Vie 05.07.2013
las12

El humor, el amor y la furia

ARTE Es tan difícil que Marcia Schvartz contenga la risa cuando describe su propia obra como la furia que la atraviesa frente a la banalidad del mercado del arte. O frente a las pérdidas. Esos dos extremos se resuelven en su obra, una obra tan amorosa como cruel que la ubica como una de las mejores artistas de su generación. Amorosa hacia esas mujeres disfrutonas, las que van al trabajo o a la bailanta, las que desgranan su intimidad en la peluquería del barrio. Amorosa para con sus fantasmas, esos seres que amó y le fueron arrebatados y que siempre dicen presente en sus telas. Cruel hacia el poder y la apariencia, cruel contra la crueldad y el facilismo. Zoolatrías y objetos extraños es su última muestra, un conjunto de obras paganas montado en el corazón de la Universidad Católica Argentina.

› Por Cristina Civale

Probablemente sea la artista visual argentina viva más notable de su generación. Y ella, la más importante entre sus pares, acaba de abrir una muestra de unas 50 piezas en el Pabellón de las Artes de la UCA en pleno Puerto Madero. Zoolatrías y entidades extrañas la llamó. Un chiste y una afrenta para quien siempre transgredió la sacralidad de las instituciones con sus pinturas y dibujos, porque eso es lo que básicamente hace: dibujar y pintar. La muestra viene sin querer queriendo a romper el discurso sacro en un espacio donde antes de ingresar al Pabellón de las Artes, la foto más destacada que se puede apreciar es la del papa Francisco (firmada por él mismo o al menos eso parece) y lo que hace ella, la muestra y su creadora, es pegarnos una piña al ingresar a su muestra luego de pasar la foto santa. No se trata, sin embargo, de una agresión; más bien de una advertencia, una invocación a despabilarse. Allí no se verán dibujitos anodinos ni tranquilizadores, ni pintura geométrica –esa que tanto detesta, dirá luego Marcia a Las 12–. Así es, la visitante ingresa y se saltea la primera obra puesta como al costado –un autorretrato de Schvartz con tres cabezas– porque en la pared frontal del ingreso es recibida por una escultura que la traga, dispuesta a engullirla. Es una zanja, literalmente, una zanja a la que Marcia le pone ese nombre descriptivo. La zanja es ese lugar-pozo donde suceden los entierros, es ese espacio ranura por donde corre el agua que sobra; es un agujero misterioso donde se pierde la vida y donde van a dar, como en una trampa, los seres vivos luego de un tropezón fatal, para nunca más salir de allí. Todos esos significados están en la Zanja-obra, una escultura de gran tamaño, con más de setenta kilos y cuarenta centímetros de espesor. Está realizada con arpillera intervenida con huesos, arena y caracoles y exhibe restos del fondo del mar que Schvartz encontró en su viaje a Trujillo (Perú) y que la conectaron –según cuenta a Las12– con un sentimiento místico, y la percepción de que ese fondo estaba vinculado a la vida y a la muerte, al comienzo y al final, a la desaparición de amigos de su generación.

En la obra de Marcia Schvartz, efectivamente, y más allá y más acá de esta muestra, puede leerse del destino de una generación, de esta nacida entre los ’50 y los ’60, una generación que fue atravesada por la muerte joven de sus pares: engullidos en las zanjas de la dictadura, en las zanjas de las venas por donde empezó a correr el virus del vih, en las zanjas de los excesos atolondrados del alcohol y de las drogas. Una generación que luchó, cogió y bailó y a la que la vida le pasó la factura. Pero hubo sobrevivientes y, entre ellos está Marcia, que está viva para contarlo de distintas maneras. Con brutalidad descarnada como en Zanja y como en su serie anterior, Fondo, llenas de pinturas con fondos engullidores; en sus muestras anteriores y en ésta especialmente, una obra de madurez de una artista que sigue machacando con la historia de los bordes, de los desposeídos de esta tierra, en la ciudad o en el Impenetrable chaqueño pero con colores vibrantes, diseñados con una paleta viva aún en su miseria, porque esta vez Marcia nos va a contar la vida a como dé lugar.

