Vie 08.08.2003
las12

MúSICA

una eva

Gabriela Martínez es la bajista de Las Pelotas, una banda que desde hace catorce años viene remando en contra de la industria pero empujada por el aliento de un público que aprende sus canciones aun antes de que ellos las toquen en vivo. Acérrima defensora de su bajo perfil, ella prefiere esconder las heridas que deja ser la única mujer en un mundo –el del rock– con reglas, todavía, estrictamente masculinas.

› Por Marta Dillon

Gabriela no cree en milagros, no espera que nada caiga del cielo. Si algo le provoca que Esperando el milagro –el último disco de la banda que integra desde hace diez años– haya subido la cuesta del éxito con paso ágil, es la necesidad de aclarar que el título es una ironía. Nunca esperó que su vida cambiara por un golpe de suerte o que "se llene la fuente" por causas inexplicables, como dice el tema. Ella es una callada cultora del esfuerzo. Tan callada que su nombre se pierde detrás de los de los hombres que lideran Las Pelotas, una banda de culto que cuenta además con el pasado ilustre de haber sido heredera directa de Sumo. ¿ ¿Quién sabe quién es Gabriela Martínez sin la aclaración de “la bajista de Las Pelotas”? Y aun así, ¿cuántos saben que Las Pelotas tiene una bajista? Se pueden revisar archivos completos de la prensa del rock sin encontrar ninguna referencia sobre ella más que su nombre en los créditos, que no dan cuenta de esa manera de rebotar sobre el escenario, cargando un bajo que es casi tan grande como ella, sentando la base necesaria para que las espirales de la música convoquen al dios pogo y sus feligreses se sometan a los magullones de los saltos. Es una ironía también, hay que decirlo. Para los entendidos en la materia Las Pelotas puede ser Alejandro Sokol y Germán Daffunchio –compañeros del inmortal Luca Prodan en épocas de Sumo–, pero hasta que llegó Gabriela, el grupo tenía cuatro años de historia y siete bajistas. Una década y siete discos después, Esperando el milagro parece traer el ídem. No sólo porque los músicos, esta vez, no han necesitado andar empujando la difusión como si fuera una columna de cemento, sino porque, además, Gabriela Martínez ha empezado a hacerse cargo del lugar que le toca. “Es que yo siempre huyo cuando hay que hablar, puede ser que me cueste, puede ser que no me interese demasiado.” Puede ser, pero tampoco es cuestión de privarnos de la voz de esta dama –a la que por algo llaman Pelotita– que sostiene a una banda identificada con lo que se ha dado en llamar "rock chabón".


Lo primero que recuerda de su contacto con la música es una impresión que quedó en su memoria por el relato de sus padres. Estaba en Salta, durante unas vacaciones y ellos esperaban que se duerma para disfrutar de una noche de folklore en Balderrama. Y no, nunca se durmió. Apoyó su cara sobre sus dos manos, medio cuerpo en el escenario y escuchó embelesada cada grupo de guitarras y bombo que encendió en cada vaso de vino el lucero del alba. Dos años después de esa escena, esto sí lo recuerda, le pedía por favor a su mamá clases de guitarra. Aprendió a leer música antes que letras, con una profesora gorda que la llevó por los caminos de la “Zamba de mi Esperanza” y otros grandes éxitos tradicionales. A los quince entró en el Conservatorio de Música y a los 18 se dejó tentar por los sonidos graves, se abrazó a un bajo y dejó todo lo demás. Por suerte faltaba poco para que se terminara la lenta tortura de un liceo de señoritas en el barrio de Almagro, barrio del que sólo se mudaría hacia sus confines sur o norte, el centro o Boedo, donde todavía vive. Una chica de tradiciones urbanas a quien el destino llevó, sin que ella alcanzara a desearlo, a pasar la mitad de su vida en plena sierra cordobesa, donde Las Pelotas tiene su estudio. “Empezar a tocar el bajo fue asumir un destino colectivo, no existe tocarlo como solista, pero me interesaba, siempre estaba escuchando los graves en los discos.” Estaban terminando los ochenta con su culto al descontrol y ella se montó en uno de los últimos coletazos. “Por la amiga de una amiga empecé a tocar en un grupo que se llamaba Rey Tinto. Estaba bueno porque hacíamos roncanrol puro, para divertirse. Y lo cierto es que la gente bailaba arriba de las mesas. En cuanto empezamos a hacer música más elaborada, la gente dejó de seguirnos.” Apenas si se enteró Gabriela, empleada de día como secretaria en el Sindicato de Televisión y ávida caminante de la noche, antes de que el público de Rey Tinto se batiera en retirada el sonidista de Las Pelotas le había pedido su número de teléfono. “Yo había escuchado poco de ellos, hacía rato que no tocaban –se habían quedado sin bajista– y en ese momento habían sacado un único disco.” Pasó un tiempo más, largo tiempo, antes de que su teléfono sonara. “Después, mucho después, supe que entre tanto habían probado a todos los bajistas hombres que encontraron.” Los muchachos la llamaron cuando las chances se agotaban. Necesitaron una única prueba para saber que esa chica diminuta de 24 era la sólida base que les hacía falta.


