Viernes, 5 de abril de 2013 | Hoy
VISTO Y LEIDO II
Salvar historias del olvido fue la excusa para que padres y abuelos famosos publicaran libros para chicos, una coartada literaria en pos de una causa mimosa que benefició a todos.
Por Marisa Avigliano
La colección Save the story, ideada por Alessandro Baricco, sacó del arcón a Don Juan, a Lucía Mondella y Renzo Tramaglino, a Cyrano de Bergerac (Antígona, Gulliver, el capitán Nemo, Gilgamesh, el Rey Lear y Rodion Raskolnikov espían por la luz de las bisagras hasta que les llegue su turno) y también a la nariz del mayor Kovaliov. Andrea Camilleri, el “capo del policial italiano”, eligió contar el cuento de Gogol –su abuelo elegido: “Como escritor, yo considero a Gogol uno de mis abuelos (el otro se llama Laurence Sterne). Pero no estoy nada convencido de que ellos me consideren nieto suyo”– y lo hizo con hilaridad y elegancia. La nariz de la historia que cuenta –“explica”– Camilleri fue coloreada sin falacias, con humor y con el encanto de las acuarelas que iluminan aún más el prisma de las alucinaciones por la ilustradora Maja Celija (Eslovenia, 1977). Entonces una nariz –digamos mejor esta nariz– emerge triunfante en palabra y en imagen acentuando el propósito de Gogol y ahora también el de Camilleri. Ahí está el mayor Kovaliov, primero frente al espejo descubriendo un espacio perfectamente liso en el lugar de la nariz y después diciéndole a su nariz perdida en contenido grito de reclamo que debe volver a su cara porque él no es un verdulero ni un campesino (según el mayor a la clase inferior se le podía permitir dejarse ver sin nariz, como si desde siempre estuvieran obligados a afantasmarse) sino un hombre muy distinguido a punto de convertirse en gobernador. Pero la nariz que pasea por los barrios de San Petersburgo y viaja en carruaje, sin ansiedad ni mora después de amanecer ese mismo día adentro de un pan crujiente –que iba a ser el desayuno del barbero Iván Jákovlevich– y de ser lanzada como un paquete inútil al río desde un puente, no parece extrañar la cara de nadie y mucho menos la de un funcionario que presta servicio en una administración que no es la suya, a juzgar por los botones que luce. La saga, el chiste, la metáfora gogoliana, truena radiante en el suspenso que le agrega con talante consagratorio el escritor siciliano que en 1994 nos mostró por primera vez el compás de espera del comisario Montalbano en su novela La forma del agua. Hay más, no sólo hace paréntesis y recuerda –lo hace en medio del relato, oficio hacedor del policial negro– los infortunios de censura que vivió Gogol en 1835 cuando quiso publicar el cuento, sino que en el final y como devoto lector les cuenta a sus nietos y a los nietos de todos los que quieran quién era Nikolai Gogol, el hombre que fue un nene muy tímido y que a pesar de su retraimiento pensó seriamente durante un tiempo en convertirse en actor, y cómo con él irrumpió triunfal el pueblo en la literatura. En su versión original rusa y ahora también en esta italiana diseñada especialmente para los más chicos, el cuento del hombre que quedó sin una nariz pegado será un refugio de artes dignas que vuelve a nacer en un territorio inestable, la traducción cotidiana de los anhelos siempre dislocados y también el diario íntimo o la libreta algo tiznada donde suelen aparecer dibujadas las lombrices que los pequeños lectores pescan en el duelo infinito por una infancia sin dientes de leche.
La historia de La Nariz
Andrea Camilleri
Scuola Holden Anagrama
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