En Zoolatrías y entidades extrañas está todo eso, pero antes vamos a hacer rewind.

La historia de una chica llamada Marcia

COCO, EL SUBCO. OLEO SOBRE TELA.

“Mi familia era de clase media intelectual y tenía, sobre todo mi madre, que es historiadora, una alta valoración de la educación académica. Yo no soporté nunca las instituciones, aun de niña –contó Marcia hace muy poco a la revista Machete–. En la escuela primaria tenía muchos problemas de conducta. Yo sólo quería dibujar todo el día. ¡Por suerte se avivaron! Y empezaron a mandarme a talleres de barrio. Unos mejores que otros. Ahí entré en contacto con los materiales: acuarelas, témperas, papel maché... Yo hacía cualquier cosa sólo con que hubiese colores. Tuve la suerte de que Ricardo Carreira fuera alumno de mi madre en la facultad. Yo tenía cerca de diez años y él pasó a ser mi maestro. Recuerdo un día en que vino a casa y tapizó mi cuarto con papel de escenografía. Pude dibujar en las paredes, grande, por todos lados. Fue muy liberador.”

Y bien liberador –cuenta luego de recorrer la muestra actual con Las12, sentada en un bodegón del otro lado de la vía que separa las torres de Puerto Madero del resto de la ciudad– fue haberse ido a vivir sola a los 15 años con su grupo de amigos y compañeros de estudios de pintura. El espíritu de banda atravesaba su vida; había lugar para la pintura, el amor, la amistad y la lucha. Marcia militó en la JP y cuando llegó la dictadura se fue del país a consolar su vida en Barcelona. Se fue con su compañero, con familia en España, situación que hacía el exilio y sus trámites más sencillos, si semejante cosa puede calificarse de fácil en esos tiempos. “Me fui a Barcelona porque era más cómodo, quizás hoy hubiese elegido otra ciudad –nos cuenta en el bodegón–. Vivía en el barrio chino, en una casa grande y medio destartalada. Siempre necesito de espacios grandes donde desparramar mi obra y poder trabajar sobre ella. En Barcelona pensaba todo el tiempo que me quería volver. En cuanto al trabajo, fue un período muy productivo, pinté mucho, casi tanto como sufrí.” Efectivamente, aun en esas condiciones adversas, con una ciudad que se le presentaba como poco amigable, nunca dejó de pintar. “Su obra ha sido el lento destilar de un ser intenso, necesariamente complejo y cargado de matices. Salvaje, sanguínea, temperamental”, la define Eduardo Stupía, y esa suerte de violencia que cuenta en sus cuadros fue creciendo y haciendo marca en su obra.

Marcia dice que con sus pinturas hace crónica, y efectivamente puede leerse la historia argentina a través de sus cuadros: desde el exilio hasta hoy en el recorrido preciso de cada una de sus muestras que van a parar todas, como en una síntesis con la serie Fondo –convertida en libro–, donde la vida y la muerte de sus más dos queridas amigas –Liliana Maresca e Hilda Fernández– atraviesan su historia/nuestra historia como un síntoma, como una crueldad, como una injusticia. Marcia se corre del lugar de la víctima y, aun siéndolo, elige hablar de la vida fabulosa de sus amigas queridas.

Maresca, artista fallecida en los ’90 a causa del sida, y Fernández, desaparecida durante la dictadura militar, representan los ríos de huesos y sangre de la verdad expresiva vivida y sufrida. Son sentidos que Marcia convirtió en simbolismos y los reflejó en su obra, reconstruyendo estas historias, tan dignas como brillantes.

Es un relato de todo lo que pasó en el país y todo ese dolor, que vuelve a pasar por la obra ya de otra manera.

Las obras de Marcia no son la imagen del torturado, es una imagen desde la vereda de enfrente. Desde una lectura más poética, femenina, Marcia dice en Fondo: “Estoy harta de todas estas representaciones del poder, del torturador. Esto es otra cosa. Estas figuras son transparentes, fantasmagóricas, están en el imaginario colectivo. Si están en la pintura, entonces están. Porque la pintura tiene ese poder. Están ahí, y chau. Ya lo hice”. Y ya lo hizo durante los últimos veinte años y Zoolatrías viene a traerle a ella un poco de aire fresco, algo más juguetón en su pintura, algo con más gracia y humor. Porque esta mujer que puede impresionar como una tipa seria e inabordable es sumamente divertida, fresca, entrañable, dotada con el don de la honestidad brutal que atraviesa sus charlas y su obra.

