HOMENAJE
La noticia de la muerte de la gran escritora para chicos y jóvenes Elsa Bornemann se confirmó el viernes pasado por las redes sociales y fue en esa corriente continua donde se la encontró Celso Lunghi, joven escritor, ganador del último premio de Novela de Página/12 con una historia de terror, género escaso y tan bien alimentado por Bornemann. Este es un recorrido por su obra y el homenaje espontáneo de un lector que empezó a hacerse escritor a través de los textos de una autora que no temió meter miedo entre chicos que, como todos saben, también pueden estar enamorados.
› Por Celso Lunghi
Me enteré por Facebook. Uno de mis contactos publicó la noticia y, enseguida, casi por inercia, agarré los tres libros suyos que ocupan un lugar privilegiado en mi biblioteca –Socorro (1988), Queridos monstruos (1991) y Socorro Diez (1994)–, les saqué una foto y la subí. Fue lo primero que atiné a hacer, todavía atontado, incrédulo: reconocer su influencia, destacar la huella que en mi infancia, de una vez y para siempre, se encargó de estampar en mí.
Prácticamente con la misma velocidad, se empezaron a reproducir los “Me gusta”. Durante el resto de la tarde, sus “amorcitos” nos abocamos a la tarea de compartir su imagen y las de sus tapas. El tono general era de agradecimiento y las palabras para despedirla parecían calcadas: “Se llevó un pedazo de mí”, “una escritora que no subestimó a sus lectores”, “murió algo más que una persona”, “gracias por esos cagazos memorables”. Pero la que más se repetía era esta frase: “Hay un cuento de ella que me marcó, que me quedó grabado”. Quizás ése sea el mayor elogio que le podamos a hacer a Elsa Bornemann (1952-2013): fue una autora que, en un momento en el que todavía no éramos capaces de dimensionarlo, cambió de raíz la manera en la que varias generaciones entendíamos la literatura.
Argumentos sólidos, una sintaxis exquisita y un manejo envidiable del lenguaje y de sus distintos registros se conjugan en sus ficciones para crear un combo que a cualquier amante de la lectura (tenga la edad que tenga) le resulta irresistible. Creo que la literatura infantil es el único género en el que, frente al avance de la tecnología (que no celebro ni condeno), el libro cobra valor como objeto. Por eso, arriesgo, en los tiempos que corren portar un libro equivale, simbólicamente, a volver a la escuela al menos por un rato, una utopía que se escucha en la voz de los narradores de Bornemann. Y por eso en esta despedida escribo como un adulto capaz de un recorrido crítico este artículo dictado por la voz de un niño.
Siempre me llamó la atención que los milicos hubieran reparado en un título así. Es probable que alguna madre desprevenida lo haya comprado y, alertada por el primer texto, el único de contenido explícito (un elefante que, escoltado por un loro, cuya misión es la difusión, ayuda a entender a sus compañeros del circo que están siendo explotados por los hombres), se haya impuesto la necesidad de propagar la información. Vaya a saber. Son intrincados los mecanismos de la censura, incluso capaces de captar la sutileza con la que Bornemann trabajó las demás historias de Un elefante... a partir de ese inicio que establece una pauta, una apuesta inaugural fuerte, rotunda, sin vueltas, que determina el ritmo y el sentido de las que vendrán a continuación.
Los quince cuentos de Un elefante ocupa mucho espacio presentan situaciones atípicas, que se alejan de lo establecido, de lo aceptado, pero que, a diferencia de lo que pasa en otras antologías de Bornemann, como Disparatario (1997), no son tomadas en broma, para generar un efecto lúdico, sino todo lo contrario: se configuran como verdaderas alternativas. “Una trenza tan larga...”, por ejemplo (que, en 2009, se reeditó separado), narra las aventuras de una nena, Margarita, que no accede a que le corten el pelo y que, por lo tanto, obliga a sus padres, hermanas y amigos a que inventen soluciones para que no deba acercarse a la tijera. “Sobre la falda”, en la misma línea, describe a la familia Lande, la cual se caracteriza por el hecho de que sus miembros se sientan, invariablemente, uno encima del otro. Y, aunque al final se aclara que, un día, de casualidad, los Lande descubrieron que ocupar asientos individuales era el doble de cómodo, el narrador nos confía que, en la intimidad, siguen recurriendo a su antigua práctica.
