dia de la eliminacion de la violencia contra la mujer En ningún caso fue fácil decir basta. Y cuando pudieron articular esa palabra supieron también que no alcanza con pronunciarla: es necesario sostenerla, buscar y encontrar escucha, protección, redes; una sociedad en acción a través de políticas de Estado que puedan blindar ese primer “basta” a la violencia de género hasta convertirlo en un verdadero “nunca más”. Tres mujeres que sobrevivieron a la violencia hablan de la vulnerabilidad que vivieron después de la denuncia, del miedo a morir pero, sobre todo, de las ganas de vivir.
› Por Luciana Peker
Corina Fernández decidió mudarse. No podía volver al PH de donde se escapó cuando las paredes de su casa se volvieron una cárcel. Tampoco podía quedarse en lo de su madre, sin cuarto propio. Necesitaba luz. Ese rayito que atraviesa la ventana nueva y le trae una referencia del horizonte, la línea sobre la que puede dibujar lo que vendrá. Contó con más deseo que dinero para mudarse, pero ni el minimalismo forzado por la necesidad de empezar de nuevo (sin siquiera un tenedor de su vieja vida) consigue alguna mueca distinta de esa sonrisa que tan bien enmarca su pelo largo y abundante. El pelo es la parte de su cuerpo que más quiere; la que más le dolía cuando la amenazaban con tajearle todo, todo, hasta su color cobrizo.
El 2 de agosto del 2010 su ex pareja Javier Weber intento matarla en la puerta de la escuela Manuela Pedraza, de Palermo, donde ella iba a dejar a las hijas de ambos. El estaba disfrazado y le gatilló: “Te dije que te iba a matar, hija de puta”. El fallo, del 8 de agosto de este año, del Tribunal Oral Criminal
Nº 9 de la ciudad de Buenos Aires, lo condenó a 21 años de prisión y, por primera vez, caratuló la causa de tentativa de femicidio. Otros aspectos importantes de la sentencia es que nombra explícitamente la violencia de género y que descarta la emoción violenta como atenuante. El fiscal general de la ciudad de Buenos Aires, Julio Castro, remarcó en su alegato la importancia de que la causa “trascienda el marco jurisdiccional”, para evitar que otras mujeres víctimas de violencia de género queden tan desprotegidas como Corina Fernández, y solicitó que la sentencia sea enviada al Ministerio de Justicia para que “establezca políticas públicas”.
Después de la Justicia, la vida sigue. Corina ahora trabaja en la Dirección de la Mujer del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y busca más trabajo. Para resistir. Y para poder criar a sus dos hijas tan adolescentes como pendientes de sus celulares. Una meta que no es fácil después de ser testigos de la violencia y de casi perder a su mamá. Pero ella se aferra a la vida cotidiana, a la nueva planta, a la gran ventana, para creer que con todos los vaivenes del desamparo y del trauma, ella va a poder salir y sacar a sus hijas adelante.
Claudia tiene 47 años, 8 hijos, 6 nietos y todavía recuerda que su ex pareja llegó a violarla una semana después de su última cesárea. Se describe a sí misma como una mujer golpeada durante dieciocho años y se anhela con un refugio, un comedor nocturno para niños y un taller de manualidades para tener trabajo. Ella vive en Las Varillas, Córdoba. A los 19 años, ya estaba embarazada de seis meses y ya conocía la vulnerabilidad de lo que no siempre es dulce espera. “Me agarró de los pelos, me tiró al suelo y me pateó cuanto quiso”, recuerda, como si el dolor no se quisiera borrar para que no queden impunes las huellas. Su primer esposo la abandonó con cinco hijos. “Hasta que luego de un año vino un señor, mal llamado señor, una bestia, a ofrecerme un mundo color de rosas para criarme a mis hijos”, recuerda. “Al principio me traía regalos, me tenía como una reina, hasta que un día se convirtió en el infierno. No podía alzar a mis hijos a upa. Tenía que ir a las reuniones del colegio con la cabeza gacha sin mirar ni saludar, escuchaba mis conversaciones telefónicas. Llegó a violarme, golpearme con una cadena, quebrarme tres costillas, torcerme el cuello”, describe como si el horror no llegara a un punto final. “También le di hijos porque, como muchas, pensaba que iba a cambiar por los hijos”, rememora.
La vida de Claudia resalta la falta de refugios. Ella denunciaba, pero no tenía adónde irse con sus hijos.
