Viernes, 10 de agosto de 2012 | Hoy
DESPEDIDA > CHAVELA VARGAS (1919 - 2012)
Por Roxana Sandá
Chavela Vargas prefería morir un martes; para ella nada era más insulso y aburrido. “Y para no fregarle el fin de semana a nadie.” Pero lo hizo en un día casi gemelo de la tristeza, el domingo y despacito, dejando oír notas calmas, porque también había anunciado pocos años antes que partiría con tranquilidad y disfrutando cada minuto de la noche en la que “sola, poco a poco, me detendré”. En la carta de despedida que le escribió su amigo Pedro Almodóvar, compañero de abstinencias y “su esposo en este mundo”, como gustaba llamarlo, cuenta que en una comida íntima con Elena Benarroch, Mariana Gyalui y Fernando Iglesias, en su última visita a Madrid, tres días antes de la presentación en la Residencia de Estudiantes (la misma donde había vivido Federico García Lorca y donde Chavela aseguró que el alma del poeta encarnada en un pajarito amarillo la había visitado), Elena preguntó si nunca olvidaba las letras de sus canciones. Le respondió que “a veces, pero siempre acabo donde debo”. Almodóvar dijo que “me tatuaría esa frase en su honor. ¡Cuántas veces la he visto terminar donde debe!”.
Es que siempre puso los puntos finales. Lo hizo en Costa Rica a los 17 años, cuando se alejó para siempre de una familia tradicional de San Joaquín de Flores, que la condenó desde pequeña por su sexualidad. “Me dijeron que me iban a excomulgar por ser lesbiana”, y a Isabel Vargas Lizano, nacida el 19 de abril de 1919 en San Joaquín de Flores, el jefe de la familia le gritó: “¡Me avergüenzo de ser tu padre y me avergüenzo de que seas mi hija! ¡Haré que te encierren en un reformatorio!”. México, el destino elegido, no la esperaba con honores. Limpió la mugre de baños lujosos en casas de las familias más acaudaladas de la península y vendió trastos y ropa infantil en los tiempos libres. Pero Chavela palpitaba una alianza con las noches, y en ese gusto se le fue enronqueciendo la voz que templó todas y cada una de las tabernas mexicanas. Al mito lo ayudaron el tequila, un poncho, el calzón de manta que usaban los indios y una pistola asomada al cinto, por si surgiera alguna duda entre el público presente, los racimos de borrachos que gritaban y carcajeaban sobre sus melodías. En un país machista por antonomasia, causaba poco menos que repulsión la voz de una muchacha sazonada con cigarro y vestiduras de hombre. Debutó en El Alacrán, un antro de la inquietud. De no haber sido por el ánimo que le obsequiaron las piernas y la belleza de la actriz y bailarina Yolanda Gómez, “Tongolele” –un mito a la altura de María Félix–, más de una vez la gola se le habría quebrado, impiadosa.
El primer capítulo de fama llegó antes de acumular los 45.000 litros de tequila que acusaba en un hígado “digno de donar”. Ella corría con los años cincuenta, en yunta con José Negrete y el gran compositor José Alfredo Jiménez, parrandero, bebedor y un ser alegre de esas alegrías que hacen doler los huesos. Se conocieron en una taberna a la que solía ir el artista con su esposa, y se adoptaron de inmediato, “de borracho a borracho”, solía bromear Chavela con v corta, “por molestar nomás”. El despertar de la relación inauguró una época dorada; “La Vargas” y Jiménez giraron y actuaron en los mejores reductos mexicanos. La muerte del compositor, en 1973, le enseñó “la extrañeza de la soledad”.
Otra sed, la de gloria, la acercó a la política y la intelectualidad de la época adornada por Agustín Lara, José Alfredo, Pedro Infante, Frida Kahlo y Diego Rivera. La pareja la hospedó en su casa hasta la muerte de Frida, en 1954. Fueron amigas íntimas como única opción. A Chavela le encantaban esos bigotes y las cejas pobladas, y la conmovía la maraña de arneses y artefactos que sostenían a Frida. A ésta se le adjudica una carta, hoy discutida como apócrifa, dirigida al poeta Carlos Pellicier, en la que le confiesa no su amor por la cantante, antes sí el hechizo de su seducción. “Hoy conocí a Chavela Vargas. Extraordinaria, lesbiana; es más, se me antojó eróticamente. No sé si ella sintió lo que yo. Pero creo que es una mujer lo bastante liberal que, si me lo pide, no dudaría un segundo en desnudarme ante ella... Ella, repito, es erótica. Acaso es un regalo que el cielo me envía.”
