Viernes, 29 de agosto de 2003 | Hoy
TEATRO
Gabriela Izcovich no puede leer un texto que la emocione sin pensar en el modo de llevarlo al teatro, de acercarse a su autor, de compartir con otros eso que le quita el sueño. Sin embargo, se sorprende de que la gente siga yendo al teatro, para ella ya es suficiente con la vida misma.
Por Soledad Vallejos
Desde hace años,
la actriz y directora Gabriela Izcovich tiene un reflejo, como corresponde,
irrefrenable. Si las páginas de un libro la conmueven, no puede evitar
un deseo profundo de compartirlo. Algo en esa conmoción la urge, y entonces
empieza el vértigo: necesita apropiarse de esas palabras, transformar
lo escrito para ser leído en acciones, frases dichas en voz alta, músicas
y escenas encarnadas por actores de carne y hueso. Tiene que llevar esa epifanía
deslumbrante a un escenario, poner su cuerpo y los de sus amigos en un compromiso
con el hallazgo. Y eso, necesariamente, implica un contacto más, una
relación con el autor del texto que provocó el cataclismo. Los
quiere cerca, lo más cerca posible, durante el tiempo que permanezca
sumergida en mundos ajenos para construir el propio: la mirada (las voces) de
esas personas la ayudan a modelar, son el espejo propicio para observar en detalle
el nacimiento y resaltar algunas lucecitas desapercibidas. Le pasó con
Antonio Tabucchi, Harold Pinter, Hanif Kureishi y David Lodge. En todos los
casos, el pedido de Gabriela terminó con los autores participando a la
distancia del proceso de adaptación y los ensayos, convirtiéndose
en amigos de esa sudamericana terca empeñada en volver representables
palabras pensadas para ser leídas, o transformarlas en otras nuevas.
Pasó con Nocturno hindú (que terminó con Tabucchi viajando
hasta Florencia para ver la representación de Gabriela), con Siete pares
de pies sobre el piso de mármol (en el caso de Pinter, más que
en los demás, una victoria de la obstinación) y con Intimidad
(en cuyo proceso de adaptación ella y Kureishi terminaron por hacerse
amigos). (Decí que Prèvert está muerto, porque me
hubiera contactado con él para Un poeta en la calle", el collage
de poemas con el que bordó un unipersonal). Está pasando ahora
mismo mientras espera cada noche de viernes para ponerse en la piel de la conflictuada
Julia de Cuando la noche comienza (en La Carbonera, Balcarce y Carlos Calvo).
Pero es ésta, en realidad, una ocasión especial, diferente: Kureishi
le envió a ella, antes que a nadie, los originales de la obra.
Fue Gabriela quien, en febrero de este año, estrenó mundialmente
en Buenos Aires Cuando la noche comienza, para luego llevarla a Barcelona. Por
una vez, ella se encontró con un texto al que dar vida sin necesidad
de reinventarlo. Por una vez, el personaje femenino estaba escrito directamente
por el autor pensando en ella. Esa fue, dice, una gran responsabilidad. Sentía,
continúa, un estado de nerviosismo tal que sólo puede explicar
por su relación con él, por la conciencia de que su puesta sería
el estreno mundial. Por trabajar con él y con Alejandro Maci durante
cerca de un año (haciéndole modificaciones, pidiéndole
permisos a Hanif) un texto tan pero tan exigente.
A veces peleábamos, a veces acordábamos. Igual, yo siempre
terminé haciendo lo que quise... dice sin resistirse a la risa.
Y basta sentarse poco más de una hora alrededor de ese escenario al ras
del piso en el que Marcelo DAndrea y Gabriela se sacan chispas para entender
los motivos de tamaña confianza.
Mal que me hiciste mal
Está
anocheciendo y una voz rasposa, ahogada en la respiración agitada le
grita que entre, que faltaba más. El de Pablo, ese padrastro increíblemente
compuesto por DAndrea, es un grito siniestro, que a Julia, viuda hace
dos años de un guionista rico y prestigioso, le recuerda toda la oscuridad
del mundo que la vio nacer y del que logró escapar a fuerza de negación
y reeducación. Fue este hombre ahora rengo, alcohólico, que a
duras penas puede con su alma, el mismo que vino a ocupar para ella y su hermano
el lugar de padre ante la mirada displicente y cómplice de su madre,
que prefería no saber que él golpeaba a su hijo y violaba a su
hija. Allí está, entonces, Gabriela Izcovich convertida en Julia,
cuchillo en mano, el pasado en los ojos y el abismo del deseo y el odio en cada
paso. ¿Cómo hacer para llegar a la raíz de ese mal que,
con su daño irreparable, la constituyó? ¿Cómo arrancar
esa multitud de sensaciones horrorosas que la atraen al vacío para desterrarlo,
sí, pero también para volver a verlo frente a frente (la mirada
opacada por los años, la respiración pesada, los pasos arrastrándose)
y descubrir, con asco y autocompasión, que algo en ella todavía
lo desea? ¿Es posible matarlo sin morir? En todo caso, ¿cuál
es el sentido de todo eso?
