Vie 30.08.2013
las12

INTERNACIONAL

El valor tiene cara de mujer

La semana pasada, una bibliotecaria norteamericana de 46 años evitó otro Sandy Hook al desarmar a un potencial tirador con el poder de la palabra, reabriendo un debate sobre la necesidad de revisar la estrecha relación entre políticas de control de armas y de la salud mental, que podrían impedir masacres.

› Por Guadalupe Treibel

En Estados Unidos, comprar un arma es casi tan sencillo como hacerse de un desodorante, un kilo de bananas o una cajita de tampones. Basta con ir a ciertos supermercados, cruzarse a la góndola de los G.I. Joe de cabotaje y salir con una pistola fresquita, además de verduras o latas no perecederas. A tal punto ha calado la cultura armamentística que es frecuente toparse con noticias sobre polígonos de tiro que ofrecen fiestas infantiles temáticas, negocios que venden escopetas rosas para niñas con sed de disparo o casas de entrenamiento que preparan al público ATP en las bondades de la puntería. En épocas festivas, también están las postales sin reno: un Papá Noel armado hasta los dientes sostiene a un purrete con un brazo; con el otro, un lanzacohetes. Una postal surrealista pero real.

Como una malhechora omnipresente y omnipotente, la Asociación Nacional del Rifle (NRA) cierne sus hilos sobre Washington haciendo un lobby rendidor que ha logrado esquivar cualquier intento demócrata por limitar la tenencia de armas. Ni Obama ha podido. Y así, con el argumento de la Segunda Enmienda, los pro-armas siguen sumando balas, mientras los anti, horrorizados, piden freno, ruegan que alguien ponga coto a la situación, explican y vuelven a explicar que 33 personas mueren al día a causa de disparos. Están desesperados y es comprensible; cada dos por tres surge un nuevo Columbine, un nuevo Virginia Tech, un nuevo Sandy Hook.

Frente a las masacres de niños y adolescentes, la NRA responde acorde con su (ilógica) lógica: para frenar el fuego, más fuego. “Pongamos armas en las manos de los maestros y profesores”, dicen; “Entrenémoslos”, aclaman. No recuerdan que sí había un guardia armado en la matanza del secundario Columbine del ‘99, y eso no hizo la más ínfima diferencia. “Una buena persona con un arma puede detener a una mala persona armada”, repiten cual mantra. La solución es ésa: que el mundo sea un mundo pistolero. Pim, pum, pam; y a otra cosa mariposa.

Y está lo otro: decir “la mala persona”. Cuánto más fácil demonizar los casos no-aislados de tiradores, increpárselos a los videogames, la música maldita, a ese no-sé-qué imperante. Criminalizar al enfermo y desatender la enfermedad es fácil. Más fácil que tener un debate serio acerca de los problemas de la salud mental en Norteamérica (o las fallas médicas en general, para el caso), acerca de la posesión de armas, acerca de la cultura del aislamiento, acerca de la cultura que celebra la violencia, acerca de la necesidad de formar a los equipos educativos para que lidien –humanitariamente– con situaciones de emergencia. Y nada lo demuestra mejor que la situación de emergencia que volvió a repetirse recientemente pero, por el feliz azar, encontró en una librera a una heroína involuntaria que dejó al país revisitando el debate y a la NRA, mordiendo cartuchos...

La crónica es la siguiente: la semana pasada, Antoinette Tuff, una working class woman de 46 años, empleada administrativa de la escuela primaria Ronald E. McNair, en Georgia, fue a trabajar. En verdad, se había pedido el día, pero a último momento tuvo que cubrir otra baja y se apersonó en el cole. Entrada la mañana, escuchó tiros. Llamó al 911, dio aviso a otros compañeros de que evacuaran las instalaciones (más de 870 chicos de entre 5 y 11 años) y, con el teléfono en mano, decidió hacer algo que pocos se animarían a hacer: ir al encuentro de la persona que estaba disparando. Así nomás encontró a Michael Hill, un joven de 20 años que sostenía un rifle de asalto AK-47, tenía unas 500 municiones y avisaba su intención: morir en un tiroteo porque no tenía nada por qué vivir.

En pleno caos, Tuff habló y escuchó a Hill con envidiable calma, se ganó su confianza pidiéndole a la policía que no lo lastimara, le contó experiencias personales para demostrarle que no estaba todo dicho en su vida, que podía recomenzar. “Todos pasamos por malos momentos en nuestras vidas”, le dijo. “Después de que mi marido me dejara el año pasado, yo también pensé en suicidarme, pero mírame ahora: trabajo, estoy bien”, le explicó tras detallarle que tenía un hijo discapacitado. “No, vamos, tú no quieres morir”, le insistió en una conversación que duró unos 25 minutos y quedó registrada por la operadora del 911. “Nadie te va a odiar, cariño. Es bueno que te rindas, nadie te va a odiar”, le aseguró con una humanidad inenarrable.

Pasó de decirle “señor” a decirle “bebé”. Aunque estaba aterrorizada, no lo trató como el malo de la película: encontró la manera de escucharlo, de razonar juntos. Lo tranquilizó, lo entendió, le habló como se le habla a un hijo; le dijo que lo amaba, le dijo que recordaba haber visto a su banda y que era un gran baterista; atendió a sus palabras cuando el muchacho le contaba que estaba desesperado, que se le habían acabado las tabletas de su medicina, que su Medicaid había expirado y tenía problemas mentales. Y así nomás, con el poder de la palabra y el valor de la compasión y de la inteligencia emotiva, lo desarmó. Hill se rindió, no sin que antes Tuff pidiera a la policía que no le hicieran daño. Y nadie salió herido. Ni una mosca.

“¿Es demasiado pronto para promover la importancia de la empatía? Porque pareciera que siempre es ‘demasiado pronto’ para conversar sobre las políticas de control de armas y de la salud mental que podrían detener masacres. Pero, luego, siempre es demasiado tarde porque otra masacre ha ocurrido. Escuchar a Tuff persuadir a un hombre joven de bajar su AK-47, acostarse en el piso y entregarse a las fuerzas de seguridad, sugiere que quizá no sea demasiado pronto para politizar la empatía”, anota la revista Slate. A Antoinette nadie ha tenido que explicárselo; lo supo naturalmente. Y así le ahorró a Estados Unidos una tragedia más. Otra tragedia evitable.

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