HEDONISMOS La oferta publicitaria dirigida a las mujeres gira en torno de la restricción y el alcance de un ideal que, lejos de estar relacionado con el placer, toca el filo de la escasez y el reemplazo de lo rico por lo diet. Por eso, mejor elegir siempre el pote verde e ir al baño seguido para llenar esa expectativa plagada de significantes que es la panza chata. De goce, disfrute y abundancia mejor no predicar nada que tenga que ver con lo femenino. Sin embargo, parece haber un camino histórico en que las mujeres festejamos chocando copas y tomando hasta el amanecer, comemos como nos gusta y gozamos del cuerpo que tenemos. Para tramar la historia y definir los destinos de las mujeres todavía parece necesario hacer una reivindicación del placer por el placer mismo, sin excluir nada: ni la comida ni la bebida, ni el sexo ni el amor.
› Por Flor Monfort
De los griegos sabemos que eran animales políticos, que se juntaban en banquetes orgiásticos que duraban varios días y que fundaron las bases de la res publica de esa manera tan perfecta e ideal que la historia luego probó compleja de replicar, al punto de que lo suyo siempre es modelo y lo que vino después siempre pareció ser copia. También sabemos que amaban a los dioses y veneraban el cuerpo masculino, que quien no vivía en la polis no era ciudadano y por eso era un bárbaro, y que la esclavitud era necesaria para la buena vida. Pero poco se sabe del rol de las mujeres en esa sociedad tan iniciática y fundamental, donde desde Heráclito y Parménides hasta Zenón y Aristóteles fundaron las bases de buena parte de nuestro modo de ver el mundo. Sí se sabe que la madre de Sócrates era partera y que de ahí viene ese particular método que Platón le hace tener a su interlocutor de cabecera: la mayéutica o pregunta tras pregunta, hasta que quien responde “da a luz” un conocimiento nuevo. Pero sobre cómo daban a luz las griegas, cómo se relacionaban entre ellas mientras ellos se iban a la guerra y cómo se enriquecían de los mitos, sabemos poco, tal vez porque la historia, en general, está escrita por varones. La socióloga María Josefina Cerutti se propuso desandar ese camino y llegar a esas fiestas llenas de desborde y locura, una especie de carnaval de los sentidos que eran las celebraciones dionisíacas donde ellas bailaban hasta caer rendidas, comían como querían y tomaban todo lo que podían con tal de pasarla bien, algo que 2500 años después no sólo es difícil de rastrear en la bibliografía sobre una cultura tan determinante, sino que es casi imposible de concebir hoy como un ideal asociado a lo femenino. No por nada, Mirtha Legrand no prueba bocado de las delicias que hicieron de sus almuerzos, las tapas más vendidas de las revistas femeninas siguen siendo las dietas en sus versiones más remixadas y existen reality shows donde el objetivo es bajar de peso, incluyendo prácticas de tortura en pleno siglo XXI con tal de que los participantes se ajusten al canon de armonía que presupone el 90-60-90. Y las excepciones son justamente eso, excepciones. Porque si bien existe una Beth Ditto, la líder del grupo The Gossip, lo es a fuerza de mucha “onda” (característica que tiene que tener la gordita si quiere pertenecer), y sólo parece haber lugar para ella sola. Lo mismo pasa con las campañas para “mujeres reales” que impulsan marcas como Dove, Natura o Ver, excepciones que resaltan con amarillo flúo la silueta que hay atrás de todo lo demás: las heroínas de las series, las modelos de pasarela, la chica linda del curso y la buena de la novela de la tarde, todas ellas son flacas y ninguna se baja un porrón de cerveza o almuerza frente a la tele un plato de fideos bien cargado de queso con un vaso de vino sólo por placer: lo hace si está deprimida, como tan bien mostraron las chicas de Sex and The City. Cuando Samantha llega al cenit de su pareja más larga y la perspectiva de esperarlo desnuda servida como un plato de sushi es frustrada por la rutina, ella no para de tragar y los kilos de más son escudo para no acostarse con el vecino sexy. Sobre eso indaga la nutricionista Mónica Katz, abriendo el paradigma de las dietas de hambre para pasar a un plan de vida que incluya el placer de comer lo que nos gusta sin por eso bajar rodando como chancho de la montaña del exceso.