Hanif escribe desde las entrañas, como si escribiera desde adentro
del personaje. Entonces, cuando abordás el texto, te das cuenta de que
está hecho con un montón de cosas para sensibilizarte. Para mí
fue el desafío más grande que tuve en mi carrera. Es muy raro
que yo investigue o me documente sobre personas reales cuando compongo personajes.
Ni siquiera estuve vinculada a mujeres violadas. Lo que sí me pasó
fue que mujeres que vinieron a ver el espectáculo me comentaron que se
habían sentido muy conmovidas, me agradecieron, lo cual me llamó
la atención. Supongo que son mujeres que ya tienen elaborada la situación,
por eso pudieron hacerlo. Pero esto también se acompaña con un
muy buen trabajo de Marcelo DAndrea, que te ayuda a generar estos estados
y esta emoción horrorosa que siente esta mujer cuando lo ve. El compone
a un ser siniestro, y eso ayuda a entrar en clima. Así, simplemente entrás
en el texto, entrás en la obra, y podés entender a esta mujer
en su locura.
¿Por qué decís que esta obra fue un desafío
tan grande?
Porque es muy distinta a mí, no tengo ningún punto de contacto
con esta mujer. Y además, ella sufre desde que empieza hasta que termina
la obra, y tiene una historia detrás tremenda. La obra propone, además,
un ambiente superpoblado de objetos, pero nosotros optamos por la contraria,
por no hacer nada, por no poner nada. Alicia Lelutre creó ese piso de
cuatro por cuatro de madera, con algunas latas de cerveza. Yo siempre pienso
que hay que dejar un espacio de creación al espectador, porque así
el espectador ve todo: ve un ambiente asfixiante, ve una cosa superpoblada,
y en realidad no hay nada. Estos son los beneficios y las desgracias de pertenecer
a un país pobre, nunca me podría imaginar trabajar en una superproducción.
Hubiese creado de otra manera como directora si hubiese nacido en un lugar con
más posibilidades, a lo mejor con más construcciones, con cosas
que jamás hago. En Nocturno hindú, tenía que construir
la India, y teníamos 40 sillas rotas. Y la gente veía la India,
eran esas 40 sillas desvencijadas que se iban cayendo.
Habiendo encarado títulos tan distintos que hacen diferentes énfasis
en las relaciones, en lo vincular, ¿sentís que vas acercándote
a distintas facetas humanas, que vas conociéndolas más o de otra
manera?
Sí, de alguna manera tu sensibilidad empieza a trabajar mucho eso.
Pero esto me pasa más con las lecturas de los libros. Por eso, porque
soy más lectora de novelas que de obras de teatro, en general una novela
me sensibiliza más, me crea una sensibilidad que es el motor para que
lo lleve a mi campo, al teatral. Me gusta hacer los recorridos de los personajes,
me gusta escribirlos para que salgan, verlos moverse en el escenario y que cobren
vida.
Vos tenés una preferencia marcada por adaptar textos de otros,
por tomar esas palabras y apropiarlas para que tengan tu mirada.
Yo soy como una ladrona de situaciones. Muchos amigos me dicen ¿por
qué no escribís vos?, pero es que hay algo de estos autores
que a mí me encanta, y me parece que si ellos escriben mucho mejor que
yo, por qué no aprovecho y les saco las ideas. Yo lo que
hago es una elaboración teatral, pero ellos tienen una cosa mucho más
preparada. Además, está el tema de estar vinculada a estos autores,
afectivamente y personalmente, como en el caso de Javier Daulte (con el que
hice Faros de color y Fuera de cuadro), de Kureishi o en el caso, ahora, de
David Lodge (estoy haciendo una adaptación de Terapia que voy a estrenar
en febrero). Me ayuda mucho para crear todo esto. Si no fueran autores que me
despertaran una sensibilidad personal, no sé si podría hacer el
trabajo. Es muy importante que el autor esté con uno, creando. A mí
me resulta difícil pensar el teatro desde un lugar no sensible, de afecto
y cariño. Realmente es muy difícil si no tenés una vinculación
personal con toda la gente con la que trabajás. Creo que debe ser como
si uno estuviera con uno mismo, con cada persona del equipo de trabajo tenés
que tener esa afinidad. El otro día leía una cosa muy linda de
David Lodge, en un libro de ensayos que él me mandó por correo
que tiene, al final, un diario donde él cuenta todo el proceso de ensayo
de una de sus obras. El dice ¿por qué a mí me gusta
tanto trabajar y estar en los ensayos? La diferencia es que cuando vos escribís
en soledad, cuando escribís una novela por ejemplo, es como tirar una
botella al mar con una hoja adentro, un mensaje que, con suerte, vuelve con
alguna crítica o alguna nota de un lector. En cambio, cuando vos hacés
teatro, estás todo el tiempo con la gente, ves la reacción del
público, conversás, estás percibiendo lo que sienten".
El teatro tiene ese maravilla de que es un hecho vivo, vos ves a la gente moviéndose,
respirando... Pero para mí es un gran misterio por qué la gente
va al teatro: como si no tuviéramos suficiente con nuestras vidas, que
sufrimos, nos hacemos problemas, ¿vienen a ver la vida?
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