Vie 21.09.2012
las12

VIOLENCIAS

Morir en el infierno

Dos internas del Complejo Penitenciario Federal IV de Ezeiza aparecieron asesinadas en el pabellón que ocupaban. Las compañeras y los familiares de las víctimas temen que se intente disfrazar estas muertes como suicidios. Otra grieta donde la violencia de género se introduce con invisibilización, disciplinamiento y agresiones sistemáticas intramuros: casi el 80 por ciento de las mujeres alojadas aquí ha presenciado o sufrido castigo físico.

› Por Roxana Sandá

Dos internas del Complejo Penitenciario Federal IV, la ex Unidad 3 de Mujeres de la cárcel de Ezeiza, aparecieron muertas en el pabellón 8 donde se alojaban. Las lesiones violentas en sus cuerpos hablan con certeza de que habrían sido asesinadas. El Juzgado Federal en lo Criminal y Correccional Nº 1 de Lomas de Zamora, a cargo de la causa, investiga por qué María Laura Acosta, de 35 años, apareció ahorcada y apuñalada el 28 de agosto último, mientras que a una de sus compañeras, Cecilia Hidalgo, de 24 años, se la encontró asfixiada sobre la cama. Ambas completaban el reducido grupo de cinco mujeres que ocupaban ese pabellón, considerado como “conflictivo”, y que se desalojó apenas conocidos los hechos: dos de ellas son hermanas y fueron derivadas a la cárcel de La Pampa, mientras que a la tercera se la trasladó a la cárcel federal de Salta, “a fin de preservarlas”, informaron fuentes del caso. El titular del Complejo, Héctor Sánchez, fue separado del cargo por orden del director nacional del Servicio Penitenciario Federal, Víctor Hortel. De acuerdo con relevamientos de la Procuración Penitenciaria de la Nación (PPN), entre 2000 y 2008, años en los que el organismo comenzó a elaborar una base de datos sobre muertes en establecimientos carcelarios, no ocurrieron decesos violentos en cárceles de mujeres, “mientras que de 2009 a 2012 se registraron ocho casos, prácticamente una muerte por semestre”, confirmó a este suplemento el procurador Francisco Mugnolo. Las compañeras de las víctimas comunicaron a la agencia de noticias Rodolfo Walsh su temor de “que las autoridades hagan pasar lo sucedido como suicidios”: en el Complejo Penitenciario Federal IV (Cpfiv) se concentran los mayores niveles de violencia contra las mujeres, atravesadas por las penas corporales, los castigos sistemáticos y las amenazas cotidianas.

¿Considerás que la cárcel es un lugar violento?

–Es el infierno.

Del libro Mujeres en prisión. Los alcances del castigo (ed. Siglo XXI) Testimonio de una interna de la Unidad 3.

Las “conflictivas”

La madrugada del 28 agosto último fue particularmente ruidosa en el pabellón 8, ese universo donde se aloja a las llamadas “presas de conducta conflictiva”. Eran horas en las que sólo debía colarse el silencio entre las rejas. Pero en su lugar el volumen cada vez más elevado de una radio apenas si fatigó el aire. De la guardia y la ronda nocturna, ni noticias. Nada hasta el recuento de las 8 de la mañana, ese momento de pasamanos del registro que certifica la normalidad de la situación entre turnos. Recién entonces los cuerpos de María Laura y Cecilia hicieron visible lo que hoy se investiga: hasta dónde son las y los agentes estatales del SPF quienes posibilitan o generan los espacios propicios para desplegar la violencia hacia el interior de las prisiones.

“¿Cómo pasó? ¿Cómo fue la intervención del SPF? ¿Quiénes tenían la obligación de custodiar? ¿Por qué no les llamó la atención el ruido? ¿Por qué nadie fue a ver qué sucedía? ¿Las otras internas no escucharon nada ni saben nada?”, se pregunta Mugnolo. “Es un episodio grave porque es la primera vez desde que soy procurador que se produce un asesinato en la cárcel de mujeres. El deber de vigilancia del Estado cuando priva a alguien de la libertad es superlativo, porque es el que tiene la responsabilidad por la vida de las personas.”