Las zoolatrías

FOTO: CONSTANZA NISCOVOLOS

En Zoolatrías y entidades extrañas, Marcia habla de muchas cosas pero sobre todo habla de mujeres. Mujeres que coloca en una suerte de cajas-altares para hablar del mundo femenino: desde la chica que va a la bailanta hasta la coleccionista que contonea su culo operado por los pasillos de arteBA.

Su obra se redime con inconfundibles marcas de género, acotada dentro de un sector social ubicado siempre en los bordes, los mismos bordes de las mujeres que sacraliza tanto en sus pinturas como en esas cajitas tridimensionales, una suerte de juegos troquelados inundados de objetos femeninos que arman mundos con corpiños sudados, cajas de Rivotril, cremas vencidas, perfumes con olor a humedad más allá de ser Prada o Dior, rasuradoras con pelos, sogas para suicidios inminentes y desechados, esmaltes, el backstage sin lujo de un tocador berreta que no muestra ningún condón y sugiere que las mujeres dueñas de las cajitas no ejercen sexo seguro porque otro mundo es posible. Otro mundo peor.

Está la mujer sentada de espalda frente a un espejo, con una máscara facial ridiculizando su cara, hay un fajo de billetes por ahí, un brazo cortado que termina en uñas pintadas, es allí donde están los perfumes. Esta cajita más o menos feliz es a la que Marcia decidió llamar “Preparándose para arteva”, así en minúscula y con ve corta.

Entre esos altares (otra versión de la zanja, podría pensarse) surge la vida como chiste y entre tanta mujer aparece un hombre, un hombre rodeado de traición. La obra, llamada El Secretario de Cultura, tiene un afiche de Perón a caballo tras el cuerpo morocho del hombre retratado y no es más que un funcionario del Chaco al que, sin dudas, la artista le vuelca todo su desprecio en la obra y es ella misma la que se va a encargar de hacer justicia, pero justicia poética, al rodear al traidor de cuadros donde pinta a los habitantes del Impenetrable, no con su hambre y su desnutrición, sino con su arte y su astucia salvadora, con sus objetos labrados en madera. Habitantes reales, porque Marcia usa modelos reales para pintar, no es de la que inventa cuerpos o caras; siempre hay un referente real en sus pinturas. Y así como hay un funcionario que tiene nombre hay un pueblo que tiene más nombre y que le hace de zanja, porque a pesar de que la pintura traduce traición, los qom –esos que viven en la selva raleada por los dólares de la soja– le ganan la partida con la insurrección de su supervivencia.

Otra gente, el mismo tema. O la misma gente. Los argentinos de aquí y de allá. Los argentinos de ahora y entonces.

Sus mujeres urbanas son el punto más fuerte de esta muestra. En cuadros de grandes dimensiones, Marcia pinta a La negra que va de pachanga, La sonrisa de Nelda, Bailanta Top.

En ese punto, el mundo que pinta Marcia en su Zoolatrías, arma un universo que se tropieza en una inseguridad inevitable, una inseguridad que es natural a ese mundo y, aun así, sucede vibrante, trasnochada, algo tambaleante, creando un espacio donde se intuye el olor a “mugre” de un tránsito que siempre se presenta tan difícil como prepotente. El valor de las que se abren paso con las sobras de las carnes de sus cuerpos no modélicos. Pero van al frente, solas, borrachas de su mundo privado. Orgullosas porque sobrevivientes en una supervivencia donde la alegría se abre camino a empujones. Es como si Marcia dijera que sin bravura no hay vida.