Sin embargo, la historia paradigmática al respecto es la tercera, “Caso Gaspar”, en la que un niño es interrogado con violencia por la Policía debido a que ha tomado la decisión de caminar con las manos. “¿Qué oculta en sus guantes? ¡Confiese! ¡Hable!”, le gritan los efectivos ante su estupor, ya que Gaspar, según dice, no sabía que estuviera prohibido desplazarse a través de otro medio que no fueran los pies.
El libro, se desprende de lo anterior, expone un clima de época y, por sobre todas las cosas, se propone articular una vía de escape. De cara al autoritarismo, los personajes de Un elefante ocupa mucho espacio se las ingenian para, en términos infantiles, salirse con la suya, para no renunciar a sus ocurrencias. “Pero que Víctor, un elefante de circo, se decidió una vez a pensar en elefante, esto es, a tener una idea tan enorme como su cuerpo... ah... eso algunos no lo saben y por eso se los cuento”, sostiene, de entrada, el narrador de la historia y dicha premisa, la de tener grandes ideas, ideas diferentes, alocadas, de ahí en adelante, es tomada al pie de la letra.
A pesar de que hay paradigmas de resistencia individual (“Potranca negra”, “Niebla voladora”), en Un elefante ocupa mucho espacio prevalece la resistencia colectiva: en “Cuando fallan los espejos” una chiquita y su tío acomodan los reflejos; en “El Pasaje de la Oca” los vecinos de una plaza, ante la amenaza del desalojo, la levantan y la desplazan; en “Donde se cuentan las fechorías de Comesol” un grupo de gatos toma conciencia de su superioridad numérica y, en consecuencia, de su poder y luchan contra uno que pretendía robarse el sol y, por último, en “Cuento con caricia” (no casualmente el que cierra el volumen) los animales se abocan a propagar amor. Contundentes mensajes.
En síntesis, el libro define un tema nodal de la obra de Bornemann, la importancia de desarrollar la imaginación (los remito, de lo contrario, a “Pablo”), a la que se identifica en los términos de un instrumento de lucha y, a la vez, crea las condiciones, desde un espacio marginal como era por aquellos años la literatura infantil, para que la ficción en Argentina, ya fuera de un modo directo, como el cuento que lo encabeza (al igual que en El beso de la mujer araña, 1976, de Manuel Puig), o elíptico, como en los restantes (mérito que, en general, se le reconoce a Respiración artificial, 1980, de Ricardo Piglia), empezara a posicionarse y a convertirse en testimonio de lo que se estaba viviendo. Y de lo que se estaba por venir.
Sus ecos, excelentemente articulados, resuenan, sin alejarnos demasiado, en Prohibido el elefante (1988), de Gustavo Roldán (1935-2012).
Por supuesto que los motivos que conducen a la elección de una u otra pieza de la trilogía que este volumen compone junto a Queridos monstruos y Socorro (tres clásicos) resultan arbitrarios. Mi elección se justifica, lisa y llanamente, en la contundencia de dos de sus relatos: el que le da nombre y “Tatuajes”.
Socorro Diez fue el tercero en aparecer y es en el que mayor cantidad de recursos encontramos: narración en presente, empleo de anagramas, diarios íntimos, historias que debe completar el lector, entrevistas e informes periodísticos, confesiones. A diferencia de Socorro, en el que hay tramas igual de atrapantes (o incluso más) pero siempre enmarcadas en un modelo tradicional, en esta antología cada relato impone un verdadero desafío de lectura. Salir de un cuento e ingresar al próximo supone, entonces, errar por dimensiones paralelas y asimétricas.
El género de terror es el que nos enfrenta a nosotros mismos, a nuestros miedos más íntimos e inconfesables. Mientras que el policial, en especial el duro, ofrece una radiografía de la sociedad en que se vive, el terror se especializa en sacar a la superficie demonios personales y, por extensión, dolorosos. “El escritor de terror –postula Stephen King, que algo sabe del tema, en su ensayo Danza macabra (1981)– es un garante de la norma”, o sea que el escritor de terror es alguien que se empecina en recordarnos que hay límites que no se pueden cruzar, que hay puertas que deben permanecer cerradas. Estos dos ingredientes son los que nutren a un género acerca del cual se ha teorizado poco y nada. El escritor de terror, entonces, es alguien que mete el dedo en la llaga pero que debe evitar a toda costa caer en la moralina. Doble riesgo. Y, si nos movemos hacia el territorio de la literatura infantil, el peligro se triplica. ¿Cómo asustar, cómo lograr un efecto, sin desembocar en el adoctrinamiento, en la parálisis a la que el miedo nos conduce? En los cuentos que cito al principio hay claves para despejar este interrogante.