De María Laura se sabe que tenía un hijo y esperaba salir en libertad en enero. De Cecilia, que ayudaba económicamente a sus sobrinos, y debía cumplir una larga condena. Sus compañeras aseguran que nunca se autoagredió ni tenía marcas producidas por cortes. Tampoco sufría de depresión. Pero a ninguna sorprende el desencadenante de los hechos, siempre el mismo, porque todavía está fresco el recuerdo de otras muertes en el Complejo, por ahorcamientos que cuestionan las hipótesis de suicidio. El 3 de febrero, Yanina Hernández Painnenfil tuvo una crisis nerviosa cerca de las 15, fue al centro médico y de ahí la mandaron de regreso al pabellón. A las 17 la encontraron colgada en uno de los baños. En 2009, Silvia Romina Nicodemo apareció muerta en circunstancias similares, como Romina Leota, Vanesa García Ordóñez, Ema Alé y Noelia Randone.

Para julio de 2011, en la Unidad 3 se hallaban detenidas 431 mujeres, de las cuales unas 270 estaban procesadas sin condena. El estudio Mujeres en prisión. Los alcances del castigo, un trabajo elaborado por el Centro de Estudios Legales y Sociales (Cels), el Ministerio Público de la Defensa y la Procuración Penitenciaria de la Nación, detalla que en la Unidad 3 “se incrementa de manera notable la proporción de agredidas en forma directa por los agentes estatales (del SPF). El 13 por ciento de las detenidas fue agredido físicamente (...) Casi el 80 por ciento de las mujeres alojadas en esta unidad ha presenciado o vivido situaciones de violencia física y más de la mitad de las encuestadas (52 por ciento) presenció situaciones en las que el agresor directo fue el personal del Servicio”.

El abogado Ramiro Gual, del Observatorio de Cárceles de la Procuración, advierte que “hemos podido identificar que el SPF construye colectivos dentro de esa unidad identificados por chicas jóvenes, argentinas, que además fueron encarceladas principalmente por delitos contra la propiedad y que en su mayoría son procesadas. Por lo general ingresan con un problema de adicción previo, que luego no es tratado dentro de la cárcel”. Incluidas todas dentro de un mismo espacio, “las prácticas penitenciarias aplicadas sobre ese grupo difieren en gran medida de las prácticas regulares y tradicionales que se aplican sobre otros colectivos de mujeres detenidas”. El encierro es mucho mayor, las posibilidades de trabajo y educación “son muchísimo menores, el tipo de trabajo es menos reconfortante, la circulación de droga es un hecho y esto, en un espacio cerrado e institucional, habla de una responsabilidad clara de la administración, al menos en posibilitarlo. También se habilitan las relaciones de sometimiento entre las mismas detenidas, sin intervención en defensa de las más débiles”, pero cuando esas situaciones se complejizan demasiado “sobreviene una intervención especialmente violenta y sancionadora del SPF”.

“Una interna golpeó a otra, la obligó a que le practique sexo oral y la manoseaba. Esta situación duró un año. Eran compañeras de celda. Las celadoras escuchaban y se reían”, dice otra interna en Mujeres en prisión, un libro que deja al descubierto un vasto repertorio de técnicas violentas, como “el uso directo del cuerpo de las detenidas para el ejercicio de esas prácticas” que combinan golpes, patadas, uso de instrumentos, ahogamiento, violencia sexual, con su forma más extendida durante las requisas, y el abuso sexual. El repertorio se complementa con la desproporción del número de agentes que ejercen la violencia sobre una sola detenida, la sucesión de agresiones o vejaciones corporales y su escenificación, “donde la exhibición del ejercicio del castigo físico busca un efecto aleccionador”.