“Nunca tuve la fantasía de tener un grupo de chicas, no sé por qué, estoy como resignada a este mundo tan masculino. Pero sí tuve alguna experiencia con las Blacanblus, toqué con ellas algunos temas y llegamos a grabar ¿si hay alguna diferencia? Y sí, la energía es otra, aunque yo me siento bien en los dos mundos.” ¿Otra energía? ¿Qué quiere decir? Un largo silencio sigue a las preguntas, después, Gaby aventura: “Creo que es una energía más sutil, hay más cuidado hacia el otro”. La réplica es necesaria, ¿entonces los varones no la cuidan? “No sé, creo que no se fijan mucho si te lastiman con lo que dicen, no prestan atención a si te hieren con alguna actitud.” ¿Te han herido, Gabriela?


En algún lado estarán las cicatrices de sus dolores, pero ella prefiere no recordarlos. Dieciocho años de terapia le han servido para cultivar “la sanidad” como un bien precioso. Además después de tantos años, ella y ellos han madurado juntos, han aprendido a convivir y a domeñar los excesos –ese matiz tóxico que pinta al roncanrol–, han aprendido a preguntarle a Gaby por sus amores sin esa incomodidad que hacía fruncir el gesto al principio, como si hablar de chicas fuera sólo cosa de hombres. “Estamos todos más grandes, creo que este disco da cuenta de eso, ya no estamos tan enojados con el mundo. O sí, los enojos serán siempre los mismos, pero podemos expresarlos sin darnos la cabeza contra la pared, con menos violencia.” En este disco, además, la mayor parte de los temas están firmados por cada uno de los integrantes del grupo, auténticas creaciones colectivas nacidas al abrigo de las sierras de Nono, en Córdoba, donde la banda se refugia para grabar y componer. “Cuando empecé a tocar con ellos todavía no existía el estudio tal como está ahora, Sokol, Tomás (Sussman, guitarrista) y Timmy (Mackern, productor) vivían allá pero venían para grabar y para el trabajo de shows. De todas maneras yo viajé a ese lugar en medio de la nada, había que caminar seis kilómetros desde el lugar donde te dejaba el colectivo, en San Huberto. Me prestaron una casita y aprendí cosas que nunca había imaginado como a prever que hay que juntar leña y prender el fuego para no helarte de frío a la noche o pensar cómo volver caminando en las noches sin luna.” En esos tiempos ahora prehistóricos, se juntaban a tocar en una caballeriza, en los bajos de la casa de Timmy y entonces Gabriela supo que había encontrado su lugar en la música. Ya no volvería a la oficina del Sindicato de Televisión. Esa cárcel que duró cinco años, había terminado.


Ella no cree en milagros, ni en ovnis, por supuesto. Que se ven en Nono, o al menos eso dicen sus compañeros. “A lo mejor es un problema mío, como saben que no los quiero ver, huyen del cielo.” Pero algo parecido a un milagro fue haber tocado como teloneros de los Rolling Stones, no una sino ocho veces. Gaby pasó una semana sin dormir, imaginando mil y una posibilidades para ese show en un estadio de fútbol con las ilustres majestades satánicas bebiendo en los camarines mientras ella apretaba el bajo sobre su vientre. Fue casi mágico –aunque sabemos, Gaby no cree en la magia, no en vano lleva 18 años de terapia– dejarse envolver por los aplausos de la multitud que esperaba a otros más célebres y ver a los técnicos de los Rolling bailando entre bambalinas. Lástima que los músicos de aquí y de allá apenas si cruzaron un saludo cortés en el pasillo. “Tenían un dispositivo de seguridad digno de una expedición a los indios ranqueles. Recién en el segundo viaje tuvimos algún contacto, pero nada maravilloso.” Tampoco era lo que ella esperaba, tocar es lo que le gusta y no habitar eso que en algún imaginario se construye como el mundo del rock, con músicos vestidos para performance y vips atiborrados de grupies. Gaby tiene sus propios fans, ahora que la popularidad –y no el milagro– parece estar golpeando las puertas de su casa de Boedo –que compró con los shows de los Rolling– todavía se sorprende cuando alguien la para en la calle y la reconoce detrás de sus gorros y bufandas. “Igual siempre es con mucho cariño, la otra vez un muchacho me regaló una camisa con una carta hermosa, decía que no quería conocerme, que le gustaba la Gabriela que él imaginaba.” Nunca se aprovechó de las mieles de sus seguidores y seguidoras, ése es un límite, dice, aunque admite que tal vez ninguna le haya gustado lo suficiente. Lo cierto es que a ella no la tientan las cosas fáciles, está segura de que los mejores discos y canciones son las que al principio parecen ríspidas al oído. Al fin y al cabo está en una banda independiente –con lo bueno y lo malo de eso–, sabe que el dinero llega sólo a veces y que tiene que viajar más de mil kilómetros para internarse a grabar un disco entre muchos hombres. Pero si la dificultad es una traba, lo dulce será saltarla. Después llegarán los milagros, perdón, quise decir el fruto del esfuerzo.

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