RESCATES. KATHLEEN FERRIER 1912-1953
› Por Marisa Avigliano
Instrucciones y requisitos: escucharla cantar mientras se lee el rescate. (Antes y después, también.) En el norte de Inglaterra, en un pueblo de Lancashire, una nenita estudia piano. No pertenece a una familia rica, todo lo contrario. A los catorce años tiene que dejar la escuela y salir a buscar trabajo. Mientras la contratan como telefonista, participa en cuanto festival musical se organiza en el pueblo. Antes de cumplir los veintitrés, la profesora de piano se casa y se muda a Carlisle a vivir un matrimonio desventurado (años después consigue la anulación) que sólo servirá para medir el valor que a veces tienen las apuestas. Sí, apuestas como la que le hizo su marido cuando, burlándose de ella, la desafió a competir en un concurso de canto en Carlisle. A que no te animás, fueron las palabras mágicas (la hadas madrinas a veces son maridos sin varita). Se animó y ganó –en algunas crónicas del concurso aparece la evaluación del jurado que admitía que era “una de las mejores voces que jamás habían oído”–. Entonces todo cambió para siempre y ya nunca más dejó de cantar. Su primer recital fue en un matutino concierto londinense organizado por Myra Hess. Estudió con J. E. Hutchinson, hacedor de su primer repertorio (Purcell, Bach, fragmentos de cantatas y arias italianas, Händel y Elgars) y con el barítono Roy Henderson. Ambos reconocieron que la voz inigualable de Kathleen ya estaba allí cuando llegó a verlos por primera vez y que sólo se limitaron a ayudarla en el entrenamiento. En poco tiempo sus conciertos de Mahler, Schubert, Brahms y Schumann fueron imprescindibles y la varita fue sustituida por una batuta. La contralto de inmejorable timbre estaba allí con su “garganta ancha” junto a los mejores directores del momento: Monteux, Karajan, Enescu, Barbirolli, Schurich y Busch, entre otros. Su magnífica voz oscura era ahora inspiración única para compositores (como Britten –fue su Lucrecia–, Rubbra y Bliss) que escribían sólo pensando en ella y para ella. En una época en que la intemperie de los estudios exigía el compromiso extremo del grano de la voz, Kathleen Ferrier le brindaba a la audiencia performances que hoy parecen milagrosas.
En 1951 le diagnosticaron cáncer de mama y dos años después, mientras cantaba en la Royal Opera House en Orfeo y Eurídice de Gluck, un hueso de su pierna se quebró en el escenario. Tampoco en ese momento la amiga incondicional y devota de Bruno Walter, la intérprete deliciosa de las tradicionales y olvidadas estrofas inglesas dejó de cantar, aunque no pudo cumplir con todas las funciones programadas. Murió ese mismo año, en octubre. Tenía cuarenta y un años.
Su voz en los oratorios es un tesoro –aunque la palabra suene tan cursi como obvia– y la prueba absoluta de estar escuchando un contralto de verdad, extinción de hogueras y desborde infalible de emoción genuina.
Basta verla interpretando al Orfeo de Gluck –o aunque resulte extraño no escucharla, quizá también basta con ver la fotografía de una de las escenas– para adivinar en esa vehemencia afanosa una intimidad hoy olvidada o secreta: la que no impedía a la niña de Blackburn apoderarse de todas las criaturas invisibles y dejarlas huir sin despedirse de ellas.
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