La abogada Claudia Cesaroni, del Centro de Estudios en Política Criminal y Derechos Humanos (Cepoc), y coautora del libro Voces del encierro (2006), producto de una investigación elaborada entre 2001 y 2004, recuerda que “en ese momento elegimos a dos colectivos vulnerados en sus derechos y en su dignidad, no sólo dentro de la cárcel sino fuera de ella: las mujeres y los jóvenes adultos. Todas y todos en el escenario de una institución que ejerce su función en el más absoluto oscurantismo, que es impenetrable y que valiéndose de su condición produce y ejerce una serie de prácticas administrando castigos sobre presas y presos”. Aquí la violencia se manifiesta en una relación perversa con las posibilidades de denunciar esas prácticas, “ya que intramuros se acallan las voces de las mujeres. Pero, por otra parte, el mundo carcelario está construido por y para hombres. Ellos forman el 90 por ciento de esa población. Por lo que las situaciones del mundo femenino vuelven más graves las condiciones de detención”.

Sobre una interpretación posible de las muertes de María Laura Acosta y Cecilia Hidalgo, considera que “los hechos de violencia suceden sin que se deje constancia o se haga una denuncia, por temor a sufrir represalias por parte de los agentes, por la naturalización de las prácticas violentas o por la falta de confianza” en el sistema judicial. Cesaroni asegura que “hay una tendencia a denominar estas muertes como suicidios y de ninguna manera podemos calificarlas así, porque no sabemos qué ocurrió. Se registran muchos casos en los que probablemente sea la persona la que se colgó, pero no se investiga qué paso antes de tomar esa decisión; dónde estaba alojada, si alertó que estaba depresiva o sufría un desorden psicológico, si la alojaron en pabellón con personas con las que se llevaba mal o si permanecía en una celda de aislamiento”.

Ciega, sorda y muda

Mugnolo observa que “el deterioro de las mujeres que llegan a prisión es muy grande. Son muy jóvenes y con una vida cargada de violencias. Por lo tanto no podemos tener una estrategia penitenciaria de hace treinta años, creada para otro mundo”. La irrupción de las mujeres en las cárceles es un fenómeno relativamente nuevo y hay que abordarlo con políticas de género. Por caso, la Ley de Ejecución de la Pena (24.660) es reciente si se quiere, del período democrático, sin embargo siempre habla del “interno”. Sólo ocho artículos se refieren la “interna”, ¿y de qué tratan?, de los períodos de gestación de la mujer. Después le aplica los mismos criterios que a los varones. Y lo cierto es que el Servicio Penitenciario no está preparado para aplicar otro tipo de estrategias, con perspectiva de género.

En solidaridad con las familias de María Laura y Cecilia, la comisión directiva del Centro de Estudiantes Universitarios Azucena Villaflor, de la Unidad 48 del Servicio Penitenciario Bonaerense, que depende de la Universidad Nacional de San Martín, emitió un comunicado donde se manifiesta que “es terrible que ante esta situación las huestes del Servicio Penitenciario Federal, responsables directos del doble crimen de nuestras compañeras, no estén presos. Ellos tienen que pagar de la misma manera que las personas que han cometido un delito contra la propiedad privada y hoy son víctimas de los servicios penitenciarios del país, que año a año asesinan a nuestras compañeras y compañeros”.

Cesaroni sostiene que la posibilidad de un cambio real pasa en buena medida por “desmilitarizar los penales e imponer una mirada civil de los problemas. Es preciso derogar la Ley orgánica del SPF Nº 20.416 –creada por la dictadura de Lanusse en mayo de 1973, días antes de la asunción del gobierno democrático que encabezó Héctor Cámpora–, y discutir un nuevo Servicio Penitenciario, desmilitarizado, reducido, que sólo cumpla una función de custodia externa de las unidades penitenciarias”. El resto de las actividades que se realicen dentro de la cárcel “deberían desarrollarse desde las instituciones públicas. Pero también el Senado tiene que tratar de modo urgente, y aprobar, la creación del Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura, garantizando que las organizaciones sociales y de derechos humanos que trabajamos en la prevención de la tortura y los malos tratos podamos ingresar sin restricciones a recorrer todas las instituciones de encierro, sin aviso previo, hablando de modo confidencial y privado con las personas privadas de libertad”.

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