DOCUMENTALES
la pionera
Ana Montes fue hija de arqueólogo, esposa de arqueólogo y madre de arqueóloga. En la década del ‘60 inauguró, sin proponérselo, casi como una actividad natural para ella, el cine etnográfico argentino. Su trabajo silencioso dejó para la historia documentos invalorables.
Por Sonia Santoro
Se podría decir que Ana Montes fue una pionera del cine documental sin proponérselo. Acostumbrada a las largas expediciones arqueológicas que hacía su padre, se casó con otro arqueólogo que había venido a trabajar con aquél. Mientras su marido hacía otras tantas excavaciones –en lugares a los que se llegaba a mula o en jeep andando por el lecho de los ríos–, ella hablaba con los lugareños para conocer la historia viviente y registraba en imágenes lo que ya había hecho en grabadores, guiones y artículos periodísticos. Compartió temporadas enteras en pueblitos perdidos del Interior, con tal compromiso que hasta se trajo a Buenos Aires un par de chicos –junto a los cuatro suyos– para salvarlos del hambre al que estaban condenados en esos pueblos originarios tan olvidados por los mapas y los gobiernos. Su trabajo, su familia, su vida entera fueron llevándola a convertirse en pionera en varios sentidos: porque lo poco filmado hasta el momento estaba hecho por hombres; por los lugares desconocidos a los que llegó; y por su preocupación por el protagonismo de las mujeres en el cambio social.
“Ella empezó sin saber que estaba haciendo lo que después se llamaría antropología visual. No era antropóloga, lo hacía por instinto, por quien tenía al lado, y por su forma de ser, por su sensibilidad”, comenta Cristina Argota, especialista en comunicación audiovisual, responsable delárea de medios audiovisuales del Instituto Nacional de Antropología y Pensamiento Latinoamericano.
Al comienzo de la década del ‘60, Fernando Birri había inaugurado los documentales de antropología social urbana con Tire die. Un film sobre la gente que venía del Interior a la ciudad en busca de trabajo, y vivía en condiciones precarias en los alrededores de la vía férrea. Tire die era el grito con que los chicos, que corrían al costado del tren, pedían a los pasajeros que les tiraran algunos centavos. El trabajo de Montes se inscribe dentro la antropología social rural. “El hecho de estar casada con un arqueólogo fue determinante para entrar en contacto con los restos de antiguas culturas, aunque desde el comienzo mi interés no estaba puesto en los restos muertos sino en las presencias vivas: en la vida de los campesinos de nuestro interior”, dijo Montes en una entrevista concedida a la periodista Graciela Maglie. “Pasé temporadas en varios lugares que me permitieron entrar en contacto con las distintas formas de vida de los lugareños y ser testigo de la injusticia histórica que perdura a lo largo de los siglos. Pero esas permanencias también me permitieron acceder a las cosas hermosas del pensar y del sentir de nuestro pueblo. Creo que me sentí particularmente obligada con los artesanos menos afortunados que yo, me asaltó cierta responsabilidad por difundir y promocionar sus obras que brotaban como flores en el amargo terreno de la pobreza.” Entre esas vivencias solía recordar, como símbolo de la vida que llevaban esos pobladores, al coplero Don Temístocle Figueroa, a quien había filmado cantando, en un quejido: “quisiera ser como el perro / pa’no tener que sufrir / que el perro no siente agravio / todo se le va al dormir”.
Ana Elsa Montes nació el 8 de febrero de 1923 en Río Cevallos, Córdoba. El padre, Aníbal Montes, ingeniero y coronel del ejército, se retiró en la década infame y se dedicó a la arqueología, una disciplina en la que era autodidacta aunque durante más de 20 años había trabajado en el archivo histórico de Córdoba. El pensaba que el alzamiento de los pueblos Diaguita-Calchaquí (1630) había sido la primera manifestación de la independencia nacional.
Montes, cuarta hija entre cinco hermanos, y preferida del padre, recorrió las sierras cordobesas con él acompañándolo en sus excavaciones. Luego se mudó a Buenos Aires para estudiar bellas artes en La Cárcova, donde se recibió de escultora. Pero en el ínterin conoció al arqueólogoAlberto Rex González, quien había ido a trabajar con su padre en Córdoba. Poco tiempo después se casaron.
El levantamiento indígena contra la opresión española que reivindicaba su abuelo fue en el valle del Hualfin de Catamarca. Acompañando a su marido, Montes pasó temporadas enteras ahí. Escribió algunos artículos periodísticos para una colección folklórica editada por Codex. Pero empezó a sentir que las palabras no eran suficientes para denunciar la situación en que se vivía, sobre todo porque quedarían entre especialistas. Así que empezó a pensar en mostrarlo en imágenes. Azarosamente, en esos días llegó a la zona el documentalista Jorge Preloran a entrevistar a su marido y enseguida se pusieron de acuerdo para empezar a filmar sus investigaciones. Desde entonces, en gran parte de sus películas trabajaría también haciendo cámara Raymundo Gleyzer, el documentalista desaparecido durante la última dictadura militar.
