Viernes, 1 de febrero de 2013 | Hoy
RESCATES
Marianne Oswald 1901-1985
Por Marisa Avigliano
La garganta cortada al medio por una cirugía de tiroides, la voz espesa, la voz ruda. La que canta es Sarah Alice Bloch –el nombre con el que Marianne nació–, la franco alemana que aguantó la adolescencia en un asilo para huérfanos muniqués y la que antes de cumplir los veinte ya solfeaba en un cabaret de Berlín. Cuando llegó el Tercer Reich se escapó puntual a París. El expresionismo alemán entraba en escena y convertía a la Ciudad Luz en la comarca ideal para verla florecer tan extravagante como pudiera. Con el pelo enredado y una modulación que contrastaba con los modales de la burguesía de los años ’30, Marianne tenía todo para que de ella sólo se dijera que era “una artista de lo decadente”. La cantante sin voz iluminaba los salones del Palace y del Bonino hasta que la contrató Le Boeuf sur le Toit, la guarida de la vanguardia. Allí estaban esperándola Prévert y Cocteau mientras Kurt Weill y Brecht saltaban de su boca dibujada. No tuvo que pasar mucho tiempo para que la dicción gruesa del dialecto interpretara por primera vez los poemas de Prévert y se adueñara de “Anna la bonne”, escrita por Cocteau especialmente para ella. Grabó entonces dos canciones “En m’en foutant” y “Pour m’avoir dit je t’aime” con el pianista Henri de Monfreid y una versión rabiosa de “La caza del niño”, un poema de Prévert (con música de Joseph Kosma) sobre el motín en la prisión infantil de Belle-Ile-en-Mer (treinta chicos maltratados por los celadores se habían escapado de la cárcel y el gobierno ofrecía una recompensa de veinte francos por cada niño capturado). También hay una Marianne para el cine –hizo siete películas si las conté bien– y hasta fue La Falourdel cuando Gina Lollobrigida, Esmeralda y Anthony Quinn, Quasimodo. Si Marianne cantaba, su decir era anterior a cualquier destino de realidad, la sardina feroz en “La grasse matinée”, su “el leve ruido del huevo duro/cascado contra el estaño de un mostrador/es terrible ese ruido/cuando resuena en la memoria/del hombre que tiene hambre”, vale como prueba. Produjo programas infantiles para la televisión francesa y escribió sobre sus años de juventud y sobre los de la resistencia. Exiliada a los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial solía presentarse en clubes nocturnos y mientras su voz se escuchaba en la radio, escribía su primer libro A small voice, publicado después en París –cuando la guerra terminó– y traducido como Yo no he aprendido a vivir con un prólogo de Jacques Prévert.
En el eco del lamento sin melancolía, la voz de Marianne cincela las palabras y después las retuerce buscando domicilio fijo en lunático palacio y dispuestas a vestir de reclamo cualquier consuelo.
Madame Oswald vivió en un hotel de París, en el mismo cuarto, por más de treinta años. En aquel cuarto las paredes estaban empapeladas con algunas de las obras de sus amigos Vlaminck y Leger y con las cartas de Camus y Cocteau. La mujer sola que cuando cantaba siempre hablaba –como el sacristán de Prévert que usaba el confesionario como cabina telefónica–, la “hermana de los poetas”, quizá tartamudeó más de una vez con el acento abrasivo de Sarreguemines (el lugar donde nació, antigua tierra alemana y actual región de Lorena en el nordeste francés) lo que escribió otra Marianne, “Mi corazón no es una posada”.
Murió un mes después de haber cumplido los ochenta y cuatro años en Limeil-Brévannes en el Val-de-Marne en un hospital de los suburbios parisinos.
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