–¿Quién te da techo y comida? –se pregunta. Y se entusiasma: “Por eso mi lucha es abrir una casa refugio”.
Para que nunca más una mujer tenga que mantener la boca cerrada.
–Si llegaba a saludar, reírme o hablar con alguien seguro era una paliza –describe.
Delia Silva tiene 58 años, tres hijas mujeres y un orgullo: estar cursando el secundario. Es soltera, pero sabe lo que es estar cazada y no casada durante veintidós años. Ella trabajaba en el hipódromo de San Isidro y él tenía todo lo que podía tener: era abogado, seductor y buen mozo. Al mes ella se sentía enamorada y creía que los celos de él y sus exigencias para que no se arreglara eran parte de su amor. “Nosotras nos criamos con la Cenicienta y Corín Tellado por eso no nos damos cuenta de que los celos no son normales”, diferencia ahora. Antes todo parecía parte de una relación sentimental. “No me daba cuenta de los indicios hasta que una Navidad me golpeó”, se remonta Delia. Ella ya es otra. Es una mujer que puede hablar en pasado, gracias a los grupos de la psicóloga Lucía Heredia en Tigre y a su propia valentía. Pero también reconoce las secuelas de cada día.
–Yo tengo mucha suerte de no haber muerto: tuve muchos golpes en la cabeza y en el cuerpo –dispara una de las mujeres que se podrían contabilizar como femicidios, pero están aquí para recordarnos la ayuda que necesitan las que están vivas.
Corina también sobrevivió. Por eso, tiene que hablarles a las que todavía pueden y necesitan ayuda para que la violencia quede atrás y la vida siga para adelante. “Yo tenía mucha necesidad de trabajar y empezar una vida nueva. Por eso, cuando me llamaron de la Dirección de la Mujer para trabajar en el área de violencia entendí que el camino era por ahí. Mi testimonio sirve para que las mujeres se animen. Me ofrecieron otros empleos de secretaria bilingüe que son de más plata, pero quiero ayudar. Por algo me salvé. Y si me salvé para ayudar a otras mujeres bienvenido sea. Hoy tengo que devolverle a la vida estar viva. No quiero trabajar desde el lugar de víctima, sino de par. Se están armando grupos, estamos recorriendo las villas, rescatando mujeres. La idea es tratar de prevenir, captar y ayudar. También quiero armar una ONG para incentivar la prevención. No hace falta llegar a las balas. Cuando una mujer es violentada no queda nada de vos, pero yo quiero decir que hay una vida. Estar de puertas adentro con un violento no es vida. Estás pensando cada paso que das, cada palabra”, relata.
¿En qué creés que podés ayudar a otras mujeres?
–No desde la víctima, sino del empoderamiento de la mujer. La víctima ya fue, ya pasó. Gracias a Dios que estoy viva. Pero hoy quiero dar el mensaje de que se animen a denunciar, que no hay nada peor que estar ahí adentro. Todo el mundo me dice que soy un estandarte porque estoy viva y desde ese rol trataré de hacer lo mejor que pueda.
Muchas veces se acusa a las mujeres de aceptar la violencia y de no animarse a hacer la denuncia. Pero ahora hay mujeres muertas después de separarse y denunciar...
–Las leyes están hechas, pero no hay una red social que lo sustente. Yo creo que hay que trabajar en el día después de la denuncia. El día que yo lo denuncié me sentí liberada y creí que estaba más protegida, pero me di cuenta de que estaba más desprotegida que nunca. De puertas adentro, mal que mal, sabés cómo manejarte. Pero cuando lo denunciás las cartas están jugadas sobre la mesa y la otra persona sabe que está todo mal porque lo denunciaste y se brota. El maltratador tiene el poder sobre vos, cuando perdió el poder empieza a querer mostrarte todo el poder que tiene, como cuando a mí me decía: “Vos no estás muerta porque yo no quiero, si estás viva es porque se me canta”. De hecho, intentó matarme.
¿Qué les pasa a las mujeres de clase media?
–Yo me pude ir porque trabajaba y tenía una red social: la casa de mi mamá. Pero cualquier mujer violentada sabe que si hay un cartel que dice “no estás sola” ese cartel está dirigido a vos. El tema es animarse. Es horrible. Pasás mucha vergüenza. Yo la pasé. Pero la volvería a pasar mil veces. Porque cualquier cosa es mejor a estar en ese lugar.
