SOCIEDAD
Sabina Sotello y Leticia Ramos aprendieron “en la calle” a pelear por los derechos que les corresponden. Y es ese saber el que ponen en juego para enfrentarse a todo tipo de instituciones –desde comisarías hasta cárceles y hospitales– sacudiendo la indiferencia de unos y poniendo en jaque los abusos de otros. En febrero formaron la Organización por la Vida junto a otros familiares de víctimas del gatillo fácil para darle más fuerza a sus reclamos.
› Por Marta Dillon
La empleada del
hipermercado de herramientas y objetos para la construcción fue servicial,
como siempre. Había visto a las dos mujeres dudar, codearse, reír,
tratar de calcular cuál de las cientos de bachas blancas que se acomodan
en la sección sanitarios podría ser la que buscaban. Demasiadas
variables debían combinarse: el precio, por supuesto, el peso y el tamaño.
Tampoco podían salir de allí cargando una loza que podría
terminar convertida en elemento contundente, no con algo tan liviano que durara
lo mismo que un caramelo en manos de un niño. “Tiene que ser algo
así, chiquito pero profundo”, dice Sabina, la mayor a la empleada
de uniforme. “¿Como para ubicar en dónde, señora?”,
se afana la joven y las mujeres se tientan otra vez. “Y... es para un lugar
chico, como te explico, como una habitación...”, intenta Leticia,
la de pelo encrespado y largo como una capa caoba que enmarca cuando cae hacia
adelante un escote en el que muchas cosas podrían perderse. “¿Un
bañito chico?”, quiere entender la solícita chica. “No,
no –se cansa Sabina Sotello–, es para un calabozo.” Blanca palidez
en el rostro de la empleada que rápidamente mira en derredor en busca
de ayuda. Si entre las muchas cosas que las dos mujeres que buscan entre las
bachas hicieron en su vida no se cuenta la instalación de una pileta
en un calabozo, tampoco en el hipermercado se reciben tantas demandas como ésa.
Lo cierto es que Sabina Sotello y Leticia Ramos consiguieron lo que querían,
en flexible pvc para asegurar una larga vida y ninguna peligrosidad, la pileta
ahora viaja en una bolsa de plástico y es exhibida delante de las narices
de un comisario que tiene el no cosido en los labios. No, no pueden pasar a
entrevistarse con las detenidas, no, la comisaría no está, tiene
licencia. No, no pueden pasar, ni entregar ninguna bacha. En todo caso que le
presenten un escrito y vuelvan otro día. De ninguna manera, Leticia viene
de Benavídez, Sabina de su nueva casa en Don Torcuato, y no es la primera
vez que llegan hasta la Comisaría de la Mujer de Martínez tratando
de que la pérdida de libertad sea la única pena de quienes esperan
en el calabozo que algún juez decida su destino. Por algo andan cargando
la bendita pileta, porque ya verificaron que las detenidas no tenían
dónde higienizarse dentro de los calabozos, que el agua corría
sin fin o era cortada sin remedio para evitar la pérdida. Leticia es
la primera que amaga con encabritarse, tiene poca paciencia para el abuso de
autoridad y ya está poniendo su pecho generoso como un escudo para enfrentar
a este uniformado cuando Sabina la codea y la calma con ese solo gesto. “Somos
de derechos humanos, señor, usted tiene la obligación de dejarnos
pasar”, dice enrostrándole una credencial otorgada por el Ministerio
de Justicia de la Provincia de Buenos Aires. Esa es la llave que finalmente
abrirá la que conduce a los umbrales de la tumba que se abre tras los
barrotes del calabozo. Sabina, por esta vez, dejará que le retengan su
credencial, aunque sabe que no tienen por qué hacerlo. No tiene ganas
de pelear demasiado y opta por lo que ella llama “la psicológica”:
“Yo tomo coraje y los enfrento como ellos entienden. Me hago la sumisa,
porque aunque sean un sorete les encanta que los traten de señor, por
eso la tengo que parar a la Leti, para que me deje manejarlos a mí”.