En 1964 filmó su primer documental, un tríptico titulado Ocurrido en Hualfin, formado por tres cortos: Greda, en el que cuenta la historia de doña Justina, de las últimas olleras que trabajaban con la arcilla que deja el río cuando se va; Cuando queda en silencio el viento, protagonizada por Temístocle, el coplero pobre y ciego, después de trabajar años en la zafra; y Elinda del Valle, la historia de una telera.
Montes fue representante para Argentina del Comité de Cine Etnográfico y Sociológico (Cifes) de la Unesco, Museo del Hombre en París. En 1966 fundó el Comité Argentino del Filme Antropológico, con sede en el Museo de La Plata. “Para ella el eje era denunciar la situación en que vivían los paisanos en el Interior, gente que estaba en esos niveles de pobreza y esa falta de ocupación de parte de los gobiernos nacionales y provinciales de generar desarrollo y también con una conciencia de que esa era la forma en que se trataba a los dueños originarios de nuestras tierras”, dice su hija, la antropóloga Ana González. Como escultora, las artesanías eran una puerta de entrada para valorar el arte de estos pobladores pero a su vez mostrar las condiciones sociales en que vivían. Quilino cuenta la historia de las mujeres de un pueblo que hacen artesanías de pluma y paja para vender a los pasajeros de los trenes que no respetan día ni horario. Ceramiqueros de Traslasierras tiene como protagonistas a estos artesanos de Pampa de Achala. Las Tejedoras de Ñanduti (que recibió una mención especial en el Segundo Festival Internacional de la Mujer y el Cine, en 1989) habla de las artesanías de las tejedoras de Paraguay que sostienen la economía familiar, pero denuncia también la guerra del Paraguay y rescata el rol de la mujer como instrumento de cambio.
Filmó también Pictografías del Cerro Colorado y Manos Pintadas en base a investigaciones que hizo con su marido. Y, junto a la etnóloga Anne Chapman, hizo Los Onas, vida y muerte en Tierra del Fuego, que cuenta la historia de los últimos sobrevivientes de ese grupo aborigen y que recibió, entre otros, el Gran Premio en el Primer Festival Nacional de Cine Antropológico y Social, 1985.
“En esa época mi padre era tremendamente machista. Y ella tenía esa cuestión de posponerse, por no haber roto las barreras, y por convicción ideológica. Eso llevó a que se desconociera su obra”, opina su hija. Montes estaba preocupada por los que consideraba los verdaderos protagonistas. Con ellos fue tejiendo relaciones laborales y afectivas. Fue madre de crianza de una de las nietas de Justina, la ollera de Ocurrido en Hualfin. También de otro niño de Córdoba que sufrió poliomielitis. Además, pensaba en formar una cooperativa de teleras, que por problemas económicos terminaban vendiendo a los turcos o almaceneros a menos del costo de lo que costaba la lana. Hoy, todavía, Elinda del Valle, que sigue tejiendo en Quilmes, Buenos Aires, le trae algún poncho de llama a la familia. En el ‘69 se le declaró un cáncer que no le impidió seguir trabajando. “Era una mujer muy luchadora, trabajadora y muy perseverante, cuando se proponía un tema investigaba y seguía trabajando y llegaba –a pesar de sus problemas de salud– donde tenía que llegar geográficamente para concretar su idea. En su trabajo notó lo mismo que está presente en la gran cantidad de mujeres que ahora se dedican a filmar. Las mujeres tienen mayor sensibilidad que los hombres para tratar temáticas sociales. Con la diferencia de que en ese momento la mayoría eran hombres, lo ves también en cine de ficción”, dice Argota.
Sus investigaciones la llevaron a Zinacantan, Chiapas. En 1990, participó de la XXIX edición de la Semana Internacional del Cine de Manenheim, Alemania. En su exposición sobre las mujeres y los medios, dijo que estos tiempos “requieren de nosotras las mujeres una profunda reflexión sobre nuestra identidad primordial como preservadoras y guardianas de la vida. Por eso creo que lo más importante que tenemos que promover entre nosotras las mujeres es tratar de unirnos en defensa de la paz”.
Ya empezaba a rescatar el rol de las mujeres en la lucha por un cambio social; lo que sería el eje de su última película. Cuando murió, el 8 de septiembre de 1991, estaba compaginando con una moviola manual –por su enfermedad– el documental Alicia Moreau de Justo.