, treinta espectadores cuya atención hay que atrapar para poder enseñarles. Me dicen que tengo una cosa en la voz, que tiene que ver con la modulación, que en realidad viene de la docencia. De la que finalmente me retiré porque era demasiada exigencia. Después de renunciar, un amigo me preguntó si me animaba a hacer adaptaciones de cuentos latinoamericanos para Radio Provincia. Dije que sí sin tener la más pálida idea. Me pasaba la semana escribiendo y el programa quedó bastante bien. Después me llamó una amiga para que la reemplazara por dos años como maestra de teatro en una escuela de Olivos, y ya hace 16 que enseño allí. La docencia me persigue...
–A pesar de la recomendación de escribir ¿primero fue la actriz?
–Sí, aunque en el ‘78 hice un seminario para actores y autores con Bernardo Carey y escribí dos escenas cortas que pasaron por muchos talleres, todavía hoy circulan. Paré de escribir, aunque en el camino hice talleres con Isidoro Blaistein, Abelardo Castillo. En el ‘92 me dije: último intento con Ricardo Monti. Lo llamé y me contestó: “Sí, cómo no. Traeme algo escrito”. Me dijo que parecía alumna de él y me quedé tres años. La primera obra, Para siempre, fue un borbotón que nunca tomó forma definitiva, aunque de ahí deben haber salido todas las otras. La siguiente fue Herencia de sangre.
–¿Qué te aporta la actriz a la hora de escribir?
–Creo que quitar mucho texto, mirá vos. Texto que voy supliendo con la acción. Primero escribo muy apretado, en doce hojas. Después tengo que ir abriendo, abriendo. Cuando hablo de quitar me refiero al texto que narra. No era mi intención interpretar a la madre de El bar y la novia: Lucrecia Capello era la primera elección, pero no pudo ser, tampoco Lidia Catalano. Entonces me hice cargo, aunque me perturbaba, pero tenía al personaje muy pensado. Julio es un gran director de actores, un placer perfecto trabajar con él. Y con este elenco –Micaela Iglesias, Pablo Machado, Pablo Sorensen y Hugo Mouján– que ama la obra, la siente como propia.
–¿Sos una persona creyente?
–No lo era hasta después de la muerte de mi madre, pero me ocurrieron cosas que me hicieron cambiar de idea. Por ejemplo, cuando viajé para el aniversario de bodas de mi prima mayor. Fui a dormir a la casa de otra prima, cerca de donde yo vivía y me dieron un cuartito arriba del garaje. Después de dormir un rato me desperté y empecé a sentir una respiración profunda a mi derecha. Asustada, me senté en la cama y dije: “Cualquier cosa que esté aquí a mí me da mucho miedo, no la entiendo, por favor que se vaya. Padre nuestro que estás en los cielos...”. Me puse a leer hasta las ocho de la mañana. Llamé a mi prima, le conté y me respondió: “Yo duermo muchas veces acá, tu mamá siempre me acompaña”. “Yo rezando para que ascienda y vos me la bajás”, casi la reté, siempre en el tono de una conversación de lo más normal. Por eso digo que en El bar y la novia no hago más que poner afuera todo esto que ronda en los pueblos del interior con tanta naturalidad. Con mamá tenía una relación terrible, de mucha pelea pero muy simbiótica. Cuando ella se puso mal, viajé para acompañarla. En la clínica, acordé con los médicos para traerla a casa, no quería que muriese en terapia intensiva.
–¿No se te ocurrió pedir ayuda especializada?
–Sí, llamé a una mujer que se ocupaba de enfermos terminales. Primero ella dijo que no había tiempo, pero luego se presentó y me ayudó como nadie, con total desinterés. “Siento desasosiego”, decía mi mamá, y no se entregaba. Finalmente, una mañana le pusieron una inyección de morfina y esta mujer cambió la dirección de la cama hacia la luz, el jardín. Daba indicaciones como una puestista. Pidió que se sirviera el té para que se oyeran ruidos cotidianos, me hizo bañar, lavar la cabeza y perfumar en medio de la agonía. Sé que le canté a mamá al oído hasta que llegó el primer ronquido... Después, me fui al cuarto de al lado a llorar. Pasado todo esto nunca más pude entrar en mi casa porque sentía muy fuerte la presencia de ella. Murió un 20 de diciembre y decidí pasar la Navidad con una amiga de Neuquén. Nos fuimos a un restaurante. Hacía ratazo que no me reía tanto. Una noche preciosa. Escuché claramente la voz de mi madre en más de una oportunidad. Bueno, son las voces de El bar y la novia, en donde también se refleja la agonía que viví, es mi manera de exorcizarla.
–Situación que conjugaste con el tremendo tema de la violencia hacia la mujer, tan universal y tan difícil de superar...
–Sí, seguro. Es un tema que he observado mucho, se da en todos los planos sociales. Finalmente, en la obra la violencia recae sobre las dos mujeres, el chico varón repite el esquema machista del padre.
–El bar y la novia, con esa imagen fantasmal de la recién casada agonizante atravesando la escena realista del bar, es realmente muy dura, apenas esperanzada, con un humor que se cuela de manera extraña.
–Hay funciones en las que el público nos lleva más hacia el humor negro, y otras, hacia el drama. Se dan reacciones muy diversas: gente que dice que le resultó intolerable, que se lleva un peso sobre el corazón... “Perdoname, ¿cuál es la metáfora”, me encaró una actriz, y le contesté: “No la hay. Es la historia que viste. Si querés asociar con María Soledad, con Santiago del Estero... Pero no fue mi intención”.
–¿Hay risas en tu futuro teatral?
–Sí, ya me estoy riendo con Mujeres de colores, pieza que recién empiezo a ensayar, dedicada a mis amigas actrices que me dieron ideas, me escribieron algunas cositas. Parto de la idea de un intendente de Colombia que declaró un Día de la Mujer en el que sólo podían salir ellas: quería demostrar que bajaban los crímenes si los hombres se quedaban en casa haciendo las tareas domésticas. Me gustaba la idea de cuatro amigas cambiándose para ir a esa fiesta de mujeres, la posibilidad de captar ese clima de camarín, de tanta intensidad de comunicación, algo específicamente femenino. El texto tiene esa cosa dispersa que tan bien manejamos nosotras, esto de que te vas por las ramas y contestás a la página y media una pregunta. Hay dos personajes más terrenales, y dos muy esotéricos. Cuatro mujeres llenas de vida, de color. Estoy trabajando con Betty Raiter, María Julia Moreno, Diana Kissler y Susana Di Jerónimo. Nos divertimos mucho. Me encanta esta intimidad de las que nos conocemos hace tiempo.

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