Las entidades “extrañas” de Schvartz sobreviven a los embates que la propia artista les marca y están ahí para decirnos que eso también es arte, en un realismo sucio pocas veces visto en esta pampas. Y en esa mugre Marcia se autorretrata –los autorretratos fueron marcando cada estadío de su carrera–. Esta vez elige colgar de la pared una suerte de piloto y en vez de llenarlo con algo corpóreo lo atraviesa con radiografías de su cuerpo: allí están sus tetas y sus manos, sus piernas y sus brazos. Y allí está también su fragilidad de hoy, ¿hay algo más transparente que mostrar el cuerpo atravesado por los rayos X? Allí no hay lugar para la mentira. Las radiografías son pura verdad, por más dura o incómoda que ésta sea.

“La consagración es despiadada y son estos señalamientos, llenos de rumores y latidos, los que hoy habitan y nos presentan las obras de Marcia”, dice a propósito de esta muestra y en su catálogo Fernando Bedoya. En tanto que Cecilia Cavanagh, atrevida curadora de esta muestra, afirma que “Schvartz se interesa por los habitantes de los márgenes de la sociedad, aquellos que nadie quiere ver y que todos los días caminan a nuestro lado; usando diferentes técnicas plasma en la obra, con autoridad, su preocupación por la indiferencia de la sociedad hacia su prójimo”.

Algunos pensamientos sobre el arte

PREPARANDOSE PARA ARTEVA. TECNICA MIXTA.

“Creo que una tiene que trabajar con las vísceras –dice Schvartz– pero los pibes ahora tienen la cabeza en el mercado. Algunos de mis alumnos terminaron haciendo pompas de jabón, videoarte. Y yo me preguntaba, ¿para esto les enseñé a dibujar?”

Hace ya varios años que no se dedica a la docencia, aunque también fue parte de su vida. “Me gusta trabajar con grupos grandes. Llevo un modelo y los hago dibujar, porque en el dibujo empieza todo. Luego tomo algunos trabajos y hago una devolución. No soy de trabajar personalizadamente con el alumno ni de decirle que una cosa está bien o está mal, o de dar indicaciones. Dejo que cada uno haga su trabajo y tome sus propias decisiones artísticas.”

No es rica pero tiene la suerte de vivir de su pintura. Recientemente fue reconocida con el Primer Premio del Salón Nacional de Artes Visuales, uno más en la larga lista de premios y reconocimientos que recibió a lo largo de toda su carrera. “Vivo de lo que hago porque soy muy gasolera. Me acostumbré así y por eso pude vivir tranquila con la producción de mi obra.”

Es madre de un varón que ya tiene 25 años, hijo de un amor ajedrecista; un hijo que parece haber heredado los genes del padre, ya que es un eximio matemático que, con todo, aún vive con su madre, la artista más consagrada del panorama visual argentino. Cuando uno le pregunta si le gustaría que el chico ya se fuese a vivir su propia vida en otro espacio, Marcia hace una mueca y prefiere no ponerle palabras a la respuesta. Ser madre, dice no sin pudor, fue también una salvación, un modo de ser y de estar en el mundo que la hizo vibrar ante tanta ruina y muerte por todos lados. Mientras el descendiente está de viaje, su madre sigue hablando de arte y se va poniendo cada vez más protestona y terminante: “El otro día le escuché decir a alguien que el dibujo ya fue. Es increíble, el dibujo es la base, es el alma del artista, es el soplo. Lo que pasa es que ahora hay toda una estética que pasa por otro lado, que pasa más por el uso de la tecnología. La sensibilización está ausente, y el mundo del arte está muy banalizado”.

Detesta el arte geométrico por su vacuidad, no la convencen las nuevas tecnologías porque las encuentra vacías de sentimiento. Le molesta el chiste o el acertijo como destino final de una obra y se pone muy seria cuando dice: “Hay que entender que el arte es trabajo, mucho trabajo. Ahora eso pasa por un costado y hay cierto facilismo al que se le llama democratización: ‘Un cuadro puede tener mucho valor o ser un cacho de tela’. Hoy abunda el facilismo”.

Pero ella seguirá trabajando contra todo eso que detesta. No sabe aún con qué continuará. Ahora tiene que irse a su casa estudio, un espacio gigante en la frontera de Barracas con San Telmo. El lugar elegido para vivir y para soñar con la respiración contante de su pintura que, esperamos, siga contándonos nuestra historia con esa sinceridad lapidaria a la que ya nos tiene tan acostumbradas como fascinadas.

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