“Socorro Diez” nos cuenta la historia de una niña, Socorro, que sólo distingue esqueletos. Ergo, los parámetros de normalidad, para ella, no están dados ni por la piel ni por la carne, ya que está acostumbrada a interactuar con huesos. Operación mediante, Socorro accede a un mundo que le estaba vedado y, en ese punto, se desencadena la tragedia: la niña identifica a las voces que la rodean pero no a los cuerpos y la internan en un psiquiátrico. Como cualquier pieza del género que se digne de tal, “Socorro Diez” es desesperanzadora: nos reta a duelo con una fuerza superior, con algo que no podemos comprender, que habita en otro plano y que, en consecuencia, jamás podrá ser derrotado.
“Tatuajes” responde a una lógica idéntica. Kabul, el joven continuador de un anciano tatuador oriental, víctima de la fiebre de consumismo que ha despertado su arte, se compromete a liquidar un diseño que el otro ha dejado inconcluso y, conforme el dibujo de un enorme pulpo va tomando forma, comprende que no debería haberse dejado llevar por su ambición. Pequeña y sostenida reflexión acerca de la banalidad de la moda, “Tatuajes” también desemboca en la tragedia: Kabul es atacado salvajemente por su creación y, a raíz del escepticismo de quienes lo rodean, pierde la razón.
El terror de Elsa Bornemann escapa a las moralejas al abolir cualquier posibilidad de salvación. Las venganzas que se traman en sus cuentos apuntan a restablecer un orden. Las conductas inaceptables o erradas corresponden al plano de los vivos, de la injusticia, de los crímenes sin castigo, resquicios de los que, en su dimensión redentora, emerge lo sobrenatural. Mejor dicho: Bornemann explota la quintaesencia del terror (su carácter pesimista) y, así, consigue arrancarle la etiqueta de advertencia.
Una última observación: salvo contadas excepciones –Las fuerzas extrañas (1906), de Leopoldo Lugones; Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917), de Horacio Quiroga; El mal menor (1995), de C. E. Feiling, y Los peligros de fumar en la cama (2009), de Mariana Enriquez–, las letras argentinas decimonónicas no han sido pródigas en el cultivo del género, razón por la cual los amantes del terror nos hemos refugiado, muy a menudo, en la literatura infantil. En ese contexto, la trilogía Socorro, Queridos monstruos y Socorro Diez sobresale con brillo propio. Una abuela siniestra que reencarna en los electrodomésticos, manos fantasmales que se aferran a las de un grupo de criaturas, cuadros que cobran vida, pies que se desprenden para salir a matar, una lobizona que rompe la tranquilidad de un barrio privado y milenarios espíritus marinos que se valen de plomeros para alimentarse son escasas y escuetas muestras de su singularidad y de las novedades que nos regaló.
Poesía. El género con el que se dio a conocer. Y fue dentro de un libro de poemas, además, donde puso de manifiesto de la manera más acabada cuál era su finalidad como escritora: “Porque aunque muchísimos poetas escribieron y escriben bellas composiciones amorosas que casi todos los amantes del mundo copian para regalar a su amor –dice en El libro de los chicos enamorados (1976)–, faltaban los creados especialmente para los chicos, inspirados en sus emociones, en sus actitudes, en sus juegos y palabritas. Aquí están”. Este párrafo resume a la perfección el espíritu de la obra de Bornemann: otorgarle a la literatura infantil el status que se merece, superar la dicotomía alta/baja cultura (muy en boga en el momento en el que ella empezó) y poner, en definitiva, a los chicos en un plano de igualdad con los adultos, equipararlos, producir para ellos sin resignar un ápice de originalidad ni de esfuerzo.