“En una dieta de hambre, hay rebote”, dice Katz como un mantra que repite a todas las que se sientan en su consultorio. Pero sabe que la experiencia no es para cualquiera, porque ya vio varias veces cómo eternas dietantes acostumbradas a que la palabra NO sea la primera al rondar la heladera, la miran horrorizada cuando ella les propone comer lo que les gusta. No es el único mito que derriba, para ella no sirve contar las calorías, una comida tiene que ser lo que entra en el plato. Punto. Y ejemplifica de una manera muy astuta en el libro que cuenta su método No Dieta. Puentes entre la alimentación y el placer (Del Zorzal/Planeta): si Barbie fuera una mujer sería infértil, con esas medidas y esa altura una mujer de carne y hueso se habría privado de tantos nutrientes que no sólo no tendría energía para hacer el amor, sino que probablemente no podría tener hijos. Las mujeres pobres de India hoy comen 1400 calorías por día, en la hambruna de Holanda de los años ’40 se comían 1600, en el gueto de Lotz hasta 1200 y en el campo de concentración de Treblinka, 900 calorías diarias. De solo pensar que hay dietas que gozan de buena salud publicitaria que proponen 600 por día, basta entender que algo anda mal. “No podemos plantear que algo que históricamente se asoció al maltrato y la tortura, es un tratamiento para sentirnos bien”, dice Katz y explica el mecanismo por el cual el cuerpo no distingue que lo que está pasando cuando nos privamos de alimento es que estamos en un campo de concentración o queremos ponernos la mallita en el verano. En los dos casos, el cerebro hace lo mismo: se pone como loco porque tiene miedo que no ingresen más calorías, baja el gasto (es decir saca energía) y da la orden de hambre. El cuerpo es sabio, dice Katz en su libro, si da la orden es porque está en alerta, por lo tanto comer es una pauta para estar sanos siempre, pero más allá de eso, que puede ser una premisa médica, está el placer, que Katz asocia a la libertad de elegir. Su descubrimiento de la No Dieta se remonta a los ochenta, cuando trabajaba en el servicio de nutrición del Hospital Durand y se había especializado en diabetes. Allí las mujeres iban desesperadas para pedir una dieta que compensara el exceso de peso que les provocaba la insulina, sobre todo las llamadas diabéticas lábiles, aquellas que tenían controles glucémicos malos y que se internaban descompensadas con cetoacidosis, que es lo que se propone hacer hoy con algunas dietas que sacan completamente los hidratos: estar enfermas para bajar de peso. “Empecé a ver que entre los diabéticos lábiles muchas veces había mujeres jóvenes que además de diabetes querían un cuerpo cómodo, y empecé a darles a estas mujeres jóvenes un bombón de chocolate por día. Esto ahora puede parecer una pavada pero en los ’80 no se les daba azúcar a los diabéticos, entonces yo lo hacía sin contarle a mi jefe, era una práctica secreta. Las corregía con un poquito de insulina pero les daba ese permitido por día. Mágicamente les legalizaba el placer y las chicas se descompensaban menos, tenían mejores controles de glucosa. Ese fue el primer indicio de que algo estaba mal en la regulación de alimentos que dábamos. Ahí nace No Dieta”, dice y explica que si prohíbe todo, la paciente lo come igual pero a escondidas, y cuando tiene que subirse a la balanza no cuenta con esos falsos permitidos que se atracó a la madrugada entre tanta privación. “Lo de permitir es mágico, es liberador, hay días que no lo comen directamente, pero para decir que no a algo tenés que tener la posibilidad de hacerlo”, dice y desde su experiencia en consultorio entiende que hacer dieta es una cuestión de pertenencia en muchos casos. “Con mi equipo hicimos un estudio en universitarias/os de todo el país y concluimos que el 30 por ciento están a dieta permanente pero sólo la mitad de ellos lo necesita realmente. Estamos sometidos a ideales estéticos absolutamente radicalizados y la delgadez atraviesa todos los ideales. Qué psicótico es un mundo donde frente a una epidemia mundial de obesidad expone a la gente a imágenes inaccesibles para la mayoría: eso para mí es violencia de género”, dice, porque la mayor presión se ejerce sobre las mujeres y cuando aparece una exponente gorda es eso, una excepción. El mandato cultural es tan fuerte que no hace falta que nadie nos diga nada, vamos solitas” y ejemplifica con la actriz Nancy Dupláa, “una mina exitosa, con tres hijos, que ronda los 40, ¿qué más le piden que sea? Flaca como una modelo”.