Cuaderno y lapicera en mano las dos mujeres piden que les abran, al menos, la
primera reja, no se puede hablar con las detenidas a tanta distancia. Pero él
no está otra vez dispuesto. No va a poder ser. En el mínimo espacio
que separa la primera reja de la segunda, suficiente para que entre una silla,
una chica de cejas depiladas como mínimas lombrices sobre los ojos pasa
horas interminables, demasiado lejos del pequeño televisor blanco y negro
que otras dos mujeres intentan sintonizar para que cese la lluvia de rayas horizontales
que cubre la imagen. Ahí está desde hace cuatro días Karen,
una niña de 15 a quien nadie pudo acercar la partida de nacimiento que
podría sacarla de ese encierro mínimo, sin colchón para
pasar la noche, sin más que la silla en la que espera desdeque fue apresada
en Villa Rosa junto a una prima y a un amigo. “Me duele la panza, doña,
dígales que me traigan una buscapina al menos”, pide Karen y Sabina
y Leticia anotan, como anotan el resto de los pedidos de las detenidas, “no
hay agua caliente”, “necesitamos un plomero porque no tenemos dónde
lavarnos las manos o la ropa”, “fíjese si puede averiguar por
qué me trajeron porque yo no sé” –dice otra mujer, los
brazos extendidos más allá de los barrotes, sin ningún
dato sobre su suerte, ni el número de causa, ni el juez que entiende
en ella, mucho menos la comisaría que hizo el operativo que terminó
con su detención. Sabina y Leticia anotan, la última reprime un
lagrimón que desentonaría con su cuerpo de amazona. “No se
puede andar llorando –dice la mayor–, para hacer este trabajo hay
que estar bien plantada.”
Cuesta creer que sean sólo metros los que separan las coquetas casas
de Martínez de ese lugar umbrío por donde se escurre un hilo de
agua perenne que no contendrá ninguna pileta. Porque el artefacto sigue
colgando del brazo de Sabina Sotello, la presidenta de la Organización
por la Vida, la madre de Víctor Vital, “el Frente”, el muchacho
asesinado en 1999 por la policía mientras se refugiaba, desarmado, bajo
la mesa de un rancho en la villa 25 de Mayo, al norte del conurbano bonaerense.
El mismo que otros jóvenes ladrones convirtieron en santo por pura devoción,
a fuerza de regar su tumba de cerveza y marihuana en busca de la misma protección
que él les daba en vida, cuando repartía en la villa los botines
que lograba en sus asaltos y que su madre despreciaba, obligándolo a
una generosidad pródiga en yogures para los más chicos y tragos
en el Tropitango, la catedral de la cumbia, para los más grandes. “De
la mano de Dios se fue un ángel: Frente”, se lee en las escaleras
del Tribunal de Menores de San Isidro, por donde Sabina baja sin mirar al costado,
sin sorpresa por ver convertido en talismán el sobrenombre que le dio
uno de sus hermanos al menor de sus tres hijos. Ella es Sabina y también
es la mamá del Frente, ya se acostumbró a eso, qué importa
si se ha alterado el orden de la herencia, ella lleva oronda lo que le dejó
el hijo muerto. Porque desde ese dolor, desde esa pérdida también
ha sabido llenar de sentido su propia fama. Ahí va la mujer de los ojos
negros y rasgados, en los que puede verse aun detrás de los grandes anteojos
unos ancestros nacidos en la selva chaqueña, de donde se fue demasiado
chica y con un hijo a cuestas, después de una golpiza de su padre que
le dejó la espalda maltrecha, ese episodio que Cristian Alarcón
relata en su libro Cuando me muera quiero que me toquen cumbia, sobre la leyenda
del Frente Vital. Ahí va Sabina, recibiendo los saludos de los chicos
que transitan por esos tribunales, siempre por alguna mala historia, viendo
cómo se abren las puertas a su paso. “¿Pero vos te creés
que a mí me reciben así por linda?” pregunta ella sin esperar
respuesta. No, la reciben porque transita ese lugar desde antes que su hijo
fuera asesinado, cuando buscaba ayuda para él; y después cuando
volvió buscando ayuda para otros. Leticia la sigue decidida, han hecho
una buena yunta, el equilibrio necesario para poner la bronca y la estrategia
necesaria para “conseguir los beneficios” que todos se merecen, aunque
estén detenidos. “Porque nosotras sabemos que los delincuentes tienen
que estar presos, pero no tienen por qué ser torturados”, dicen
con lógica implacable. Entonces tocan el timbre de la defensoría
3 de San Isidro, se presentan como siempre, como que son “de derechos humanos”
y reclaman por esa chica que está recluida en un espacio en el que es
imposible dar más de un paso sin toparse con una reja o una pared. Aquí
las reciben, las escuchan, averiguan. El defensor ordena que se comuniquen con
la comisaría, le dicen que a la niña la han trasladado a un instituto
el viernes. “Pero si hoy es lunes y acabamos de verla”, dice Leticia.