¿Cuántos años viviste violencia y cómo te animaste a denunciarlo?
–Yo estuve en pareja catorce años y los últimos cinco años fueron los peores. Cada vez era peor. Empezó con que yo lo engañaba. Todo hombre era sospechoso. Hasta que un día quería abrir la casilla de correo de mi trabajo y no se lo permití porque sabía que me podía hacer echar, y me estuvo pegando desde la una del mediodía hasta las once de la noche. En realidad, eso fue otra tentativa de homicidio. Estuvo mal caratulado. Me tiraba cuchillos como si yo fuera un tiro al blanco. Me pegó con el palo de la aspiradora. Me sacó las llaves de la casa y me sacó el celular y me llevó al fondo de la casa para que no se escucharan los golpes. Tuve un Dios aparte porque había una amiga que sabía que las cosas estaban mal y cuando vio que no estaba en el trabajo y que no atendía el teléfono de la casa ni el celular se le prendió la lamparita de llamar a la policía. Mi amiga me decía “vos vas a salir de acá muerta”. Esto fue en el 2008 y me baleó un año después. La policía casi tira la puerta abajo. Ahí yo salí e hice las denuncias por lesiones, amenaza de muerte (él amenazaba con matarse, matarme a mí y matar a las chicas) y lo que ellos llaman violencia doméstica, que en este caso tendría que ser caratulado tentativa de homicidio. Esa noche no me quisieron entregar a mis hijas. Pero al otro día estaba en la Oficina de Violencia Doméstica (OVD) de la Corte Suprema de Justicia de la Nación y me dieron la exclusión del hogar y prohibición de acercamiento. Pero como él me pegó tanto y yo sabía que él podía entrar por el techo me fui de esa casa con mis hijas a lo de mi madre y nunca más volví a esa casa. Entiendo que no todo el mundo tiene esa posibilidad. La decisión de denunciar no es fácil. ¿Sabés las veces que estaba por ir a la OVD y no iba? Lleva un tiempo animarse. Pero es importante saber que tenés esa posibilidad. Y no a todo el mundo le tiene que ir tan mal como a mí, sino que el sistema debe ser eficiente.
¿Qué pasó después?
–Yo le hice una denuncia por semana, en total 80 denuncias, hasta que me vino a balear. Aparecía y rompía la prohibición de acercamiento y me amenazaba de muerte. Si alguien rompe la prohibición de acercamiento hay que meterlo preso, porque si no se genera más impunidad. El estaba cada vez más agrandado. Yo me la pasaba llamando al 911 y cuando llegaba ya se había ido, ya me había amenazado y asustado. Pero lo que hizo fue dejar testigos en todos lados. Había mamás del colegio que pensaban que me estaban asaltando.
¿Cómo te baleó en la puerta del colegio de tus hijas?
–En las vacaciones de invierno me fui a lo de una amiga porque en lo de mi mamá no había lugar para estar con las nenas todas juntas todo el tiempo y durante quince días no me encontró y enloqueció. El primer día de clases, cuando llevé a las nenas, se apareció, a las 8 de la mañana, y me baleó. Me salvé de milagro. Apoyó el revólver, la bala no tomó velocidad, la costilla la desvió. Una cosa de Dios. Un milagro, dicho por los médicos del Hospital Fernández. Ni ellos se explicaban cómo estoy viva con tres balazos. Pero mucho tiene que ver con la fortaleza. Yo sabía que no merecía morir y que la había pasado bastante mal como para terminar así y que él se saliera con la suya. Yo tiendo a ser valiente, porque cuando viviste bajo violencia estás entrenadísima en situaciones de tensión. Antes de desmayarme dije quién me había baleado y dónde lo iban a encontrar. Y en el juicio me banqué una semana teniéndolo enfrente.
¿Qué cambiarías de las leyes?
–No sirve la exclusión del hogar porque te lo sacan de la casa y te lo dejan en la esquina. Vos no podés estar presa en tu casa. Tenés que trabajar y llevar a tus hijas al colegio, y estas personas se creen Dios y si las leyes no los paran se sienten cada vez más poderosos con una pobre mujer, porque con otras cosas son cagones.
¿Estas conforme con la Justicia?
