ENTREVISTA Ríos de tinta y horas de televisión para desentrañar la intriga del martirio de una adolescente bella y angelical –valga la redundancia con su nombre– y las razones de un victimario que no llega a calificar como bestia porque eso acabaría rápidamente con este juego en el que todos y todas somos detectives, peritos, sabuesos. Este es uno de los relatos que advierte la historiadora Lila Caimari –autora, entre otros, de Apenas un delincuente. Crimen, castigo y cultura en la Argentina, 1880-1955 y Mientras la ciudad duerme. Pistoleros, policías y periodistas en Buenos Aires, 1920-1945 (ambos por Siglo Veintiuno Editores)– en torno del homicidio de Angeles Rawson, un hecho que a pesar de la cantidad de espectadores no invita a reflexionar nunca sobre cuál es la verdadera inseguridad para las mujeres, esa que amenaza desde sus círculos íntimos, justo donde deberían sentirse seguras.
› Por Roxana Sandá
Un caso policial conmociona. Una adolescente aparece muerta en los procesadores de un basural del conurbano y la sociedad estalla indignada. El cuerpo de Angeles Rawson, de ella se trata, lleva acumuladas unas 600 horas de televisión en una cobertura mediática que pasa de la lágrima a las acusaciones múltiples en un tris, pero que en ningún momento se le ocurre siquiera mencionar el hecho incontrastable de un caso de violencia contra las mujeres. La historiadora Lila Caimari, con investigaciones minuciosas de crimen, castigo, delincuentes y sociedades, desanuda y desmitifica el por momentos grotesco escenario donde se exhiben los restos de Angeles.
“El tema empezó a cubrirse como un caso de inseguridad en términos genéricos, lo cual lleva hacia una dirección política, periodística y narrativa. Después parecía que iba hacia un tipo de historia vinculada con las redes de trata, y de golpe apareció una evidencia demostrando que la chica murió en la casa, y cambia completamente el rumbo de la historia. Todo se transforma en un caso más parecido al género clásico de la “causa célebre”, donde el interés reside en dirimir quién es el asesino”, define Caimari.
–El escenario se cerró casi entre cuatro paredes.
–Antes parecía un crimen cometido en la calle, y eso apunta a todo tipo de representaciones y de reclamos. Deriva en un crimen privado, que lleva a un tipo de narración parecida a la narración clásica de enigma. Hubo dos o tres momentos en los que el periodismo se tuvo que ir acomodando hasta que el caso se estabilizó como una historia de enigmas. Y entonces pega un salto de rating completamente loco, porque empieza el juego. Es un tipo de operación que tienen ya muy incorporada desde que existe el periodismo comercial.
–En el que la sociedad como sujeto mirón termina siendo partícipe de eso que mira.
–El juego es hacer participar a la audiencia en una especie de ilusión de participación; se va enterando de pedazos de evidencias y de alguna manera participa de la pesquisa.
–Y termina por tomar partido, como ocurre en este caso desde que salió a la luz.
–Son impresionantes las distintas apuestas que surgieron: si fue el portero o el padrastro de la chica, o el hijo del padrastro, que eran tres figuras posibles de asesino. Creo que uno de los problemas que hay ahora y el porqué de que algún costado de la historia se esté agotando es que aquel enigma va dejando de existir. Todo va en dirección al portero, en todo caso tenemos una cantidad muy convergente de evidencias. Pensándolo como historia periodística, esas pruebas van en una dirección que quizá no era la deseada.
–El deseo de culpabilidad estaba depositado en otros personajes.
–Había una especie de deseo colectivo de que el asesino fuera el padrastro y resulta que habría sido el portero. Pero lo llamativo es esa especie de resistencia a dar por buena la evidencia científica. La historia sigue magnificándose porque hay un deseo desde el imaginario popular, pero también de los medios, por seguir sosteniendo la duda, cuando en realidad hay pocas dudas.
–Es por lo menos llamativa la relación particular que se fue construyendo entre la sociedad y la figura del portero/sospechado femicida.