Desde la Defensoría vuelven a comunicarse, es verdad, está ahí,
todavía no tienen la partida de nacimiento de la joven y hasta que aparezca
la tratarán como si fuera mayor de edad. Pero ahora saben que ellas están
detrás del caso, eso, dicen, suele agilizar los trámites. Por
las dudas,Sabina y Leticia han tomado nota del teléfono de los familiares
de Karen, con ellos van a comunicarse para explicarles lo que tienen que hacer
para aliviar el cautiverio de la niña.
Es campeona de tae kwondo y cinturón negro de kung fu. Eso fue lo que
le permitió a Leticia Ramos “rescatarse”, dice Leticia para
explicar que dejó la adicción a las pastillas con que aprendió
a drogarse mientras estuvo presa en la cárcel de Los Hornos. De robar
había dejado mucho antes, apenas si reincidió una o dos veces
después de conseguir su libertad, no quería que se le fuera la
vida en la tumba. “Yo te digo la verdad, en un momento tenía dos
opciones: o me prostituía o salía a robar. Y el corazón
no me dio para prostituirme. No tuve corazón para eso.” Mientras
sus cuatro hijas fueron chicas “no les hice faltar nada”. Más
de una vez sintió a la muerte corriendo y resoplando detrás de
ella, sería ridículo decir que nunca tuvo miedo. Pero pagaba el
alquiler, la ropa y la educación de sus nenas, la primera nacida cuando
ella tenía 17. Eso la llenaba de orgullo, hasta las pudo mandar a una
escuela detrás de la cancha de Tigre donde las chicas podían recibir
lo que ella no había tenido: educación, estabilidad, clase. Todo
se desbarrancó cuando cayó presa en 1988, abajo de la Panamericana,
en el puente de Benavídez. Quien le había enseñado a robar
la había entrenado en los “códigos”, esos que muchos
extrañan como el signo de tiempos mejores. “Yo sabía que
no tenía que cantar a mis compañeros, que no tenía que
abrir la boca por mucho que me pegaran. Los códigos también decían
que a la mujer había que limpiarla, decir que era una prostituta que
habían levantado poco antes de caer.” Es que ellas son las que mantienen
a los hombres en la cárcel, las que visitan, llevan paquetes para que
se cocinen, para que fumen, para que la reclusión no sea una tortura.
“Pero mientras me estaban pegando a mí, mi compañero ya había
cantado a todos. Estuve meses en terapia intensiva después de lo que
me golpearon, pero yo no canté a nadie. Es más, limpié
a los que el otro había ensuciado. Me hice cargo, dije que fui yo y el
que había cantado. Por eso yo puedo caminar por cualquier lado sin suciela,
es decir, que no soy ortiba”. Donde la golpearon hasta dejarla inconsciente
fue en esa comisaría de Virreyes, la Otero, a la que Sabina y Leticia
van cuando dejan el Tribunal de Menores en ese mediodía de lunes. Esta
vez el comisario las hace pasar a la oficina, les agradece la visita, se jacta
de tener sólo 22 detenidos donde en algún momento hubo 60. Y sin
embargo cuando las mujeres bajan a ese túnel sin más luz que la
mortecina de un par de focos desnudos, sin más aire que el que llega
por unos agujeros calados en el techo por donde se puede filtrar la lluvia,
es imposible imaginar un hacinamiento peor. ¿Donde estarían los
casi 40 hombres que ahora faltan? En esta catacumba, además de barrotes,
hay unas rejas de trama diminuta que retienen todavía más el aire.