Chavela se rió de todos y de todas. Sin embargo, a Pedro Lemebel le contaron que lloró el desamor de una vedette chilena en los ’60, en un romance de amaneceres que culminó en el corte de su larga trenza negra como recuerdo para la amante perversa. Fue a un mismo tiempo amorosa y galante con las mujeres que conoció. Por eso la enojaba que le dijeran “la robaesposas”, si “en mi vida he robado nada a nadie. Si las señoras venían conmigo era porque querían, que yo a nadie obligaba. Por supuesto, yo les decía piropos, pero eso no hace mal a nadie y, para ser sinceros, a la mayoría de las mujeres les encanta que las halaguen”. Pero la sangre hervía en las fiestas, como aquella del casamiento de Elizabeth Taylor con el productor Mike Todd, en 1956, en una de las casas de campo del mítico hotel Villa Vera, de Acapulco, con toda la crema de Hollywood como testigo y Chavela invitada de lujo para cantar a los novios. Allí había otra santa bebedora, Ava Gardner, que se preguntó divertida hasta su muerte cómo demonios amaneció en una cama del complejo hotelero con aquella mujer astuta.
Antes de que asomara el segundo período de gloria gracias a los españoles que la rescataron con adoración, Chavela vivió dos décadas en caída libre. Para el rescate no alcanzaron su estrella ni su espiritualidad heredada de los chamanes huicholes que la curaron en su infancia. Se perdió tanto en las calles y el alcohol, que el mundo la creyó muerta. “Si alguien pasa por México, que ponga una rosa de mi parte en la tumba de Chavela Vargas”, pidió Mercedes Sosa desde un escenario donde actuaba, a inicios de los noventa. Al cabo resucitó asqueada y se dijo basta, recuperando cancioneros en bares y restaurantes. El editor español Manuel Arroyo la sorprendió en El Hábito, un bar de moda del D.F., y la convenció de renacer cruzando el océano. La “v” corta de Chavela fue el prenuncio de esos brazos abiertos como un Cristo en los escenarios del Lope de Vega, en Sevilla; de La Plaza del Rey, en Barcelona, y del Olympia de París, donde agradeció pisar el mismo escenario de su querida Edith Piaff, y donde la piel de Jeanne Moreau se erizó escuchando cada uno de los lamentos que entonaba esa mujer. El escritor Carlos Monsiváis dijo que “Chavela Vargas ha sabido expresar la desolación de las rancheras con la radical desnudez del blues”.
Pícara, a los que se le acercaban solía contarles “mi sueño más querido”. Comunicó su “felicidad” de haber construido una casa en “La isla”, un pueblo cercano a San Joaquín de Flores. A Pedro Almodóvar lo invitó en 2008 a su residencia de Tepoztlán, frente al cerro de Chalchitépetl, y le advirtió que en esa masa de rocas se encontraban los portales por donde escapar cuando llegara el apocalipsis. Monsiváis concluyó que “Chavela supo vivir como le dio la gana, en una época en la que a nadie sabía darle la gana”. El concierto en el Teatro de Bellas Artes del D.F. la reconcilió con todo México, el que la olvidó durante décadas, y el otro que la extrañó al punto de otorgarle las llaves de la ciudad. Para festejar tantos clamores, esa noche fue a celebrar al histórico bar Tenampa, en la plaza Garibaldi de los mil mariachis y del espíritu de su querido José Alfredo Jiménez, vuelto color en un mural. Brindó con agua, pero cantó hasta la madrugada lo que hoy, en esta muerte calma a los 93 años, se convierte en plegaria: “¡Oye! Quiero la estrella de eterno fulgor, quiero la copa más fina de cristal para brindar la noche de mi amor. Quiero la alegría de un barco volviendo, mil campanas de gloria tañendo para brindar la noche de mi amor”.
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