Para Katz, hay dos tipos de mujeres: está la que de verdad está gorda, tiene complicaciones, dolores, diabetes, lo que ella llama una “obesidad médica”. “Pero después tenés un grupo de diosas que se sientan y dicen ‘tengo rollos’. Hace años yo era sincera, les decía ‘vos no necesitás dieta’ pero se iban de mi consultorio a la dieta de 600 calorías, a la semillita en la oreja, etcétera. Hoy con alguien que demanda tratamiento y no lo necesita trabajamos en eso, y le armamos un plan. Empoderamos a la paciente a través de ejercicios, listas de compras, etc. y después las largamos, pero para cambiar se necesitan 6 meses, en tres semanas no hacemos nada”, dice.
El plan de No Dieta se basa en dos elementos fundamentales: uno es que nacimos con derecho a comer rico. “Alguna gente llora cuando le digo esto y no lo hace, no pueden, le demonizaron tanto los dulces y los hidratos que piensan que son veneno. Por eso yo no soy comercial todavía, porque la gente no está preparada para que le digan ‘si tenés ganas merendá un paquete de papas, pero hacelo por placer, no para tapar otra cosa’. El otro pilar es llevar a cabo una dieta que les darías a una abuela, a una hija chiquita; si no se la darías a las que más querés, no sirve. Y también el tema clave: la cantidad: elegir rico pero lo justo.” El eje es el cambio, no la dieta, porque la dieta dura un tiempo pero el cambio dura, y la gente cambia su relación con la comida y el uso y abuso que se hace de la comida. “Las veces que comés para no decir, para no odiar, para no pensar, para no aburrirte. Es algo para observar. Después uso la balanza, pero no es el eje, y fue un aprendizaje, yo de joven felicitaba el peso, ahora no”, explica.
Para Katz el sobrepeso es un desorden de aprendizaje basado en la recompensa y el estrés: las personas sentimos cosas, la vida es malestar, llenar vacíos, etc. Cuando salimos de zonas de confort, buscamos volver, algunos lo hacen a través de sustancias, y otros a través de la comida, y la comida tiene un lazo tan fuerte con la infancia que es muy poderoso. “La huella que queda en el cerebro del pan con manteca, la torta de cumpleaños, los sandwiches de miga, etc. Son huellas en la memoria que me harán buscar lo mismo y está perfecto. No es que sea un camino a desandar, porque es una huella de placer, sino seguir el camino a conciencia, no en automático. Katz ejemplifica con la cantidad de veces que después de una pelea, en la angustia de un día de trabajo complicado o porque sí y sin pensar, comemos como termitas. “Comer por placer hace además que nunca te pases de banda porque el cuerpo sabe dónde parar.” Katz propone gimnasia, hobbies, meditación, que cada una haga lo que quiera pero que se asegure que le guste, le caliente y lo saboree en cámara lenta. “La educación no forma estimulando cosas que se hagan por placer: es resultadista en general, con lo cual las habilidades quedan un poco veladas. Mucha gente me dice “no comí y me calmé, o me fui a dormir o me deprimí” pero se dan cuenta de que no comieron y no pasó nada. Pero para eso necesitamos que la gente no se asuste frente a las emociones. Se puedan pelear, contestar mal, bajonearse y no tapar nada con comida”, dice. Que comer sea fiesta, desde una buena picada, una cerveza helada o un helado en pleno verano.