–Existen casos en los que históricamente se establece una especie de vínculo empático con ciertas figuras de delincuente. En el caso de Angeles en particular tiene que ver con los argumentos que la propia familia del portero puso en circulación, con toda una historia de los abusos policiales de los que habría sido víctima. Sabemos que hay una desconfianza visceral popular en relación a la policía, y ésos son argumentos que en general tienen mucha eficacia, porque se trata de una cultura de desconfianza de la policía y porque son teorías muy conspirativas. La predisposición a creer surge inevitable.
–¿Como una simpatía de clase en relación a ciertos victimarios?
–Que son percibidos como víctimas estructurales. De alguna manera, todos hablaban bien del portero. Hubo marchas, circularon fotos de vacaciones familiares y hasta videos del hombre jugando con una niña: todo hace al retrato del portero bueno. Hay otra cuestión con la figura del padrastro. El término en sí tiene una connotación por las historias ancestrales que se han oído desde la infancia, de abusos a manos de esos personajes.
–Pero el gran tema es la intrusión mediática en la vida privada.
–Y en general en este tipo de casos: el hecho de que la víctima es joven, bella y de clase media permite una intrusión en la vida privada de la gente que no la permite ninguna otra nota periodística. El nivel de voyeurismo, de titilar la peor curiosidad en relación al comportamiento sexual del portero, de la chica, del padrastro, es bestial. Todas las insinuaciones terribles que se han hecho y que quizá nunca serían permitidas en otro tipo de narraciones periodísticas. Esto es así desde el siglo diecinueve, con un periodismo que es como una puerta abierta a toda clase de averiguaciones sobre la vida sexual de los implicados.
–¿El de Angeles es un eco de otros grandes casos?
–El eco es la banalidad de la escena: la chica volviendo de la escuela, el portero. El homicidio se conecta con lo banal cotidiano, puede sucederle a cualquiera, en cualquier lado. Creo que hay una especie de más allá, diría casi existencial, de las posibilidades más oscuras del ser humano, que aparece desplegada en toda su banalidad y horror. Tenemos curiosidad por la persona que se permite matar a alguien. Y descubrimos que no hay nada diferente de nosotros. En este territorio, hay un regodeo del periodismo compartido con la audiencia. Las cifras del rating están ahí.
–La lógica mercantilista del caso a través de 600 horas de televisión.
–Es un rasgo del periodismo comercial: este tipo de historias siempre funcionó.
–El pastiche con las fotos del cuerpo de Angeles entre la basura que difundió el diario Muy respondería a esa lógica, pero increpa sobre el uso de las imágenes y las transgresiones posibles dentro del periodismo.
–Algo similar ocurrió con la difusión de las fotos de Nora Dalmasso, en el sentido de que cualquier cosa va a ser capitalizada y cualquier imagen va a ser usada. Si no se utilizaron más fotos de Angeles es porque no se han conseguido, evidentemente. La fachada del edificio de Ravignani, por ejemplo, donde no pasa nada y sin embargo hay una cámara fija las 24 horas que nos deja imantados por la noción de que en ese lugar se cometió un crimen. Esa cosa de hacer participar a la audiencia de una especie de juego detectivesco. Y todo un coro de expertos o seudoexpertos que se pasean por los medios y seguramente después consigan clientes.
–Como una especie de reality en torno de la muerte.
–Que permite espiar la vida privada de los otros. Ahora con Facebook las posibilidades se multiplican exponencialmente. El nivel de acceso a los secretos de la gente a partir de la tecnología nunca fue mayor. Mauro Viale entrando al edificio, ¿qué evidencia va a encontrar a esta altura del partido? ¡Nada! Pero nos permite mirar la vida de los demás. Se convocan las curiosidades menos gloriosas del ser humano; se moviliza algo muy profundo, un secreto último que nunca va a ser develado. Porque siempre hay un secreto que el homicida se lleva consigo y que nunca termina de ser explicado. Es ese paso que el victimario dio hacia el otro lado, que convoca a un deseo de saber más, que nunca va a saciarse.