En este sentido, cabe preguntarse: ¿en qué se diferencian los poemas de sus cuentos? Básicamente, en que los poemas se focalizan en la comicidad. El yo lírico suele recrear experiencias insólitas, disparatadas, que desconciertan y entretienen al lector. Repasemos algunas: “Una noticia triste/ ha salido en el diario:/ ¡EL VIENTO SE HA PERDIDO!/ ¡QUE SALGAN A BUSCARLO!”, “En la repisita/ de mi pieza tengo/ con su muletita,/ un grillito rengo”, “Mis canillas no siguen la moda/ no dan agua lo mismo que todas”, “¿Creen si les digo/ que al doblar la esquina/ me encontré conmigo?”, “Una elefanta gris y bien gordita/ soñó que era una débil abejita/ y cuando despertó/ tanto se confundió/ que fue al campo a libar las margaritas”, “Sucedió esta aventura/ en el reino de costura”, “Una vaca, en Yapeyú,/ no quería decir mu”, “La antena de mi terraza/ anteayer se fue de casa”, “Los relojes de mi casa, cierta vez,/ se volvieron todos locos a las tres”.
No obstante, las tensiones y preocupaciones que recorren su prosa también afloran, aunque en un segundo plano, en sus libros de poemas. En El espejo distraído, por ejemplo, un tablero de ajedrez sirve para presentar un auténtico friso social, un escenario –igual que en Un elefante ocupa mucho espacio– de explotadores y explotados, en el que se tiende a la unificación: “Así es como, entonces, todos/ en el Reino de Ajedrez/ trabajan –de uno y mil modos–/ con un sueldo a fin de mes”. Y en “Las manchas de humedad” celebra la capacidad de inventiva: su pequeña narradora se compadece de quienes ven simple suciedad mientras que a ella las aureolas de la pared le revelan un mundo. “Contrafábula de la cigarra y las hormigas” se orienta en la misma dirección: frente a la tradicional enseñanza de supeditar la diversión al trabajo (de vuelta, Bornemann le escapa a la moralina, la transgrede), el poema se encarga de elogiar a la cigarra por desarrollar una labor artística, contra la uniformidad de las hormigas. Y “En la palabra zoológico”, por último, se desprende un animal de cada letra que la compone y, a modo de advertencia, al final, se satiriza: “Debiera estar enjaulada./ ¡Es palabra peligrosa!/ La gente no nota nada.../ La deja suelta... ¡Qué cosa!”.
Poemas de estructura fija, con rima, para pintar un universo mágico, colorido, capaz de arrancar carcajadas, de convertir a quienes leen en cómplices de otra manera de mirar el mundo.
El epílogo de sus libros era una invitación. Una propuesta. Elsa nos facilitaba una casilla de correo (en esa época, todavía no se había popularizado el mail) para que compartiéramos nuestras experiencias con ella. Hasta en eso fue una vanguardista: se acercó a sus lectores, nos brindó ese privilegio. Y, aunque yo nunca me animé a escribirle, la posibilidad estaba cerca, al alcance de mi mano.
Me reencontré con sus libros en distintas etapas de mi vida. La última fue el año pasado, cuando daba clases particulares y un alumno trajo un cuento suyo para que analizáramos. La verdad es que no lo recordaba y, mientras lo leíamos, Elsa volvió a despertar en mí infinidad de emociones. Porque sus textos tienen esa particularidad: no te dejan indiferente.
El cuento narraba la historia de dos chiquitos a los que separaba la bomba de Hiroshima. El nene recurría a una antigua leyenda para salvar a la nena. No lo conseguía y, aun de grande, la fuerza de aquella pasión lo perseguía. Era la historia de un amor trunco. De la persistencia del amor, mejor dicho.
La otra tarde, en Facebook, la tarde del 24 de mayo, uno de mis contactos se hizo eco de aquella historia y yo, para finalizar, me atrevo a hacerme eco de sus palabras.
Querida Elsa: ésta es la carta que nunca me animé a escribirte. Es sólo para transmitirte que Socorro me encantó, que me pareció genial. Cada vez que nos juntamos con mis amigos lo leemos y se nos ponen los pelos de punta. Bueno, espero que, donde estés, recibas mi mensaje. Lo único que lamento y que lamentamos todos tus lectores es no haber sido capaces de fabricar aquellas mil grullas que te hubieran salvado.
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