Vie 08.03.2013
las12

URBANIDADES

LA ETICA DE LA AMISTAD

› Por Marta Dillon

El tránsito se atasca la tarde de miércoles en que el calor volvió a Buenos Aires. Se le nota la falta de brillo al fin del verano. Ya no se sabe cómo vestir y no tiene nada de prometedor que el frío de la mañana se convierta en sopor a la hora de una siesta que nadie duerme. En la radio, “Venezuela llora”, dice un cronista desde Caracas, la voz quebrada, el resuello agitado, perdido en la “marea humana”. Hay algo de mantra en esas dos palabras que se repiten y se repetirán hasta que Hugo Chávez sea por fin enterrado. Algo que acuna y evoca dolores antiguos, ni siquiera propios. Propios, en todo caso, por arrastre de la marea, la marea humana. En el parabrisas, en cambio, en el tránsito atascado, la acción se despliega, súbita y violenta, casi una coreografía. Las puertas de tres autos delante del mío se abren al mismo tiempo. De cada una baja un hombre, todos caminan acelerados hacia adelante como gatos siguiendo un rastro. De sangre, sí. Ahí están los protagonistas intercambiando insultos que los convidados de piedra fingen no querer que se transformen en sangre. Gallitos de riña que hunden el espolón de sus puños en dos o tres golpes afortunados y después vuelven otra vez a sus autos, al tránsito igual de atascado, al calor de un verano que da sus últimas bocanadas. En la radio, la canción de Ali Primera: “Para amanecer no se necesitan gallinas/ sino cantar de gallos” que a ciertos muertos está prohibido llorarlos. El verso me hace fruncir la cara. No de llanto ni de emoción, para la emoción en estos días no se necesita música, alcanza con el eco de la marea humana, el tsunami de los pies bajando otra vez desde las montañas que envuelven a Caracas, tan lejos que estuvo y tan cerca que parece ahora. Algo de la minusvalía de las gallinas suena disonante justo cuando una ética tan distante del cocorocó de los gallos parece haberse derramado por el continente. Justo cuando –aun con vergüenza– un funcionario es capaz de decirle en cadena latinoamericana a otro hombre, por muy muerto que esté –y éste, dicen, no ha muerto–, “te amo”. Justo cuando los jefes y las jefas de Estado de América latina se desprenden del protocolo de los honores al presidente muerto para instalar en el discurso común otra palabra que los gestos subrayan más allá de toda impostación: amigo. Es esa ética de la amistad la que se derrama sobre el continente, incluso en quienes no la nombran pero explican desde sus saberes cómo desde Venezuela se abasteció de petróleo a Cuba a cambio de profesionales médicos, de la educación, del deporte. Ese intercambio –como otros– no parece estrictamente comercial y por eso resulta tan revulsivo, fuera de lógica, revolucionario. Y puede parecer delirante, pero ¿hay algo que esté más profundamente anclado en el núcleo del feminismo que la relación de amistad? Esa amistad que no se mella con el supuesto tan patriarcal de la envidia entre las mujeres. Las mujeres saben, supieron siempre, que no sobreviven una sin la otra. No sabríamos nada sin lo que nos dicen al oído otras como nosotras, en ese círculo de lo privado, se suponía hasta hace poco. De lo privado que ha diluido su propia frontera, se sabe ahora.

Es miércoles de calor, el verano pone su pie cansino sobre un tránsito atascado en Buenos Aires. Los hombres que recién se golpearon y los convidados de piedra que fingieron separarlos están de vuelta cada uno en su auto con el gesto contrito del falso honor magullado. En un día como hoy, estos gallos también resultan disonantes. En la radio, por izquierda y por derecha, se ofrece otra postal inesperada: si Chávez tuviera sucesión en el liderazgo de América latina las posibles herederas serían dos mujeres, la presidenta de Brasil y la presidenta de Argentina. Mujeres más masculinas que el propio líder enterrado, dirán algunas voces. Es posible. Pero no alcanza para menguar el valor simbólico de su presencia. La era está pariendo un corazón, se me ocurre con cierto desmesurado optimismo. Y por qué no.

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