Para Katz comer es tan atractivo porque un pedazo de alimento es un pedazo de mundo que te metés adentro, y las personas decidimos muchas veces a través de la emoción; dice Katz que la mayoría frente a la góndola del supermercado va a lo rico, no a lo necesario. “La gente piensa que controla pero no es tan fácil, entonces a la hora de armar porciones lo que sirve es el método: si yo te digo que a una ensalada le pongas una papa, la levantás, o si te habilito a comer un tostadito a media tarde, probablemente la perspectiva sea mucho más emocionante que la imagen del apio que tanto les gusta a las revistas de moda. De esa manera tengo allanada la toma de decisiones: comer de todo pero en porciones moderadas. El día de que las empresas se aviven de eso van a ser mucho más vendidas. Hay algunas pocas que ya lo hacen: 20 gramos de chocolate, un paquete de dos galletitas, paquetes de papitas de 25 gramos... No son nutritivas, pero yo la nutrición te la doy en las comidas, acá te dejo la porción del disfrute.”
En Ni ebrias ni dormidas (Planeta), la socióloga María Josefina Cerutti hace un recorrido histórico por la ruta del vino y las mujeres en esa tradición siempre velada que las descuenta de la historia. “Para mí fue fundamental remontarme a los griegos. Decir que la tierra es la Madre Tierra es hablar en términos masculinos, son los hombres los que lo dicen, pero jamás se acuerdan de una cosechadora, de una enóloga, de las mujeres reales que formaron parte de la historia del vino”, explica y aclara que las bodegueras sí fueron visibilizadas pero porque involucra la parte capitalista del negocio del vino. Desde que existe la industria vitivinícola las mujeres cosechan y esto es muy importante porque nadie las nombra. El atado del viñedo lo hacen históricamente las mujeres porque es algo muy difícil de hacer, hay que tener las manos chiquitas y cierta habilidad, pero las menos nombradas son tal vez las más fiesteras: las dionisíacas. Ellas eran salvajes y maternales pero estaban al servicio de Diónisos, el dios del vino, eran como todas las amantes de un Don Juan. Y estas mujeres, lejos de ser pasivas vedettes que giran en torno del falo, se reunían en los montes, se drogaban, hacían orgías entre ellas, se ponían estimulantes genitales para excitarse. Diónisos fue el único dios que se convirtió en hombre, andaba entre Tebas y Atenas y hacía su aparición en las fiestas, que las había de todo tipo y para todo gusto: fiestas más sexuales, fiestas de colonización, fiestas de hombres, fiestas de mujeres... “El vino para ellos era además el alimento por excelencia, pensá que cuando llegaban a un lugar plantaban viñedos, así que los productores de vino debían ser los primeros interesados en que se hicieran estas fiestas, donde las mujeres tenían un rol fundamental, de agite, de reunión y de belleza. Cuando llegan los romanos y se acaba la fiesta, las mujeres dionisíacas van quedando en el mundo rural, y de ellas vienen las brujas de la Edad Media, que fueron totalmente perseguidas. Pero cuando se empezó a tener esa connotación tan negativa de las brujas y se las empezó a perseguir y matar, la gente del mundo rural se quedó sin referentes, no tenían quién los curara y se empezaron a morir sin esa sabiduría de estas mujeres. Ahí hace su gran entrada el catolicismo y su proceso de evangelización, pero la persecución de mujeres jugó un rol fundamental en cómo seguimos siendo consideradas hoy en día”, dice.