A Sabina la reconocen, es la mamá del Frente. A Leticia la tratan de
doña, con respeto, con ese respeto que ofrecen los olvidados por quien
llega al último agujero donde es imposible mirar sin que se contraiga
el gesto. Es más de la una de la tarde y de calabozo en calabozo los
hombres se dicen buen día, como si se encontraran. No hay día
ni noche en este lugar donde el pedido más urgente es un ladrillo que
calar para incrustarle allí una resistencia que oficie de calentador.
La mayoría son jóvenes, Sabina y Leticia les hablan como a hijos,
vuelven a anotar pedidos básicos: que la bandeja con comida llegue también
por las noches, que los defensores “bajen” a hablar con ellos, que
algunos hace nueve meses que están sin saber cómo va su causa.
Que necesitan atención médica porque una infección desconocida
les abre la piel en pústulas. Cuando salen, las mujeres planean pedir
la clausura de esos calabozos. Ya lo han hecho otra vez, cuentan con el aval
de la secretaría provincial de Derechos Humanos. “Ellos nos dijeron
que nuestro trabajo les sirve –dice Sabina– porque así no tienen
que movilizar tanta gente. Es verdad que nosotras hacemos lo que debería
hacer el Estado, pero así estamos más tranquilas. Porque ya denunciamos
las condiciones de laComisaría de la Mujer en que estuvimos antes, nos
prometieron que iban a venir. Y ya viste, todo sigue igual”, y hasta la
pileta que ellas compraron con plata de su bolsillo las seguirá en su
raid porque no hay voluntad de instalarla.
Sabina sabe manejar armas. Aprendió cuando decidió dejar su oficio
de cocinera para incorporarse en las filas de una empresa de seguridad privada.
“Es que cuando mi hijo estaba en vida yo buscaba la forma de que él
entendiera, que tuviera miedo. Pensaba que si me veía a mí aprendiendo
defensa personal y esas cosas iba a cambiar.” Pero Víctor no cambió.
La bala que disparó un tal agente Sosa que durante mucho tiempo Sabina
buscó para pelearlo sola, lo asesinó antes de que cumpliera los
18. Por eso ella no va a las fiestas que les hacen a los pibes de su barrio
cuando llegan a esa edad. Eso la pone mal. Como tampoco va a los velorios, demasiados
velorios a los que la participan las mismas madres que llegan a las reuniones
que cada fin de semana se hacen en su casa. “La Organización por
la Vida la inscribimos el 11 de febrero de este año, pensando cómo
hacer para tener más fuerza, para evitar que la policía mate impunemente,
para evitar las torturas. Yo no sé por qué no entienden, porque
cuando a un pibe lo embolsan, lo atan y le pegan después de haberlo detenido
lo único que consiguen es que crezca el odio. Así es como empieza.
El policía tiene que evitar los robos, y el que roba tiene que ir preso.
Pero ahí se tiene que terminar. Yo me crucé más de una
vez con los que piden cadena perpetua y pena de muerte, ¿para qué?,
¿acaso eso termina con la delincuencia? No, eso empeora las cosas. Lo
que se necesita es rehabilitación para los chicos”, dice Sabina
mientras se ríe de la impresión que deja en la cronista haber
bajado hasta los sótanos de la comisaría Otero. “Igual yo
sé que hace daño. A veces la Leti me dice, vamos acá, vamos
allá, no quiere parar un día. Pero yo sé que tengo que
espaciar las visitas porque me hace mal la impotencia, ver cómo los tratan,
cómo los verduguean.” Una impotencia que no se termina cuando los
detenidos terminan su condena y salen en libertad. Entonces sólo empieza
otra, la que da la falta de alternativas. “¿Y qué les voy
a decir? Si ellos te dicen: ‘¿qué quiere que haga doña?’