–Es que las inte.rvenciones del portero abren nuevas puertas, como cuando se filtró que dijo “Soy el responsable de lo que ocurrió en Ravignani 2360”. Toda una frase literaria.
–Es arborescente. Cada intervención permite nuevas intervenciones. Se divide la opinión pública, y así al infinito. Es obvio que rinde mucho más cuando se trata de un departamento de clase media de Palermo con una víctima fotogénica y de cierta fragilidad. Si esto pasara en el conurbano, con una familia pobre, ni nos enteraríamos.
–En el caso Candela hubo un bombardeo informativo y fotográfico tendencioso, que intentaba sexuar la historia personal de la niña, en contraposición al uso que hacen los medios de las fotos de Angeles, cargándolos de sensibilidad, inocencia y ternura.
–Si hasta el nombre, Angeles, evoca vulneración, pureza, adolescencia sana. Joven con padres en buena situación. El nombre Candela, por el contrario, enciende. Niña de padre preso, vulnerada sexualmente. Se construyeron narrativas diferentes, con encuadres generales diferentes. El caso Candela llevó a sospechas de otro tipo, bajo una terrible vulneración mediática de la víctima: hubo un cruce permanente de sus fotos con los relatos meticulosos sobre los abusos a los que había sido sometida durante su cautiverio, sumado a la cuestión de los vínculos delictivos de su padre.
–¿Con qué tipo de casos históricos se emparienta el caso de Angeles Rawson?
–Con aquellos del siglo diecinueve, que a menudo tenían protagonistas femeninas, víctimas o victimarias. Historias de honor, historias con componente sexual, que al tratarse de mujeres guarda un costado melodramático, picante. Si además la imputada era una mujer, le daba otras posibilidades al relato respecto de la inestabilidad emocional. Había un escrutinio muy fuerte sobre el cuerpo femenino, sobre historias de histeria en cuanto a la noción de que las mujeres cometen crímenes por motivos irracionales, y por lo tanto eso permite ingresar en historias jugosas. Hay toda una corriente de notas periodísticas en las cuales el público también es invitado a tomar partido por la mujer cuando es victimaria.
–¿Por qué cree que todas las inquietudes e indignaciones que generó el hecho no lo vincularon en ningún momento con que se trata de un caso de violencia contra las mujeres?
–Tampoco se lo relaciona con la inseguridad. Se habló algo al comienzo, pero desde el momento en que pasó a ser un hecho entre personas que se conocían, el término de inseguridad desapareció, de la misma manera que los casos de violencia de género no son pensados en el marco de la inseguridad. Raúl Zaffaroni dijo el otro día, hablando de delitos, que la gente tiene miedo de morir. Recomendó que primero piensen con quién se mudan, porque la mayor cantidad de crímenes se cometen entre gente que se conoce. La primera inseguridad está puertas adentro de los hogares. Mucho después vienen los homicidios a manos de alguien desconocido.
–Como el caso de Angeles.
–Exactamente. Y sobre todo en el caso de una mujer. La muerte violenta de una mujer tiene muchas más chances de ocurrir a manos de alguien que conoce que de un ladrón. Sin embargo, el temor está construido hacia otra dirección. En el caso de Angeles, el relato no fue pensado como violencia de género porque no termina de estar claro el móvil sexual, ni por qué murió. El móvil de género habitual no aparece con tanta nitidez. Si se presentara una discusión, debería ser sobre la cuestión de las violencias puertas adentro: es como que una vez ubicado el crimen dentro del edificio, todo tipo de debate público se hubiera obturado. Como si no tuviera traducción a la agenda política. Es probable que hubiera ocurrido si el imputado habría sido el padrastro: lo hubiera encuadrado en una figura de violencia hacia las mujeres que circula por carriles que conocemos mejor. Y podría llevar a una discusión sobre los motivos por los cuales las mujeres mueren a manos de hombres que conocen.
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