Siglos después, cuando se organizaron las casas reales, se vuelve la mirada a Grecia, pero ya no eran los campesinos que podían disfrutar de la fiesta: el poder de la fermentación estaba concentrado en la clase alta, los señores feudales y la Iglesia. Ahí aparece la figura de Lucrecia Borgia, las fiestas donde el vino organiza y se vuelve un producto sofisticado. Borgia era famosa porque su padre la usaba para que matara a sus enemigos dándoles vino con veneno. “Le ofrecí educadamente la copa de Borgoña púrpura. Me sonrió. Tras un brindis dirigido definitivamente a mi sexo, Allatri se terminó el vino de un solo trago”, dice Lucrecia y explica que fue su padre quien le mostró las mieles del vino en una escena que describe coqueteando con el incesto. “Papá me tomó en sus brazos y volvió a besar mis labios, saboreé el alcohol del dulce moscato del almuerzo en ellos.” Borgia y las dionisíacas son parte de esas subversivas que la pasan bien en la historia que cuenta Cerutti porque eran mujeres que elegían con quién acostarse, por ejemplo. “De las hetairas se dice que eran las prostitutas de Grecia pero para mí no era así: eran minas que la pasaban bomba, que se juntaban y hacían lo que querían, entre ellas o con los hombres. Las etruscas les ponían su apellido a los hijos y tomaban vino pero eran menos dionisíacas y más matronas, con una actividad económica sin tanto descontrol. Las mujeres hasta el día de hoy nos pensamos desde esa mirada masculina que manda que no tenemos que emborracharnos, de hecho una sommelier me ha dicho ‘nadie puede decir que me ha visto borracha’ como si fuera algo malo. Mi idea es desarmar esa mirada.”
En el libro también da cuenta de la Veuve Clicquot, la gran dama del champagne, un producto de la contrarrevolución. “Ella pertenecía a esas burguesías que querían ser nobles y cuando cae la Revolución Francesa se tiene que camuflar para que no la mataran. Después se casa con un hijo de nobles que tenía viñedos y cuando él se muere, ella empieza a descubrir el champagne.” No por nada a las mujeres nos encanta el champagne, pero lejos de visibilizar esta historia de su nacimiento, algunas marcas crean champagnes en versión “rosa” para nosotras.
Aquello de la “reina de la vendimia”, “la reina de la manzana”, es citado por Cerutti para preguntarse por el valor de esa figura, tan estática e idealizada que saluda con la manito desde la carroza y se despoja de todo lo humano que tiene esa mujer “elegida”. Esa imagen que hoy persiste en las publicidades asociada a la reina soporífera, que desfila como princesa pero no la pasa bien (y además es acusada de tonta) es el origen de esta investigación que bucea en el alma femenina y propone no quedarse en la ebriedad pero tampoco en los laureles de la bella durmiente. Respecto del presente del vino, Cerutti cuenta que en Europa es mayor el avance de la mujer. “Producen con técnicas biodinámicas. También descorchan en casa, toman solas. (...) Según la última encuesta que se hizo para el proyecto El Vino Argentino, la participación de la mujer en el consumo es potencial. Pero hoy parecería que, desde la comunicación y según los intereses de mercado, el consumo de vino está dirigido al hombre.” Por eso Cerutti propone salir de esos esquemas que intentan mercantilizar el consumo, siendo que a las mujeres nos pueden gustar los vinos más agresivos y, por qué no, emborracharnos en público sin temor, como ella vio tantas veces en las mujeres de su familia, ya que además de emborracharnos, el alcohol propicia el encuentro y “suelta” más de un alma rígida. Cerutti viene de una familia productora de vinos de Mendoza y no tiene registro en su memoria de una época en la que no tomara vino rebajado con soda, así que la imagen de la mujer siempre estable, siempre elegante y con una copa en la mano sólo de adorno le resulta ridícula al lado de su propia tradición, que ponía a los niños a dormir con un chupete humedecido en “la sangre de Cristo”.
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