RESCATES > HARRIET TUBMAN, 1820-1913
› Por Marisa Avigliano
La historia de Harriet, la esclava que salvó a otros esclavos, fue durante muchos años un cuento infantil sin realidad y sin sangre, un relato útil para que los chicos norteamericanos conocieran parte de su pasado patrio, una fábula con la palabra “libertad” en la moraleja. Después llegaron los homenajes y las biografías tardías que revisaron su vida sin empuñaduras morales y descubrieron el aliento de Harriet Tubman, la mujer que ayudó a escapar a más de trescientos esclavos, la cautiva que fue enfermera, soldado, espía y revolucionaria. A los cinco años Harriet (la llamaron Araminta Ross cuando nació en Dorchester, en la costa oriental de Maryland, en 1820 o quizá fue un año después...), ya había sido “alquilada” a unos vecinos para que les limpiara la casa, pero como la pequeña Minty no era buena barriendo sólo recibía golpes, hasta que entre moretones y reproches decidieron destinarla al campo. La nena menudita competía ahora en fuerza con los otros esclavos, una fuerza que excedía la musculatura afiebrada necesaria para la cosecha y que tenía ya raíz de independencia. A los quince años, defendiendo a uno de sus compañeros (se puso adelante cuando un capataz le revoleó una maza) recibió un golpe que le provocó una conmoción cerebral severa. Estuvo enferma durante mucho tiempo, nunca se recuperó completamente. Decía que a causa de la pedrada tenía “ataques de sueño” y “visiones”. Sus dueños entonces hablaban de su inutilidad y la mudaban de trabajo en trabajo. A mediados de la década del cuarenta se casó con John Tubman, un negro libre que nunca la ayudó y al que encontró casado con otra cuando Harriet volvió de uno de sus periplos independentistas iniciados cuando supo que artilugios jurídicos les habían robado una libertad que les pertenecía (unos papeles daban cuenta de que su madre había sido liberada) justo cuando estaban por vender a dos de sus hermanos al “sur profundo”. Durante más de doce años viajó a ese sur para rescatar a esclavos a quienes ayudaba a escapar en un tren subterráneo y clandestino que solía circular los sábados por la noche. Tan menuda como poderosa con un rifle casi más alto que ella, Harriet amenazaba y cumplía (cuenta la leyenda que nunca perdió a ninguno de sus rescatados). Después de que una ley le concediera la libertad, otra ley (la de los esclavos fugitivos) la convirtió en convicta, una convicta por la que daban recompensa y a la que los ciudadanos de bien debían capturar. La nena que nunca había aprendido a leer ni a escribir abrió un libro y simuló leer una noche cuando casi era atrapada. Nadie pudo con ella, la directora de orquesta de un tren de pasajeros prohibidos llegó a Canadá (donde vivió algún tiempo mientras preparaba sus viajes a Maryland para seguir rescatando) cuando se estaba pagando más de 40.000 dólares por su cabeza. Mientras tanto, Harriet, la amiga de John Brown, seguía liberando a alguno de sus once hermanos y a sus ancianos padres financiando sus viajes cocinando y lavando ropa. Después empezó a recibir apoyo de abolicionistas públicos como Susan B. Anthony (con quien luchó para conseguir el voto de las mujeres y desterrar un racismo interminable –hace apenas unos días Tania Ramírez, de 27 años, fue golpeada brutalmente en Montevideo mientras le gritaban “negra sucia, pasate la planchita”–) , Waldo Emerson, Horace Mann y los Alcott, incluyendo a Louisa May. La “Moisés” negra fue una espía durante la guerra y dirigió (como antes la sinfonía subterránea) un regimiento de color que no tuvo del ejército norteamericano ni el reconocimiento ni la paga merecida. Se casó con un soldado veinte años más joven que ella, crió a chicos de la calle y cuidó a viejos que sólo habían sido esclavos toda su vida. Cuando murió a causa de una neumonía, a los noventa y dos años, fue –cuando ya no embravecía su pose– enterrada con todos los honores militares.
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