Y yo no sé. Porque es tan fácil comprar el pegamento en una ferretería,
es tan fácil encontrar tranzas que están arreglados con la policía.
Antes el código era que no había que drogarse para salir a robar,
ahora los pibes roban para seguir drogándose.” Sabina tampoco está
segura de que el problema sean las drogas o esa violencia que generan las diferencias
sociales que en la zona norte golpean con fuerza de puños cerrados. “Es
muy triste el invierno en las villas –dice–, vos ves el agua que entra
en las casitas, el frío, la falta de todo. Y encima cuando sos pobre
la policía te verduguea, se siente con derecho a todo. Porque yo te digo
la verdad, yo hice el entrenamiento y sé cómo es. Yo soy vigiladora
privada, sigo trabajando de eso y a nosotros nos enseñan que cuando hay
gente no hay que disparar, que siempre hay que apuntar de la cintura para abajo,
un montón de cosas que la policía no respeta. Yo no meto a todos
en la misma bolsa, pero hay algunos que tienen alma de asesinos.” El entendimiento
sobre las razones que subyacen a esa situación que ellas intentan equilibrar,
poner un freno, alivianar, es algo que va y viene. Pero cuando las urgencias
ponen el grito en el cielo hay que acudir, y ya no importan las razones, importa
arrebatar a alguien más de esos golpes, “esas verdugueadas”
que multiplican la pena encubriendo en el castigo a la venganza. “¿Querés
que te diga por qué mata la policía? Por cobardes, porque tienen
miedo. Y eso también lo entiendo”, agrega Leticia sin ánimo
de discutir.
El teléfono de Sabina suena como una alarma. Ya se acostumbró
a que las comidas se interrumpan, que el sueño sea intermitente. No es
sólo por problemas relacionados con la policía porque la llaman,
los que la conocen saben que ella tiene recursos para enfrentarse también
con otrasinstituciones. “Tanto a Leti como a mí nos llaman cuando
la gente no sabe cómo defenderse, me acuerdo por ejemplo del otro día
que estábamos comiendo ravioles en el fondo, era domingo, y me dicen
que había un pibe internado en el Hospital de San Isidro, necesitaba
un estudio y nadie le daba bolilla, porque claro, el fin de semana es tierra
de nadie. Y salimos corriendo para allá, porque a veces ven que la familia
es muy humilde y no sabe qué hacer, entonces nadie hace nada. A mí
no me molesta, al contrario, me da placer llegar y decir ‘somos de derechos
humanos, doctor’, y ver la cara del tipo que enseguida trata de hacer algo.
En el fondo yo siento que podemos, que si nos quieren pisotear vamos a saber
cómo defendernos. Es un placer ver cómo arrugan, cómo hacen
lo que tienen que hacer.” Puede ser también que las llamen por una
pérdida de gas que nadie atiende, por una beca escolar, por cualquier
cosa que ellas sienten como una injusticia. Como cruzadas, estas mujeres que
aprendieron de la experiencia, de “ese estudio tan lindo que te da la calle”,
salen para poner ellas el grito en el cielo, para mover fiscalías, defensores,
juzgados, hospitales o escuelas. Lo que ellas aprendieron y tratan de enseñar,
en los cursos que da la Organización por la Vida, o en esas charlas que
se desenvuelven en las esquinas cuando alguien reconoce a “la mamá
del Frente”, es ni más ni menos que a hacer valer los derechos que
les corresponden a todos. Derechos Humanos, al fin y al cabo, que ellas no van
a dejar que se transformen en letra muerta. “Yo sé que para algo
sirve lo que hacemos –dice Sabina– porque la voz corre, ya son muchos
los que saben que hay mujeres que recorren las comisarías, que piden
clausura para los que tratan a los detenidos como animales, Justicia para los
que tienen el gatillo fácil. Y de a poco les vamos a ir poniendo freno.
O al menos, los vamos a asustar, para que se cuiden.”
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