Guerra Mundial Z, el nuevo film protagonizado por Brad Pitt, es una millonada hollywoodense que se queda en la anécdota mal contada.
› Por Guadalupe Treibel
El zombi es simple (muerde, come, sigue) y, para colmo de bienes, lleva el germen de la incertidumbre –¿Es posible que un virus...? ¿Será que algún día se levantarán los muertos y...?–. La duda zombi ha hecho el camino inverso: del cine se ha trasladado a la realidad de carne y hueso, y, con el mito ya instalado, nadie está inmune del virus (ficcional, dicho sea de paso). Ojo, están los estudiosos que dicen que cuando la sociedad está en crisis, emergen los monstruos –y la taquilla acompaña–. El inconsciente colectivo habla o, mejor dicho, grita: en tiempos de bonanza, quiere Disney; en momentos de economía tambaleante, cine de terror (como el Frankenstein y Drácula del ’31, los muertos vivos del ’70, y así...).
De allí la consabida no-novedad: hoy el zombi vende, fascina, engancha, interesa. Es relevante –mas no fuera en la industria cultural, que no es poca cosa– y tiene sus pies plantados en comics, tevé, series web, tarjetitas de felicitaciones, cine. No es de extrañar entonces que Hollywood haya querido más porciones de la torta Z y, redoblando la apuesta, haya entregado a los espectadores un proyecto ambicioso con título ambicioso: el recién estrenado Guerra Mundial Z, film que ha intentado pasar a formato visual el homónimo best-seller de Max Brooks (hijo de Mel y Anne Bancroft, ex guionista de Saturday Night Live y autor del inutilísimo –hasta el momento– manual de protección completa contra los muertos vivientes Zombi. Guía de supervivencia).
El problema, como apunta una atinada nota humorística de TheOatMeal.com, es que mientras el libro “relata la historia de los cambios geopolíticos, religiosos, ambientales y sociales, producto de una guerra zombi, vista desde la perspectiva de distintos personajes y distintos países”, la película “relata la historia de Brad Pitt corriendo por ahí, disparando cosas y escapándole a explosiones con el objetivo de salvar el mundo”. ¿Qué tienen en común entonces? El nombre. Ah, y los zombis.
Y aquí vale insertar una aclaración para evitar la futura decepción de los amantes del género: a pesar de lo que los batallones de marketing intenten hacer creer, Guerra Mundial Z no es un film zombi; a lo sumo le cabría la etiqueta de “cine catástrofe”. Igual daría que fueran aliens, dinosaurios o autos fantásticos los que atentan contra un mundo en pandemia; igual daría porque el monstruo que no para de robar (y naturalmente comerse) corazones está tan poco aprovechado en su eterna decadencia que si te he visto, no me acuerdo. Una pena, considerando que su descripción inicial –el zombi de Guerra Mundial Z es velocísimo y se transforma ¡12! segundos después de mordido– era por demás prometedora para una hecatombe como el apocalipsis manda. En su afán por ser aceptada por las grandes audiencias, la película se traiciona a sí misma al avergonzarse de su monstruo y hacerlo desaparecer en su intención gore y su malhechor mordiscón fatal.
A pesar de la enorme inversión (200 millones salió el chiste), era de esperarse el enclenque resultado: dirigida por el suizo Marc Forster (Quantum of Solace, Stranger tan Fiction, Finding Neverland, Monster’s Ball), el film iba a estrenarse el año pasado; como el corte final no convenció, el realizador se vio obligado a rodar una buena parte nuevamente, demorando su salida. Así, las andanzas del sufrido ex agente de Naciones Unidas Gerry Lane (interpretado por Pitt, guapo aún con corte princesa, productor además de la pieza) y su errático paso por Nueva York, Corea del Sur, Israel, Gales, es un compendio de frenéticas situaciones que, en el mejor de los casos, consigue tensar al espectador y engordarlo con frases hechas de supuesta “profundidad” (“La naturaleza es una asesina serial” sería el mejor ejemplo), personajes sin dimensionalidad ni mayor interés (la esposa del héroe y madre de sus dos niñas –en la piel de una desaprovechadísima Mireille Enos–, sin ir más lejos, queda relegada a esperar, esperar y esperar) y tontos postulados (el del Décimo Hombre es increíble). Ni qué hablar de ciertas escenas imposibles (sólo digamos que hay un avión, una horda de zombis y una granada) o momentos de videoclip (en pleno despelote y rodeado, un primer plano de Brad bebiendo una fresca Pepsi resulta un PNT hosco que hasta Suar haría mejor).
Sin subtramas, sin sustento emocional, sin sutilezas, sin mujeres que importen (los cargos de peso los detentan los varones; para las chicas, las migajas argumentales), Guerra Mundial Z es un producto de pura repetición, un especimen extraño que irónicamente oculta al zombi para evitar lo grotesco y salvaguardar al espectador de la sangre. En el proceso, se olvida de su intención épica y el relato de batalla muere (y nunca revive) después de los primeros diez minutos.
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