–Sí, le dieron 21 años cuando en el caso de Wanda Taddei –por haberla matado– le dieron 18. Pero lo que hay que entender es que yo no estoy muerta porque hay un Dios que me salvó, porque él hizo todo para que yo esté muerta. No me pegó en el brazo o en la pierna para asustarme. Me disparó al corazón. Que no le haya salido bien es otro tema. Pero él vino a matarme. El deja escrito en una carta. Eso fue lo que peor me hizo del juicio. Mi abogada, Marta Nerselles, me cuidó un montón y sabía que en el juicio me iba a enterar de un montón de cosas. No sólo me di cuenta de que tengo un enemigo acérrimo en la vida. Cuando leían una carta que escribió antes de salir a dispararme, después de dos años de no escucharlo, fue como volver a sentir lo que yo vivía a diario. El decía en la carta: “Vas a gemir de dolor y te voy a partir el pecho a balazos”. Es tan terrible cuando tenés alguien que te violenta psicológicamente. ¿Qué puede ser peor que eso? ¿Cómo estás cuando escuchás todo el día eso?
Antes del juicio vos recibías amenazas. ¿Continuaron después de la sentencia?
–Antes del juicio era hostigamiento. Me hizo echar del trabajo porque era capaz de hacer cincuenta llamados en una hora. Te enfermaba de verdad. Después no recibí amenazas, pero sí llamó y dejó mensajes en el contestador.
El fallo de tu caso se caratuló como histórico. ¿Creés que es un antes y un después?
–Espero que si y que todo lo que yo tuve que vivir sirva para que otras mujeres no tengan que pasar por esto. Acá el problema es la impunidad. Los denunciás y no pasa nada. Rompen la orden de no acercamiento y no pasa nada. Ahora se están comiendo 21 años de cárcel, pero está enloquecido por venir a matarme porque yo estoy vivita y coleando.
¿Cuál es tu mensaje para las mujeres que puedan estar pasando situaciones similares?
–Mi mensaje es que todo vale la pena: vale la pena denunciar. No importa qué difícil sea el camino, pero al menos es un camino que una construye y lo más importante es recuperar lo que una es. Solamente las mujeres que padecieron esto saben qué es vivir constantemente con el miedo. No hay que dejar que te aíslen ni decir que no lo hacemos por los chicos. Los chicos sufren más si hay violencia. Cuando a mi nena más chiquita él le decía “gorda” si yo me metía a defenderla terminaba bañada en Coca-Cola y con un plato de fideos en la cabeza. Una no puede vivir así. No se puede pensar “¿qué va a pasar hoy?” Estás muerta en vida. Por eso, mi consejo es pedir ayuda –a mí me salvó una amiga– y volver a recuperar la dignidad.
Delia pagó cara su supervivencia. “Yo hipotequé mi casa para que él hiciera un negocio y la perdí”, se lamenta. La dependencia económica era una de las trabas para no destrabar la relación. “Siempre tuve temor a estar sola”, cuenta. También que hubo un engaño: “Pusimos un negocio que duró tres meses. El salía con una de las empleadas y yo tengo una reacción con la chica. El me golpea, yo lo golpeo y la golpeo a la chica, era como una cadena”, revela. Ahora también puede desatar esa cadena en donde el poder y la vulnerabilidad no tenían el mismo peso: “A veces las mujeres nos equivocamos. Una no debe insultar a otra mujer. No es ella la responsable. El era responsable. Me hubiera dejado antes de estar con otra persona. Nunca más volvería a insultar a una mujer. Me he vuelto un poco feminista, creo que las mujeres debemos protegernos más”, rescata.
Pero llegar hasta acá, hasta hoy, no fue fácil. Ella era víctima de una violencia que no sabía describir como de género. El la quería internar. Ella estaba bastante medicada. Y atada. Hace poco pudo separarse y lanzarse a la aventura de poder pagar un alquiler. “Yo soy artesana. Me cuesta bastante enfrentar la vida”, dice. También queda claro que las leyes son insuficientes. “Pudimos hacer que se fuera él porque siempre me tenía que ir yo. Pudimos sacarle la llave. No hice una medida perimetral porque vive cerca. Sigue viendo a mi hija menor y también la insulta o la denigra”, desarma la idea de final feliz o de –simplemente– un final. La violencia es una saga. Pero también con pequeñas victorias. “A los 58 años me volví a teñir y a pintarme y, por sobre todo, retomé mis estudios secundarios. Se puede salir, pero el daño deja secuelas y una tiene que ser muy fuerte para volver a ser la persona que era”, se alegra.
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